El año 1969 comenzó con un estado de excepción y con la noticia de que se había puesto una denuncia contra cuatro profesores del Ibáñez, acusándonos de formar parte de una célula prochina. La base de la sospecha era que muchas noches nos reuníamos en casa de Sanchis y nos dedicábamos a hablar de ovnis. Pepe estaba obsesionado con aquel tema, creía realmente en los ovnis, hasta tal punto que una madrugada, al oír un ruido extraño en la puerta de su casa, la abrimos de golpe y dos volúmenes en forma triangular se pusieron de pie.
—Ya están aquí —murmuró Sanchis. Estaba emocionado.
Pero lo que había provocado aquel ruido no eran los extraterrestres; eran dos guardias civiles que con sus capotes de modo triangular se refugiaban del frío helador en la antepuerta de la casa. Teruel en invierno era hielo puro y noche cerrada. Avergonzados ellos, ruborosos nosotros, nos dimos las buenas noches y regresamos a la discusión a la que nos entregábamos noche tras noche y que hizo sospechar a determinadas autoridades que andábamos rebuscando en Mao el origen de la Revolución.
En Teruel éramos tan queridos como temidos: por un lado estaban las falsas acusaciones y por otro lado el pequeño EP de cuatro canciones que había grabado en el otoño del 68 y que se escuchaba en las radios clandestinas y se oía de forma habitual en las reuniones antifranquistas. Los Leñeros o el Réquiem por un pequeño burgués sonaban en la Pirenaica y los militantes del partido comunista las fueron dando a conocer por toda España y por zonas de Europa.
En algunas ocasiones los recuerdos se agolpan desordenados y eso me sucede ahora cuando, intentando no pensar en esta enfermedad que me tiene encerrado meses y más meses, me viene a la memoria el primer concierto, aquel que di en el año sesenta y ocho invitado por la sección de cultura de la Facultad de Medicina de Zaragoza, actual Paraninfo; cantaba en un aula, en la misma en la que lo habían hecho Paco Ibáñez, María del Mar y Raimon.
Canté sobre una mesa de disección y el aula, lo recuerdo perfectamente, estaba a tope. ¡Qué lejos quedaba entonces la muerte y qué cerca estaba la vida. ¡Plena vida! Entre los asistentes se encontraba Francisco Ynduráin, el único profe comprometido con la cultura más actual; también saludé a José Luis Lasala, alma con el tiempo de la cultura popular y cotidiana más hermosa; con él, con su compañera Angelines y acompañados por gentes del desorden urbano, al final de la actuación salimos a la calle pidiendo libertad. La policía armada nos esperaba con bastos sistemas de represión —ellos no se esperaban que la juventud se enfrentase al franquismo de esa forma— y golpeaban duro. Decían que disparaban al aire, pero siempre había heridos en el vientre, en el cuello, en los brazos… Aquel día le tocó a un muchacho que no tendría más de dieciocho años. Cayó a mi lado y a su lado me quedé hasta que la policía se dispersó y pudimos llevarlo al hospital. Se llamaba Carlos y sé que lloraba sin decir nada; esperando que llegase el silencio.
En aquellos años salíamos a la calle sin miedo, cantábamos con algo más de miedo, nos comprometíamos todos, porque todos empezábamos a estar hartos de la mandanga dictatorial; sobre todo, en unas fechas en las que París ardía de estudiantes reclamando mucha más libertad. Al final, el estado de excepción y Fraga perdiendo el culo con su indignidad por delante.
Los «prochinos», por aquel entonces, echábamos una mano desde Teruel a todos esos amigos a los que el estado de excepción había obligado a dejar Madrid y tener que ir a vivir a lugares aparentemente desolados. Albarracín fue uno de esos lugares y allí estábamos los de la célula llevando mantas a los proscritos. Enero no es un mes para hacer bromas con el cuerpo y menos en Teruel y provincia, donde el frío es como un cuchillo que te acaricia poco a poco pero implacable.
El Teatro de Cámara de Zaragoza, al que los gobernadores franquistas odiaban, fue otro de los organismos perseguido. A varios de sus componentes los enviaron a las sierras del Tremedal, al lado de la ermita, y lejos de los dos pueblos importantes. La mujer del sargento de la Guardia Civil, hermana del panadero, les subía cada dos días unos chuscos de pan que devoraban como si les llegase el mejor manjar del mundo. Cuando la mujer subía, le cantaban canciones tradicionales. Cuando se iba, le recitaban versos de Lope o de Calderón hasta que un día el sargento, por orden del alcalde de Orihuela, les obligó a no hacer aquellos gestos. Ella lo sintió más que ellos; pero la autoridad del alcalde Jiménez era incuestionable e indiscutible.
El verano llegó para hacernos olvidar las amargas horas de febrero y también con la necesidad de seguir en el combate, para recordar que había muchas personas en este país necesitadas de esa utopía que se llama libertad. Y en esas condiciones se empezaron a extender por España recitales solidarios, en los que se cantaban canciones que reflejaban nuestra historia y hablaban de nuestro país, tan mudo y tan solo.
De aquellos momentos y de esos conciertos hay uno que me ronda siempre la cabeza y la emoción: el Festival de los Pueblos Ibéricos, en Lérida, con Ovidi Montllor, Paco Ibáñez, un cantautor gallego y servidor.
El Festival de los Pueblos Ibéricos comenzaba a las diez de la noche. A las seis de la tarde me preguntan desde la organización del Club de los Huracanes de Lérida si iba a ir. Les dije que no sabía nada.
—Te mandamos una carta hace varios días —me indicaron.
—A mí no me ha llegado nada —contesté.
Curiosamente, bajé al buzón y allí estaba la citación para el festival, que una hora antes no estaba. A toda prisa Juana y yo tomamos mi coche y salimos hacia Lérida. Cuando llegamos, nadie entendía el misterio de por qué la carta que tenía que estar no había estado en su momento. Nosotros sí; Teruel era demasiado pequeña y el social vigilaba todo lo que pasaba en aquella ciudad tan limitada y tan franquista, por lo que era muy fácil hacer aparecer o desaparecer las cosas.
El festival fue emocionante, porque al gran número de asistentes se añadió la emoción de la tensión en las voces de Paco y de Ovidi, queridísimo en esa parte de Cataluña. En la memoria guardaré siempre los instantes de ese festival, que me recuerda que fuimos hombres y mujeres con coraje y sin miedo. Y así entre festivales, clases y familia la vida no se detenía y continuaba con ese vaivén que presagiaba cambios.
Todos los días a la hora del café me encontraba al social y su pregunta no variaba.
—¿Es usted demócrata?
Mi respuesta, la misma:
—Yo, como De Gaulle.
Y con esa respuesta lo que intentaba era escabullirme de su presencia, pero él no lo aceptaba y así seguimos un día tras otro con esa estúpida broma ideológica. El social siempre estaba cerca. Una mañana, mientras repasaba actas y más actas, entró en mi despacho y me preguntó:
—¿Qué tal por Lérida?
—Estupendamente —le respondí, y seguí en mi pesado oficio de revisar las actas sin inmutarme ante su presencia.
—A su hija —le comenté— le han quedado tres para septiembre.
—Habrá que meterle caña.
—Es posible.
Se marchó, pero el olor a su colonia se quedó fijo entre mi persona y la antepuerta del despacho.
—Vaya perfume —comentó Sanchis al entrar.
—Es de poli.
Este mismo poli fue la primera persona que vi al llegar desde Suecia, en diciembre de 1969, en el autobús de línea que recorría la distancia entre Madrid y Teruel. Todo había ido demasiado rápido a lo largo de aquellos meses y yo a duras penas me recuperaba de la muerte de mi hermano Miguel en el verano de 1969. Miguel había sido mi maestro, una de las personas a las que más he querido y admirado en esta vida y que se nos fuese así, sin decirnos adiós, colocó a mi familia en el lado amargo de la vida. Yo estaba en Oropesa cuando conocí la noticia y no pude retener las lágrimas mirando ese Mediterráneo que, junto a él, tanto había disfrutado el verano anterior. A Miguel, a lo largo de mi vida, lo echaría de menos en muchas ocasiones, y todavía hoy me acuerdo de su risa y de sus eternos cafés con leche. Con el tiempo descubriría que Miguel escribió mucho en sus últimos años, quizás intuyendo su muerte próxima; a mí su voz personal y fuerte me ha recompensado en muchos momentos.
Pero la vida tenía que continuar y mi disco con las cuatro canciones se oía a todas horas en los círculos de «resistencia» antifranquista, así que pasó lo que tenía que pasar: un día un viejo colega del bachillerato, José Antonio García Dils, emigrante en las tierras de Suecia, me llamó con la idea de dar una serie de recitales para sacar dinero para los presos políticos. El estado de excepción había vuelto a llenar las cárceles.
—¿Pero entenderán algo? —le pregunté.
—Las traduciremos.
E hicieron una traducción magnífica.
Y un día de noviembre, en el que en las portadas de los diarios de Madrid se comunicaba la muerte de Ignacio Aldecoa y el reto del Real Madrid en Bruselas, salí yo con mi guitarra, con un saquete de olivas negras y con el acojono de los españolitos de entonces, camino de Suecia para dar varios recitales, recoger coronas suecas y ayudar a todos los que necesitaban tanta ayuda. El avión hizo escala en Bruselas y me quedé solo en mi viaje hacia Malmö, donde me esperaba una comitiva de rojos desconcertantes y desconcertados, que llevaban varios días discutiendo en nombre de qué siglas había que hacer las actuaciones: PCE o CNT. A mí me daba igual. Si a la vuelta me metían en la cárcel, iba a tener que conformarme con cualquiera de ellas.
Los recitales fueron un gran éxito: Malmö, Lund, Estocolmo y Kiruna, situada a mil kilómetros al norte; al salir de la estación de aquella insólita ciudad pasaron por delante de nosotros varios renos pacíficos. Inmutables. El último concierto lo di en Gotemburgo el día anterior a tomar el avión de vuelta. Fue emocionante, porque en una ciudad industrial como aquélla se entendía muy bien nuestra razón de estar.
Al día siguiente, ya en el aeropuerto y mientras estaba esperando el avión que me llevaría a Copenhague para tomar allí uno directo hasta Madrid, el sindicalista que me acompañaba compró el diario de la izquierda sueca y en primera página una gran foto mía, cantando, y de paso enfrentándome a la dictadura.
—Vaya putada.
—¿Por qué?
—Porque en cuanto llegue a Barajas directamente me llevan a Carabanchel. Del aeropuerto a la cárcel.
—No exageres.
—Te digo.
—Hombre, que no será para tanto.
—Ya te escribiré.
Tanto la llegada a la aduana sueca como la salida fue un tormento, ya que creían que dentro de la guitarra llevaba marihuana. Yo intentaba explicarles que la madera de las guitarras guarda en su interior una repercusión que es de su propia vejez. No lo entendían. Volé compungido y acojonado porque sabía cómo las gastaba ese régimen que nos controlaba desde el primer hasta el último movimiento; estaba seguro de que la embajada habría enviado una nota al Ministerio del Interior.
Cuando aterrizó el avión en Madrid varios guardias civiles, cobijados en sus capotes y mostrando una pequeña parte de su mosquetón, rodearon el avión, y cuando se abrió la puerta y fui bajando, sólo esperaba que en cualquier momento uno de ellos se acercara hasta mí y se me llevara. No pasó nada y en el control de los pasaportes tampoco sucedió nada.
Dormí en Madrid —seguía tiritando de frío y de miedo— y a la mañana siguiente, a buena hora, cogí el autobús de línea hasta Teruel. Fui casi todo el viaje medio dormido, hasta que alguien dijo: «Ya estamos en casa».
Me desperté, miré por la ventanilla y me di de bruces con la mirada del social. Pensé: «Éste es el que me va a detener». Nada de eso, me saludó amablemente y me deseó que pasara unas felices navidades. Curiosamente, en mis fichas del Ministerio de la Gobernación no aparece nada sobre este primer viaje mío a Suecia. Nunca supe por qué, ya que otras clandestinidades aparecen en los ficheros muy bien detalladas.
—Es posible —me aseguraba un colega— que el que tuviera que enviar la noticia fuese de los nuestros.
—Es posible.
Y con esta duda me agarré a la experiencia de esos días que había pasado por los países del norte, a los que años después volvería en compañía de Alfonso Sastre, Vázquez Montalbán, Carandell y el duque de Alba, señor Aguirre, por el empeño de Paco Uriz. Pero entonces la democracia había vencido a las viejas telas de araña de El Pardo, y el humor reflotaba por encima de los recuerdos fríos de la tristeza de la Dictadura.