Así me encontré con la oposición ganada como profesor de Historia, con un titulo administrativo y una plaza en Teruel conjuntamente con mi esposa. Sí, teníamos todo eso, pero, sin embargo, aquello no era suficiente para pagar la estancia en el Hotel Cristina.
Llovía la noche en que recién casados llegamos a la ciudad. Primer hotel que vimos, allí fuimos.
—¿Qué son ustedes?
—Funcionarios
—¿De qué ministerio?
—De Educación.
—¿Profesores?
—Sí.
—Creo que deberán buscarse otro cobijo. Con su sueldo no les llega para pagar el hotel.
Tenía razón y mala leche. Pagamos lo caro que era con un dinero que nos quedaba de los regalos de novios y a la mañana siguiente buscamos una fonda de gente entrañable, que se llamaba Aragón. En ella podríamos aguantar hasta la Navidad, siempre que encendiesen la calefacción antes de las ocho de la tarde. Hasta esa hora, y una vez acabadas las clases, nuestra vida consistía en tomar un largo café en la cafetería de la plaza del Torico y esperar mientras leíamos los diarios de la ciudad (Lucha), los de la capital del reino (Heraldo) y, con dos fechas de retraso, la prensa madrileña, el día que llegaba.
Una de las sospechas que siempre tuvimos en Teruel era la abundancia de tanto vendedor del cupón de la ONCE. Guillermo, un militante del PCE, aseguraba que eran de la social, la policía secreta del Régimen.
—No puede haber tanto ciego en esta ciudad.
—Quizá la guerra.
—Son demasiado críos para haber estado en el frente. Son de la social. Cada vez que aparezca uno, silencio, chitón.
Dos días después de tomar posesión como jefe de estudios, el director, Eduardo Valdivia, que era muy amigo de las parafernalias, preparó una inauguración de curso, con togas, birretes, mucetas y discursos. Todo consistía, fundamentalmente, en avergonzar al cátedro de dibujo que, como licenciado en Bellas Artes, su muceta era de color rosa.
Era una ingenuidad, pero Eduardo se lo pasaba en grande porque su imaginación —tiene novelas y cuentos estupendos— no podía quedar detenida.
En Teruel, la Guerra Civil estaba presente en muchos lugares, y cuando mi mujer y yo abandonamos la fonda, nos buscamos un piso que daba, frente por frente, al patio del Colegio Menor Pizarro —el abuelo general de Manolo que acabó con el maquis—, y todas las mañanas los alumnos del Ibáñez Martín, que estaban internos en el Menor Pizarro, salían allí en pantalón corto con un frío descomunal e izaban las banderas después de los gritos de rigor.
El edificio del Instituto Ibáñez Martín parecía, como me dijo un antiguo alumno, un castillo vacío e inmenso levantado allí para demostrar dónde estaba el poder de la cultura: ¡horrible! Faltaban aulas y sobraba campo de fútbol. Faltaban laboratorios de física y química y sobraba el enorme «bichero», así era como llamaban a una especie de museo de animales disecados: desde un tiburón a un chimpancé pasando por varios gorilas y unas palomas asilvestradas. Todo bajo la polilla enorme acumulada durante meses y meses, sin que nadie se encargara nunca de desempolvar las plumas, los pelos, las escamas y todo lo que un museo de ese tipo lleva consigo.
En un momento dado el aumento de población escolar hizo que todos los espacios que quedaban libres se convirtieran en aulas. El bichero se transformó en el aula de las alumnas de cuarto curso, a las que para explicar lo del evolucionismo, servidor echaba mano del jesuita Chardin.
Mis alumnas, que se caracterizaban por el sentido del humor y una cierta mala leche, le preguntaron al profesor de religión, un canónigo casi casi a la manera del arcipreste asturiano, qué opinaba de la teoría de la evolución. Su respuesta fue muy de canónigo:
—Si el señor Labordeta quiere venir del mono, eso es cosa suya.
Y las alumnas colocaron un pequeño chimpancé disecado sobre la mesa de mármol y de sus manitas cruzadas colgaba un cartelito: «El señor Labordeta». Permaneció allí todo el año.
Aquello mostraba el inicio del derrumbe de los ritos ancestrales y demasiado respetuosos con la jerarquía. Desde aquel momento todos empezamos a ser iguales. Montamos teatro —Cervantes, Shakespeare, Mrozek—, transformamos la biblioteca en libros legibles y con José Sanchis —el cátedro de literatura— apoyamos a los chavales en todo lo que querían aprender.
Ahondamos en Brassens, en Brel, en los corridos mexicanos y acabé grabando un EP —«Cuatro canciones»—, cuya oferta de grabación apareció en Cuadernos para el Diálogo. Todos los días a la hora del bocadillo, los «gamberros» de los alumnos ponían una moneda de cinco pesetas en la maquina de reproducir música y me tenía que escuchar los leñeros, los masoveros, las arcillas y una canción que me había traído de Francia y que me la grabaron como un corrido mexicano.
Los culpables de aquella masacre auditiva fueron Joaquín Carbonell, joven cantautor, iracundo actor cervantino y gran crítico musical de lo escaso que en aquellos años se daba por las tierras serranas de Malraux; Gonzalo Tena, pintor excelente de excelencias turolenses y actor de increíble personalidad con el que levantamos en el escenario de la sala del instituto El mercader de Venecia y en el escenario del teatro Goya La zapatera prodigiosa; Jiménez Losantos, ilustre Federico con más escamas que cualquier ballena perdida en el océano. Excelente lector, magnífico actor y personaje siempre dispuesto a combatir en defensa de la cultura. Cesáreo Hernández, un tipo con una gran delicadeza en la manera de musicar e interpretar los poemas y las canciones; Pedro Luengo, metido a fondo con el profesor del Colegio La Salle Eloy Fernández Clemente en el mundo de la prensa.
Con Sanchis y Eloy, conseguimos que alumnas como las Magallón, las Tirado, las Torrecilla, las Orias y una cuadrilla de alumnos y alumnas, salieran del rudo paisaje turolense y se apuntaran de modo desmedido a aprender, para liberarse de la arcillosa densidad de los Mansuetos o de las sierras próximas. Fue un trabajo colectivo, al que habría que añadir al filósofo Cebeira, a su madame Grelier, a Agustín Sanmiguel, con el que dábamos conciertos mudéjares en la emisora Sindical, a mi esposa y al duro marxista materialista histórico señor Gil y su fräulein.
Cambiamos el aire denso de una atmósfera irrespirable por un lugar lleno de vida, de humor y de alegría. De tanta alegría que teníamos Eloy se puso, manos a la obra, a recuperar Aragón, para los incrédulos; de tanta tabarra costista casi nos hacemos todos irlandeses. Pero había que aguantar. Y se aguantó.
Estábamos dispuestos a abrir el mundo, pero éste siempre se cerraba. Sólo, de vez en cuando, lo conseguía abrir Valdivia con sus imaginaciones disparatadas de un batallón de soldados mutilados en mitad de la guerra civil: cojos, tuertos, mancos y con una mala leche increíble.