La boda

En la casa paterna, habituada a jolgorios y festividades con alumnos internos, externos y medio pensionistas, comenzó septiembre casi, casi como siempre. Pero en la casa materna, la de la novia, reducida a la vida cotidiana sin grandes fiestas, comenzó septiembre con apuro, alegría y mucho trabajo ante aquel evento que anunciaban ya las postales que se enviaban a los amigos, familiares y a concentraciones de parientes próximos y lejanos.

En el colegio se hablaba de la boda pero sin mucho entusiasmo, porque ésa era una fiesta de la dirección y todo lo más que les podía caer a los alumnos era un día de fiesta, mientras que a los profesores se les invitaría a la comida. A cambio tenían que pagar a escote el regalo comunal.

Total, como decía el de Física: una jodienda veraniega.

En la casa materna, por el contrario, todo eran nervios, preguntas ingenuas, cartas con remites ilusorios y preparativos complejos que iban desde perfilar el vestido de novia, las fotos, los billetes de tren y por supuesto de avión, ya que para el viaje de novios habíamos conseguido un pisito de una amiga de la familia de Juana, antigua funcionaria del Ministerio de Justicia, en mitad de Palma. También se ahogaban decidiendo la compleja lista de invitados, cerrando el lugar de la ceremonia, el de la comida y sin saber todavía si iba a haber baile o no.

La lista de invitados empezó a mostrarse como una montaña de difícil ascensión: primero los familiares más cercanos, viudas incluidas, con niños, abuelos y nietos. Una retahíla de gente que no sabíamos siquiera si podríamos llegar a pagar su convite.

—Demasiados —repetía mi madre una y otra vez—. Los Francisquitos nunca nos han invitado a las bodas de sus hijos. Son siete menos. No es moco de pavo.

Y en esa discusión aparecían los poetas, los pintores, los amigos del bachillerato, alguno de la universidad y tres de las Milicias.

La criba llegaba con los parientes del pueblo, con aquellos que no nos han invitado a sus bodas, bautizos, entierros y eventos semejantes. Cada miembro de la familia tenía sus razones, y aunque a veces utilizáramos bromas rudas, el intento de ahuyentar al personal venía de la escasez de medios con que la familia paterna contaba en aquellos años de crisis colectiva.

—Cuantos menos vengan, más ahorraremos —repetía mi madre mientras repasaba los menús de varios restaurantes que habíamos elegido.

Como sabían que había boda a la vista, también aparecían por la casa paterna viejos conocidos, como el barbero de la calle del Mercado, el tabernero de la calle Boggiero y la peluquera de la plaza de Santa Marta: una rubia despampanante que ponía nerviosa a mi madre cada vez que cruzaba las piernas con un gesto demoniaco, decía ella. Entonces mi madre la azuzaba con una mirada cercana al asesinato silencioso. Y era que, según las malas lenguas, la peluquera se las entendía con un primo hermano de mi madre que, si dios no lo remediaba, sería el que heredaría las cuatro perras de la familia materna. A eso se unía el repelús que sentía mi madre por todas aquellas mujeres que intentaban llevarse a los hombres a la cama para quedarse con su dinero. Había tenido una mala experiencia con otro primo y miraba siempre sospechosamente a ese tipo de mujeres. Para ella todas eran malas, muy malas y aunque intentábamos convencerla de que las nuestras eran mujeres normales, honradas, ella no lo aceptaba del todo. En su mirada siempre tenía un halo de sospecha, de duda.

Una larga discusión cubrió la sobremesa de un domingo, decidiendo cuál sería el restaurante al que iríamos a probar el menú el lunes. La costumbre acababa de llegar de Barcelona. Mi madre, como siempre, se decidía por el más cutrecillo, el más barato, que ofrecía una ensalada verde, unas chuletas de cordero, vino del país, pastel nupcial y cava fresco. Todos rechazamos unánimemente aquel menú campestre.

Mi hermano Miguel se apuntó al del elegante restaurante Elíseos y el resto de la familia apostamos por el restaurante del Casino Mercantil de la ciudad, que andaba bien de precios, estupendo de salones y, como alguna primera comunión de mis sobrinas ya la habíamos celebrado allí, sabíamos que la cocina era buena. Y allí fuimos el lunes toda la cuadrilla a probar el menú, que consistía en entrantes fríos y calientes, sopa densa de mariscos, ternasco al horno con patatas a lo pobre, melocotón con vino, café, copa y puros canarios.

A mi madre no le pareció mal y a mi hermano mayor tampoco. Lo contratamos. A los pocos días estábamos allí, recién casados, retirando las mesas del comedor para abrir el baile. Los novios, como teníamos que tomar el tren, salimos hacia la estación al poco de los postres. Lágrimas, besos, cachondeo de los poetas, de los pintores, de los músicos y sobriedad y seriedad por parte de los familiares más allegados.

Barcelona nos recibió con el cansancio de tantos preparativos; al día siguiente, en el que era el primer vuelo de nuestra vida, llegamos a Palma de Mallorca. Los molinos que marcan el camino desde el aeropuerto hasta la ciudad, nos descubrieron al fondo la enorme catedral de Palma. Íbamos a vivir en el centro de la ciudad y una de las primeras cosas que hicimos fue localizar a un gran amigo de mi hermano, el poeta y pintor Fernández Molina, que en esos días estaba de secretario de Cela.

Nos lo presentó al día siguiente de nuestra llegada.

Y se empeñó Camilo en dos cosas: en primer lugar, hacer una paella en el jardín de su casa: «Las hago cojonudas», y en segundo lugar que rechazase mi plaza de profesor en Teruel, porque él me iba a buscar una lectoría en Berkeley, en California.

—¿Sabes conducir?

—Sí —le dije.

—¿Tienes el carné en regla?

—Sí.

—Pues déjate de miserias de sierras turolenses a lo Malraux e iros a California. Allí está el futuro. Y os lo vais a pasar en grande.

La paella nos la tomamos bajo una tremenda calorina y al final, tras una siesta incunable, volvió a aparecer y preguntó:

—¿California?

—Teruel.

—Para no seguir discutiendo vamos a ir a ver una exposición de una buena amiga mía. Es una excelente naif.

Cuando llegamos había una persona que con una cuchilla estaba rasgando varios lienzos. Camilo gritó y se cagó en todo lo cagable, mientras aseguraba que iba a comprar todos los cuadros y Juana, que ama la pintura, le dijo a Cela:

—Camilo, ¿vas a comprar toda la exposición? Me gustaría que me dejases comprar ése de las oliveras.

—Para ti.

Unos días después nos invitó a la inauguración del Hotel Mil, de la bahía de Palma. Cenamos como tienen que cenar los reyes y de postre nos ofrecieron un plátano erguido y helado.

—A esto le tienen que llamar ustedes «cipoté» gelé. Muy francés.

Unos días después Antonio Fernández Molina me dijo:

—Has hecho bien en no aceptar lo de la lectoría. Camilo tiene mucho de boquilla y la gente está un poco harta.

De vuelta a Zaragoza, octubre se ponía borde y con nuestras maletas sin abrir tomamos un automotor que iba hasta Teruel, si bien muchas veces te daba la sensación de que te iba a dejar tirado en mitad del campo.

—No sé si me va a gustar Teruel —me dijo Juana.

Yo, sin embargo, tenía la impresión de que las cosas en Teruel iban a ir muy bien.