Días de festejo

En aquella España cutre y maloliente no era tan fácil ni casarse por la Santa Madre Iglesia. Todo estaba bajo sospecha y el pecado mortal —del que habíamos sobrevivido milagrosamente— seguía en la vida cotidiana. Se empeñaban en casarte y había que casarse y, sobre todo, casarse como lo mandaban los cánones religiosos, porque en la memoria siempre estaban aquellos anarquistas que nunca se casaron y acabaron siendo castigados por Dios, o sea, el Señor. Había que obedecer.

Los de aquel momento eran noviazgos largos, donde de vez en vez y en la oscuridad de las últimas filas del cine, te podías permitir un besito dulce, casto, tan casto que el acomodador, que ya nos conocía, ni vigilaba. Estaba aburrido con aquellas parejas tan pudorosas. Sólo cuando aparecía el poeta iracundo, con sus «gachises» empolvadas, el acomodador se ponía detrás de una columna para ver cómo el poeta descoyuntaba a la joven sirvienta y aprovechaba el panorama para masturbarse gratuitamente, que no era moco de pavo en aquellos tiempos de represión y descafeinadas visiones de ángeles y demonios.

El noviazgo podía durar años: tres, cuatro, cinco o seis. Y el tedio lo ocupaba todo: los paseos largos, las meriendas con las otras parejas y hasta las tardes, en las que echando la casa por la ventana, nos tomábamos un chocolate con nata mientras intentábamos, ingenuamente, que el camarero no nos viese en ese intento de acariciar la pantorrilla de la novia. Una mirada dura, seca, un gesto agrio y volvías al cotidiano percance de todos los días.

Los domingos, al cine; y en las fiestas mayores solíamos meternos en esos cochecitos que nos paseaban por túneles endemoniados, siempre con la esperanza de que un beso superase la mala leche del tipo de la escoba, del esqueleto del chorro de agua o de la bruja del desespero. Nadie te permitía el mínimo gesto erótico y sólo en los cafés cantantes aguzabas la vista para salvar del sujetador la tetita diminuta de la animadora.

Todo era como gris. Y gris era el noviazgo por muchas risas que quisieras echarle: días de hacienda con paseo vespertino o sentada en uno de los bancos del paseo próximos a su casa.

Domingos: cine barato. Programa doble y calor en las manos, en los labios, en los rostros. De salida, paseo por los porches de la ciudad: paseo arriba, paseo abajo y saludos a viejos compañeros de bachillerato, ahora cadetes de la Academia Militar.

—Mi hermano es de ésos —me dijo Juana.

—No me gustan los militares —dije metiendo la pata; lo quise arreglar con un pedante verso de Neruda, «Asustar a un notario con un lirio cortado».

—Mi padre fue notario y murió antes de nacer yo.

Me había comportado como un gilipollas y tuve que soportar como pude el desgarramiento que sentía al saber que estaba enamorado de una chica que decía que se llamaba Juana, pero que yo —¡oh divino imbécil!— a punto estaba de perderla. Iba de mal en peor. Con lo fácil que era sonreír, hablar de las cosas que pasan, de los amigos y no meter a Neruda en esta pelea de refritos literarios. Uno es pedante hasta durmiendo.

Y llegaban los atardeceres oscuros de los inviernos dominicales, apurando la tristeza de toda una perspectiva de semana gris, con los alumnos apurados en aquello del verbo amar o quizás el ser y el estar, sin acabar de entenderlo, mientras la ciudad del viento, la ciudad del cierzo desgarrado te impedía un agradable paseo con tu chica. No quedaba más remedio que intentar cobijarse en los ahumados cafés de cortadillo barato o de carajillo, para combatir el frío de la noche otoñal.

Entre días lánguidos y grises fuimos preparando la boda, con todos los elementos que una perifollada de éstas exigía en aquellos viejos tiempos en que en los domingos había que oír misa y comulgar una vez al mes. Si no lo hacías —yo no lo hacía— provocabas ciertos chirridos espirituales en determinadas personas de la familia.

Buscamos un cura compañero de claustro y de largas conversaciones agnosticistas. Teníamos una larga confianza, así que llegamos al gran día con el convencimiento de que no íbamos a pecar mucho; por si acaso la parroquia nos había obligado a pasar unas jornadas vespertinas escuchando a canónigos especialistas en sexo pudoroso y en libidos cuasi vegetarianos. Con esta perspectiva caímos en los bancos cerúleos de aquellos salones presbiterianos, donde la voz hueca del maestro de sexos limpios y fructíferos, nos recordaba: «Ustedes, sobre todo, se casan para procrear». Nos hundían, de entrada ya, en el pecado de toda la vida.

—¿Nos dice algo de los condones? —Quien lo preguntó era un maestro de obras de una desfondada perforación próxima.

El maestro de sexos limpios se ruborizó y la puerta de la estancia de al lado, donde las señoras aprendían bolillos y encajes, se cerró de golpe con un grito de sofoco que venía desde todos los rincones de la sala.

En la nuestra se hizo un largo silencio.

—Entonces no nos va a decir nada de los condones.

—Sólo sirve el ogino, el método ogino.

—No creo que sirva de mucho. En mi familia somos seis hermanos de ogino y menos mal que mi padre aprendió a sacarla en el momento justo.

Nuevo griterío desde la sala de al lado y el canónigo, en silencio ruboroso, no supo qué decir. Simplemente se calló y nos pidió que de pie rezáramos un avemaría y un padrenuestro.

—Rezar: ésa es la solución; pero no nos dicen nada del condón.

—Sí les digo: ¡es pecado! Pecado mortal. Sólo el ogino salva el alma de la concupiscencia. Lo demás es pecado.

En la calle nos cruzamos con las señoras de los bolillos y pasaron por delante de nosotros como si fuéramos pecadores eternos.

Al día siguiente una nota en la puerta del Arzobispado nos hacía saber que las clases de preparación para el matrimonio habían concluido. Nos deseaban a todos un feliz matrimonio.

Y con esa preparación comenzamos a disponernos para el día 29 de septiembre, San Miguel, San Unamuno, San dios sabe qué, dispuestos a enfrentarnos a una nueva vida, traída desde los lejanos Mansuetos arcillosos de las orillas turolenses.