En el año 1960 comencé a preparar las oposiciones de Geografía e Historia. Había ciento veinte temas y con dos amigos más decidimos repartirnos el asunto: cuarenta para cada. Fernando Casamayor era uno de ellos, buen militante de todo y con carnés para todos los tinglados, nunca acabaría de profesor y se dedicaría a hombre de negocios, con empresas turísticas que en aquellos años comenzaban a fructificar por España. Quiero decir que él no pasó de preparar más de diez temas, todos de Historia del Arte, que es el lugar donde terminaría con su negocio turístico.
El otro colega era Jaime Gaspar Auría, profesor interino de la Universidad Laboral, quien iba a desarrollar cuarenta temas del duro y agreste temario. Llegó junio y Fernando había preparado diez, Jaime, colega de sus colegas y divertido hombre de tardes zaragozanas, había preparado las síntesis de sus cuarenta, que no servían para nada. Yo preparé mis cuarenta concienzudamente, o al menos eso creía. Así aventureros y confiados nos fuimos a Madrid.
Fernando se salió del primer examen y Jaime y yo aguantamos hasta el segundo. Ambos habíamos suspendido, regresamos en un tren nocturno a Zaragoza y Jaime no hacía otra cosa que repetir que a él se lo habían cargado porque su visión de los temas era de izquierdas. Creo que la visión de sus temas correspondía a las síntesis que había hecho en cuatro días y bajo cuyo desastre caímos todos.
Como una oposición no se saca a la primera, lo volví a intentar y me la preparé solo. Jaime me pedía temas. Se los daba y me los devolvía sin mirar. En junio, otra vez a Madrid, pero como en esta ocasión no llevaba los carnés de Fernando, acabé metiéndome en una pensión esquina de la plaza de Santa Ana, en la que residían el peón de brega Jesús Gracia —entonces con los mejores lidiadores— y un torero rubito, hijo de un sastre de toreros de Zaragoza, que odiaba torear, porque como tenía pinta de inglés lo llevaban a plazas como Fuengirola y compañía.
—¡Vaya cuadrilla de paletos! —decía el muchacho.
—No torees —le decía Jesús.
—¿Y de qué como?
—De la terna de los monosabios.
Y se reían como críos.
Los domingos, como trabajaban, me dejaban tranquilo y allí me pasaba horas y horas repasando los temas que días después se iban a proponer en el instituto Cardenal Cisneros. No me salieron del todo mal. Pasé el primer ejercicio. Lo celebramos por las terrazas de la plaza de Santa Ana. Los tres, que parecíamos cien, pusimos patas arriba la ciudad. Tardé dos días en poner la cabeza donde debería estar.
Una tarde la patrona me dijo que un toro había pillado a don Angelito —ése era el trato de señorío— y que estaba en un hospital. Me fui a verlo y cuando entré en su habitación lo primero que me dijo: «Dame un cigarro que de ésta, si salgo, me retiro». Salió y se retiró. A partir de entonces se dedicó a hacerles ternas a los monosabios.
Y yo también salí; aprobé, quiero decir, y había que elegir plaza para ir de profesor. Había hecho la mili en La Seo —ahora La Seu— y estuve a punto de pedir ese destino: me gustaba el paisaje, la montaña. Todo me atraía de aquel entorno. Y justo cuando la iba a pedir aparecieron por el tribunal mi hermano Miguel y Eduardo Valdivia, director del instituto de Teruel. Eduardo me ofreció la jefatura de estudios —eran cuatro pesetas más— y el encargo de cátedra de Latín para Juana, que había estudiado Letras. Con aquellas pocas perras añadidas pensábamos, ingenuos, que se podría sobrevivir.
Me ganaron por la cartera, abandoné la idea de Cataluña y me pasé al duro Teruel del Guadalaviar y del Alfambra, de los inviernos fríos y primaveras y otoños increíbles y sobre todo me premió el encuentro con unos alumnos y alumnas que alumbrarían de luz aquellos años de estancia en la pequeña ciudad. Si me hubiese decidido por La Seo no habría habido canción protesta baturra, no hubiese existido Andalán en todas las esquinas, ni mis alumnos, que valían un potosí, habrían puesto en pie todo lo que ellos sabían y todo lo que de nosotros aprendieron.
Como decía un prologuista mío en Tierra sin mar, a mediados de los sesenta Teruel era la ciudad más progre de España, lo que pasa es que España no se daba cuenta. Ni Teruel tampoco. Y en esa especie de paraíso terrenal caímos Juana y yo, recién casados.