Mi padre tenía verdadera devoción por este pueblo en el que había nacido, y aunque después de la guerra no le recibieron bien, él compró esta finca, la torre Bielsa, metida en pleno olivar, cerca del río Aguas Vivas, a cuatro kilómetros del pueblo, sin electricidad ni agua corriente y en la que, además de la recogida de la oliva, solíamos pasar las navidades.
Sólo se podía «sobrevivir» al frío en el cuarto de estar con una chimenea francesa, a la que metíamos mucho cospillo —restos de aceitunas molidas— que transformaban el humo en un color canela que hacía las veladas magnificas e interminables.
Mi hermano Manolo, que era un enamorado de la fotografía y del cine amateur, decidió, para huir del tedio matinal y esperar hasta que la chimenea anduviera a toda pastilla, rodar una cinta en la que unos guerrilleros, sabiendo que en una de las torres se iba a hacer una matacía de un cerdo, deciden ayudar a matarlo. Después de muchas escenas tipo Indio Fernández, llega el reparto de lo obtenido y el jefe de los guerrilleros, montado en su burra y acompañado por un guardaespaldas, se lleva, llanada adelante, el ochenta por ciento del negocio.
Los campesinos, trabajadores de la albañilería y algún que otro sin oficio, ven en un plano que mi hermano alargó hasta el infinito cómo el jefe, papel que él mismo interpretó, se lo lleva todo mientras saluda con mucha alegría.
El éxito de esta pequeña cinta, además de ser una pequeña joyita, era que mi hermano se parecía mucho a Franco de joven, y Antonio Artero, radical y ácrata, aseguraba que era la película más antifranquista que se había hecho en la España de aquel señor.
La cinta ha sobrevivido a muchos avatares negativos y hoy, cuando se pasa en pequeños festivales de cine amateur y tras explicar a los espectadores el material utilizado, éstos se quedan atónitos ante la calidad plástica de los encuadres y de la iluminación.