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De nuevo, nueva vida

Como escribía mi hermano Miguel en uno de sus versos: «Regresé a la zaragozana gusanera…», porque la ciudad pilarista seguía estando en manos de una derechona tan agreste, que a un profesor, especialista en Eliott, se le ocurrió declarar que la cultura en Zaragoza estaba a la altura de los bordillos de las aceras y lo «enviaron derechito» de lector de español a Cardiff, donde preparó una gran traducción de La tierra baldía. A él lo castigaban obligándole al exilio y a mí me castigaban, después de haberme quitado el pasaporte, obligándome a la permanencia en la bella ciudad del Ebro y sus secarrales belchitanos.

Después de los días de Navidad y tras la festividad de Reyes, volví a mi profesión de dar clases, en este caso de francés a los bachilleres del colegio familiar. Mi hermano me insistió para que fuese preparando oposiciones, y para meditar la opción y recuperar la serenidad mi madre me envió a que vigilase cómo iba aquel año la recogida de la oliva en Belchite, en la finca familiar que mi padre había comprado antes de morir.

Tomé el autobús de línea, me hospedé en la fonda de Jesús Obrero y comencé junto a un gran amigo, Manolo el Carbonero, a seguir a última hora de la tarde, y cantando jotas de recogida, al carro que desde el olivar traía a la fábrica de Manolo los sacos con la carga.

Mientras descargaban los sacos, untábamos unas buenas rodajas de pan en el aceite que escurría de la prensa y, pasándolas por el fuego de los enormes bidones que servían para calentar la nave, nos comíamos aquel pan que sabía a gloria, junto con unos vasos de vino tinto, siempre acompañados por el humor sacrificado de Mediometro, el empleado que en 1936 se metió en la chimenea del horno de la jabonería para poder escapar de aquellos que entraron en la fábrica con las pistolas. Se salvó porque aguantó lo que sólo aguantan las telas de araña. ¡Cómo se reía cuando le comparábamos con ellas!

Aquel año, cuando terminó la campaña, hicimos una gran merienda y todos acabamos bastante calamocanos. Mi habitación del Jesús Obrero daba tantas vueltas que en toda la noche apenas si pude dormir.