Y como el tiempo no se detiene llegó octubre y de repente me encontré en el balcón del Ayuntamiento hablando a miles y miles de paisanos, contándoles lo que para mí era Zaragoza e intentando de alguna forma dignificarnos a todos. Acabé reventado y creo que fue la primera vez en la que sentí que el maldito cáncer estaba acabando conmigo: apenas podía hablar, me dolía hasta el alma y si soñaba sólo veía algo insoportablemente leve que se apoderaba de mí. Fueron días duros que se cerrarían con la claridad de Santander y con mi posterior ingreso en el Miguel Servet, esta vez con una neumonía atípica llena de rencor.
Pero yo había decido aguantar y sabía que después del pregón venía la ciudad de Santander, donde iba a recibir de manos del rey la medalla de las Bellas Artes. Mi hija Ángela, a la que no le gusta nada viajar, propuso que partiéramos el viaje en dos.
—Para ti será más cómodo, papá. El viernes dormimos en Labastida, a mitad de camino, y de allí a Santander no tenemos más que 150 kilómetros.
Cómo iba a decirle que no. Salíamos de Zaragoza un 25 de octubre y regresábamos un día 29. Apenas si tengo recuerdos del viaje: sí cuando pasamos por Haro y nos acordamos de Cristina Grande, que andaba sola y desorientada en esos días; también de la carretera y del silencio; del chorizo que habíamos comprado en Labastida y que me alimentó durante mis primeras horas en Santander. Sobre todo de Paula: serena y concentrada al volante del coche. A Santander llegué derrotado, más muerto que vivo y sólo el Hotel Real y la compañía de Ángela en aquella mañana de sol y bahía me pudieron consolar. Me sentía viejo, tan viejo como recordaba a mi padre. Mi hermano Manuel también estuvo conmigo aquellos días, porque quizá fue el único al que realmente sentí morir: a los sesenta años enfermó y en tan sólo unos días se nos marchó debido a un cáncer de estómago. Ahora estaba junto a Ángela en uno de los salones del Real y el sol que se colaba a través de las ventanas llegaba para recordarme ese otro sol que de niño tantas veces me acarició, mientras iba montado en el «canfranero».
—¿Estás cansado? —preguntó Ángela de repente.
Sus hijas, mi mujer y mi hija Paula —Ana no pudo venir— se habían ido a pasar el día al Parque de Cabárcenos.
—Sí —contesté.
Me tomó del brazo y me acercó hasta la habitación; después bajó la persiana y sé que se quedó un rato en el balcón mirando la bahía —siempre le ha fascinado el mar—. A los pocos minutos cerró la puerta y se marchó a dar un paseo: ella siempre ha soñado y cuando no ha podido soñar ha cerrado los ojos con más fuerza y ha reinventado los sueños. Sé que se marchó a soñar porque le dolía verme tan inválido; yo cerré los ojos e intenté dormir. Era imposible.