Final de trimestre

Antes de que terminase el trimestre, el colega mexicano, especialista en cine y que había venido a Francia a estudiar esa carrera, nos embarcó con gran entusiasmo en la movida de la Nouvelle Vague, que en ese momento estaba rompiendo la vieja manera de reflejar la imagen en la pantalla.

Dos películas arrasaban en aquel momento en los cines: El año pasado en Marienbad e Hiroshima, mon amour. No era nada fácil encontrar entradas y entre todos organizamos una fórmula que no podía fallar. María, mi alumna, que se había hecho compañera de la colega argentina, nos explicó cómo se podían conseguir esas localidades yendo hasta un barrio de las afueras donde las vendían con un pequeño superávit. Allí fuimos, conseguimos las entradas y tras ver la película de Marienbad iniciamos una larga discusión sobre la compresión de lo que se nos contaba allí.

La sesión de noche, en un cine diminuto, nos permitió ver con una sensación de malestar la película de Hiroshima. Durante días, y hasta que las vacaciones de Navidad se anunciaban en la Fac, las películas y las novelas de la nueva ola nos sumergían en grandes discusiones, hasta que alguien con alguna broma o una buena salida de tono, que colocaba la realidad por encima de tanta discusión metafísica, nos hacía olvidar a aquel tipo que iba por el balneario o a la chica que una y otra vez hacía el amor acordándose de la tragedia de Hiroshima.

—A los franceses —repetía el pequeño de los nicaragüenses— les encanta esto de la metafísica. Y cuanto más metafísica, mejor.

En ese momento dejábamos de enjuiciar las películas y pasábamos directamente al mundo metafísico de los franceses, que María negaba que existiera, poniendo como ejemplo a todos los grandes escritores de su país.

Y entre voz y voz, plano y plano, poetas hispanos y latinos, textos de Galdós y silencios agrietados por una historia que iba a peor, llegó el final del trimestre. El decano me dijo que otros años se hacía una fiesta pero que aquél, tal y como estaba todo, se había suspendido. Lo invitamos a la fiesta de la casa de América, donde con cuatro cuartos montamos una de champaña, unos exquisitos y abundantes montaditos, pasteles y tortas que preparó la argentina con María y con buen rollo, sobre todo muy buen rollo.

Al decano le costó olvidarse de la realidad de su tierra y de su memoria, pero poco a poco fue entrando en la fiesta; en un momento dado se puso a cantar aquella vieja canción, que asombró a todos, «Si me quieres escribir…», pidiendo perdón al final.

El lector portugués nos enamoró con un par de fados, y fue sobre todo la compañera argentina la que con Atahualpa nos llevó con los ejes de su carreta hasta ese otro mundo que creíamos posible.

De madrugada, amanecía ya cuando salí para mi casa, les anuncié que al día siguiente me volvía para España. Si alguno quería algo, no tenía más que pedirlo. Quienes nos pidieron la documentación aquella madrugada fueron los policías de siempre que al ver al decano se excusaron muy educadamente.

En mi buhardilla dormí hasta que el sol del mediodía invadió todo. Bajé al restaurante vecino y le pedí unos hors d’œuvre especiales, con huevo duro y jamón español. De postre un buen queso del Pirineo francés, un vaso de vino y un café. Me volví a la buhardilla a dormir de nuevo. El trimestre se había acabado y una sensación de vacío, de amistad y de amargura me venía cada vez que recuperaba las últimas vivencias.