La cotidianeidad

La vida en la Fac fue adquiriendo normalidad, ya que los pieds noirs dejaron de asistir a clase.

—¿Y los alumnos? —le pregunté un día al decano.

—Se han ido a la clandestinidad.

Durante aquellos días hablamos de Fortunata y Jacinta, me reuní en más de una ocasión con los amigos de Expósito y una tarde, con varios de ellos, fuimos a Marsella a oír a Brassens.

Mientras me sentaba en la butaca del teatro y esperaba que se iniciara el recital, me acordé del día en que en un ibón del Pirineo aragonés, en el de Estanés, coincidimos con unos geólogos holandeses. Después de comer, el más alto, el más rubio y el más holandés de todos sacó una vieja guitarra y cantó La mauvaise reputation. Me quedé asombrado y le pregunté por el autor: Brassens, me dijo. Y como luego anduvieron varios días más por Casa Marraco, aquel holandés siguió cantando las más divertidas y hermosas canciones de aquel tipo bigotudo, nacido en Sète.

—Es de los nuestros —me aseguró Expósito mientras se apagaban las luces.

Al final del concierto casi no podía levantarme del asiento, tan emocionado como estaba de lo que aquel tipo era capaz de hacer con una guitarra, una voz tenue, un contrabajo y, de vez en vez, con la presencia de un acordeón. Casi lloré por el ibón de Estanés, la nostalgia del recuerdo y la emoción frente al Gorila.

De regreso, apedrearon el automotor. Todo quedó en un susto, pero lo malo es que cada vez eran más los sustos.

Las clases seguían tranquilas, compraba el ABC y desayunaba con Expósito comentando la actualidad francesa y española. La policía republicana aparecía cada vez más nerviosa y cada dos por tres me solicitaban el pasaporte; una madrugada se llevaron de la casa a aquel muchacho alto que inauguró el retrete.

Un miércoles de los que tenía clase a las ocho de la mañana, me entretuve corrigiendo ejercicios con los alumnos. De repente escuchamos una fuerte explosión.

—Ha sido en el Bon repos —gritó alguien.

Salí corriendo y cuando llegué todo estaba patas arriba. Las ambulancias recogían algunos heridos.

—¡Expósito! —grité.

—Era nuestro destino —me dijo con enorme amargura. Dos días después asistíamos a su entierro y yo no pude retener las lágrimas pensando en la risa de Expósito, en sus palabras y en su forma de concebir el mundo.

La pena se me quedó grabada, mientras la normalidad lo inundaba todo y la Argelia argelina quedaba más lejos de lo que nosotros creíamos. Aix se fue llenando de latinos que venían desde sus países de origen a estudiar Derecho en Francia. Llegaban de Argentina, de Uruguay, de Chile y México; recuerdo que había dos hermanos nicaragüenses que sin saber palabra de francés preferían estudiar aquí que en España.

—En tu país hay demasiada dictadura —me aseguraban.

—Pero al menos entenderéis cuando os hablen del Código Civil o el Penal.

—Nos quedamos aquí.

Y toda una tarde anduve con ellos buscando un cobijo. Tenían dinero, pero tal y como estaba el ambiente los patronos y patronas franceses no querían gentes extrañas. Al final alquilamos un pequeño chalé próximo al del elegante lector de portugués y lo convertimos en la casa de América. Pocas veces salíamos de allí antes del alba y muchos días me iba directamente desde el «club» a la clase, donde cada día había menos alumnos, porque el miedo había alcanzado tal grado que eran pocos los alumnos que se atrevían a venir a las clases de primera hora. La clase del martes por la tarde también cambió y se convirtió en una recuperación de los grandes poetas contemporáneos españoles y americanos: desde Lorca a Vallejo, pasando por Hernández y Neruda. Estábamos en nuestra aula y creíamos que a nadie molestábamos.

Pero los «ojos y oídos» nos vigilaban y o bien los CRS —policía especial— o bien susurros temerosos hacían que nuestras vidas, que andaban alejadas de todo el follón que allí se estaba montando, no estuviesen tranquilas.

Una tarde los colegas de Expósito me invitaron a un acto en homenaje a nuestro amigo. Era en una de esas calles más habitadas por musulmanes que por franceses y al final, tras atravesar pasillos y más pasillos, llegamos a un pequeño saloncito donde escuchamos canciones de Leo Ferré y de Brassens.

Alguien, en francés, tomó la palabra para exaltar el valor de las gentes de la CNT que habían luchado en España y en África y ahora se veían atenazadas por un miedo sin sentido.

Me pidieron que hablase. Lo hice. Les expliqué mi experiencia con los alumnos pieds noirs y su dureza frente al sistema que Francia quería mantener.

Cuando estábamos escuchando a un jefe argelino clandestino, los gritos fueron subiendo por la calle y desde los balcones y ventanas las voces femeninas inundaban el aire con ese grito gutural tan típico de los pueblos de Marruecos. El jefe, que estaba hablando, salió por una especie de ratonera y los demás nos quedamos allí, esperando que, sucediera lo que sucediera, nos iba a tocar de frente. No pasó nada. Silencio.

—Venían a por él.

Esperamos que se hiciera totalmente de noche, me fui al «club» y les conté el suceso. Los hermanos nicaragüenses se pusieron a mi disposición y sacando dos revólveres que tenían escondidos en el interior de los colchones, me dijeron: «Con éstos no hay Argelia ni francesa ni argelina que valga». Y se echaron a reír. Yo también reí, pero la verdad es que con pocas ganas.