Eran cinco horas a la semana. Poco trabajo, aparentemente. Lo peor era que los lunes y los miércoles tenía las clases a las ocho de la mañana y salía de casa con todas las legañas del mundo pegadas a mis ojos. Dormido y sin ganas de nada atravesaba varias calles vacías —sólo un gato dormilón me miraba con tedio todas las mañanas—, cruzaba una pasarela por encima de la vía del tren y con las buenas luces del alba entraba en la Fac.
Desde los primeros días entendí las palabras del decano: había más alumnos partidarios de la Argelia francesa que de los otros. Y después de presentarme, de decirles de qué ciudad era, comencé a pasar lista —para conocerles, dije— y enseguida comprobé que todos los primeros o segundos apellidos de aquellos que defendían la Argelia francesa llevaban la impronta de apellidos españoles. Los descendientes de los españoles ocupaban las primeras filas de la clase y los estudiantes franceses se sentaban al fondo con cierto aire temeroso. O al menos eso es lo que me parecía a mí.
La clase transcurrió tranquila, porque los alumnos franceses dominaban muy bien el español y para los otros me dio la sensación de que había sido su segundo idioma. Discutimos si Galdós sí o no, pero el programa, les dije, es el programa.
—Usted lleva un periódico español —me dijo uno de los alumnos.
—Sí, lo compro casi todos los días aunque tiene un defecto, llega con una fecha de retraso —dije.
—Nos gustaría, si no hay nadie en contra, que la clase de la tarde, la del martes, la dedicásemos a comentar las noticias que le llegan a usted de España, respecto a los problemas que tenemos en Francia. Aquí hay mucha censura.
Miré a todos. Nadie dijo nada y quedamos que la tarde del martes la utilizaríamos para hablar de las noticias que traía el periódico, que curiosamente era el ABC.
Y con el ABC bajo el brazo, que adquiría los lunes y los miércoles en un quiosquillo próximo a la Fac, me iba a desayunar a un café, que más bien era un restaurante, pero que a esas horas de la mañana estaba muy tranquilo; se ubicaba en una placita próxima al Cours Mirabeau.
Pedía lo que siempre he pedido y el garçon me ponía el servicio con cierta mala leche. Un día, no pudiendo aguantar más, se lo comenté. Me respondió que él era exiliado, militante de la CNT, que había pasado demasiadas horas en cárceles y campos de concentración y que el culpable de muchas de esas desgracias que cayeron sobre España era el periodicucho que traía todos los días.
Poco a poco nos contamos nuestras vidas y, al cabo de dos días, cuando le expliqué que el periódico lo tenía como material de trabajo y que necesitaba que alguien como él me diese explicaciones y cobijos para entender lo que no entendía en las aulas, acabamos llevándonos bien y una tarde me invitó a asistir a una reunión de su grupo.
Eran españoles e italianos y algún francés. El análisis que aquella tarde hicieron del follón existente en Argelia y Francia —muchos de ellos habían hecho la guerra en el norte de África— me desveló muchas cosas que hasta entonces no entendía y que a estas alturas de la historia sigo sin entender: ¿hizo falta tanta brutalidad? ¿Hubo que asesinarse entre ellos? ¿No se podía haber llegado a un reparto, como decían mis colegas de la CNT, para que todos viviesen en una tierra fértil y productiva? ¿De dónde venía tanto odio? ¿Tantos siglos de odio?
Mi amigo, que se llamaba Expósito, aclaró:
—Desde que apareció por allí Cervantes.
Su amistad fue como una tabla de salvación porque en mi trato con los alumnos procuraba ser correcto y distante, hasta que una mañana una alumna que se llamaba María, una brillante estudiante que procedía de Lille, apareció enlutada y justificó las ausencias a clase en días pasados porque su hermano había muerto en el sitio de Orán.
Un denso silencio se agrietó aquella mañana y cuando fui a desayunar invité a María, invitación que rechazó.
—Esto —me dijo Expósito cuando le conté la violencia del aula— no tiene solución. Cualquier día andamos metidos en un enfrentamiento civil y tú y yo, que ya lo hemos pasado, sabemos la tragedia que es eso para un país.
—Mira lo que dice el ABC.
Y fuimos viendo las noticias que traía el periódico en contra de De Gaulle, tratándolo de asesino y traidor y exaltando de una manera increíble a los coroneles y a la organización clandestina de la OAS, ejércitos clandestinos de los pieds noirs.
—Sigue igual, con su misma ideología. ¿Y esto se lo vas a leer a los alumnos?
—Lo prometí.
Y fue curioso que aquella tarde, cuando fuimos a comentar las noticias, no asistió ninguno de los alumnos franceses y la clase se convirtió en un mitin en contra de los partidarios de que Argelia fuera un país independiente.
—Profesor —me señaló uno de los cabecillas—, yo no iría tanto con el garçon del Bon Repos. No es una buena compañía.
No entendí el aviso y tampoco quise añadir nada a la conversación.
Cuando de anochecida abandoné la Fac, adiviné demasiado tumulto por las calles que me llevaban hasta mi casa. En la puerta, la concièrge, cubierta con un casco de la guerra del catorce, me saludó amarga:
—Vienen los paracaidistas y yo voy a defender la República.
Efectivamente, en la radio las noticias eran cada vez más dramáticas y el silencio se extendía brutal por todas las calles. De vez en vez pasaban jovencitos gritando Argelia francesa y se perdían en la noche.
Creo que esa noche empecé a escribir un libro de poemas titulado Sonata ibérica. La nostalgia de mi país, con su dictadura y todo, era cada vez mayor.