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El lectorado

Mi padre había muerto en el año cincuenta y tres, pero la mala conciencia de tener que acabar de diplomático en cualquier embajada española seguía en mi memoria, y aunque había abandonado Derecho y acabado Letras, en cuanto tuve ocasión me enganché a la recuperación de los idiomas internacionales: estudié inglés —nunca supe nada— y a finales del verano del año cincuenta y siete, con veintitrés años, un amigo me ofreció la posibilidad de ir de lector de español a una hermosa y tranquila ciudad: Aix-en-Provence.

No sabía muy bien cuál era el papel del lector, pero hacía unos meses había tenido una larga conversación con mi hermano Miguel, en la que me explicó que debería ir pensando en preparar oposiciones a la enseñanza porque el colegio, tal y como andaba la economía, no iba a dar para mantener a tantos.

Quizá por detener el tiempo, decidí aceptar aquello de lector, sin saber muy bien en qué consistía y sabiendo que tantos días lejos de Juana —éramos ya novios— iban a ser duros. Tampoco me lo pensé mucho. Antes de ir me enteré más o menos en qué consistía y sobre todo supe que aquel año el programa se centraba en la obra de don Benito Pérez Galdós y sobre todo en su Fortunata y Jacinta. Volví a leerla.

Llamé a viejos colegas que me dieron una muy buena bibliografía y una vez más con el terrible maletón salí de la Estación del Norte de Zaragoza un templado día de otoño, nada más acabar las fiestas del Pilar. Como siempre, cené en Casa Marraco, estuve de cháchara con los hijos y con doña Josefina, que era el símbolo de resistencia de una España inconclusa, y como siempre me acosté más tarde de la cuenta. A la mañana siguiente, 25 de octubre, tomaba el tren que debería llevarme a Pau; un buen rato en su vagón restaurante y después de montar en uno de esos trenes circulares que venían desde Burdeos, tenía que coger el tren que me llevaría a Marsella. En el andén había muchos paracaidistas y mucha policía. Por dos veces me pidieron la documentación. No acababa de entender lo que estaba pasando en Francia.

Larga se hizo la noche, una noche repleta de susurros, ruidos opacos y alguna carrera que otra a través de los pasillos de la tercera clase.

—Se duerme poco, ¿no? —Se me ocurrió mirar a mi vecino.

—No son buenos tiempos para dormir tranquilo —respondió con aire fatigado.

Fuese lo que fuese, el silencio regresó oscuro al vagón del tren y hasta que la madrugada no iluminó suave la cortina de la ventanilla, no conseguí dormir. Cuando desperté, en el departamento no había nadie. Mire mi maleta: allí estaba; menos mal, pensé.

El tren se detuvo un buen rato en una estación y subieron varios camareros ofreciendo café y bollería. Les pregunté por mi vecino y me aseguraron que se había bajado en la estación anterior, en Toulouse. De pronto el andén se llenó de soldados, de paracaidistas, y se pusieron a entonar esas canciones que tanto gusta a un ejército como aquel que había hecho la Segunda Guerra Mundial, Vietnam y ahora andaba a líos con los argelinos. Fuese por las razones que fuesen, mi departamento se llenó a tope; por todos los lados macutos, mochilas, cascos y unos fusiles ametralladores que me produjeron cierto nerviosismo.

En el preciso instante en el que el tren se puso en marcha, cerraron la persiana de la ventanilla y se dispusieron a dormir, aunque de vez en vez abrían los ojos para darle un lingotazo a una botella de Calvados que escondían entre dos o tres colegas. A partir de ahí el viaje se hizo lento, más aburrido, y aunque no sabía muy bien por qué, más temeroso: quizá se debía a que los paracaidistas fueron perdiendo la euforia y se fueron quedando en silencio.

A mediodía, ya con un tantico de sol en las lomas suaves que apretaban al ferrocarril, el tren se detuvo de golpe y los soldados comenzaron a descender.

—¿Qué estación es ésta? —pregunté.

—Aix —me gruñó un sargento con cara de mala leche.

A toda pastilla agarré la maleta y bajé al andén.

Durante un buen rato las maniobras de los soldados no me permitían moverme. Desde una pequeña loma, unos muchachos se pusieron a gritar: «¡Argelia francesa!». Lo hacían de un modo desgarrado, mientras ondeaban de un lado a otro una gran bandera tricolor.

Cuando se marcharon los soldados, dejando tras de sí ese especial olor a caqui, pregunté por la dirección de un hotel que mi antecesor había usado los primeros días, ya que la cortesía francesa te dejaba al albur de lo que tú pudieses hacer para sobrevivir.

La primera noticia que tuve de mi nuevo destino fue un recado que me dejaron de la secretaría de la Fac —así se conocía familiarmente a la facultad—, en el que me decían que a la mañana siguiente, a buena hora, fuese para resolver todos los papeles administrativos.

Cansado como estaba, me tumbé en la cama y sin comer me quedé dormido. Los sueños se iban lejos, muy lejos, pero ahora lo que quería era descansar y olvidarme del lugar en el que estaba y de aquel otro que añoraba. No deshice la maleta, porque suponía que en aquella habitación iba a estar poco tiempo.

Como había descansado, me levanté temprano y en el mismo buffet del hotel me ofrecieron un buen desayuno. Pregunté por dónde andaba la facultad y allí me dirigí entre alegre y melancólico. A la entrada unas muchachas me preguntaron de dónde era; yo les dije que español y se empeñaron en venderme unas banderitas tricolores.

—Aquí nos gusta saber dónde está cada uno de los que vienen.

El vestíbulo estaba repleto de propaganda de Argelia francesa, y sin intimidarme mucho llegué a la oficina donde me recibirían para resolver el papeleo. Saqué todos y cada uno de mis expedientes, y de pronto vi que la secretaria se retenía la risa como podía: la causa era mi notable en la clase de religión de quinto de carrera.

—¿Es cierto?

—Ciertísimo. Si no me hubiese sabido las Bienaventuranzas ahora no podría presentarles la documentación completa.

Al oír la conversación y las risas, el decano salió del despacho, y con una sonrisa de oreja a oreja me invitó a sentarme. Mientras charlábamos de España, de la Guerra Civil, de la situación política en España, pidió a una secretaria que telefonease a la oficina de alquileres y que me fuesen reservando un piso céntrico y que no estuviese mal.

—Señor Labordeta —me dijo—, nuestra facultad y su Departamento de Lengua española han tenido una gran categoría, pero desde hace unos años, quizá dos o tres, nuestras aulas de español se han convertido en lugares para la polémica respecto a esta guerra, civil la llamaría yo, que está llevando a un enfrentamiento terrible a la sociedad francesa. Hemos sobrevivido a la Guerra Mundial, pero no sé si vamos a sobrevivir con cierta dignidad a esta masacre. ¿Usted conoce la evolución violenta de nuestras autoridades frente a los independentistas? Es durísima y el problema al que quería llegar es que más del cincuenta por ciento de nuestros alumnos son pieds noirs. ¿Entiende la expresión, verdad? En Argelia llaman así a los europeos porque utilizamos zapatos y ellos llevan como mucho unas buenas babuchas. Es una expresión despreciativa y que ahora los nacionalistas franceses, los que quieren que Argelia siga siendo francesa, la toman a orgullo. Ambas facciones son violentas, tanto los que quieren que Argelia sea independiente como los pieds noirs, y por ello le ruego que se mantenga, siempre que pueda, al margen de estos enfrentamientos. Explicar Fortunata y Jacinta puede alejarle de la polémica.

Nos despedimos a la manera francesa y me anunció que el 14 de noviembre me invitaba a comer en su casa.

—Le enseñaré fotos de los años que anduve en las Brigadas Internacionales —me dijo.

—Estaré encantado —le respondí.

Sin duda era una persona amable. Enseguida, un bedel me acompañó hasta una casa de bloques fuera de la universidad, en la que cada piso —diminuto— se había transformado en habitaciones estudiantiles. Me dieron el último piso: una amplia buhardilla circular con ventanas al levante y a poniente, con buen material para sobrevivir; tranquilamente fui deshaciendo la maleta siempre con el recuerdo de la nostalgia que habitaba en cada prenda.

Detrás de la puerta estaba colgada la tapa de un retrete. Descubrí que en los cuatro pisos de la escalera sólo había uno y a ése tenías que dirigirte con tu círculo del retrete, ese que había tras la puerta del apartamento. Durante varios días, por vergüenza torera, no me atreví a bajar al retrete, hasta que un día me crucé por la escalera con un compañero con aspecto nórdico.

—Buena mierda —me dijo. Sujetaba con fuerza su círculo y parecía contento.

—Buena —le contesté.

Una hora después estaba desembuchando tantos días de vergonzoso estreñimiento. El olor hizo que todos los vecinos abriesen las ventanas para poder respirar. Subí avergonzado a mi buhardilla y durante un buen rato anduve escuchando las voces que ascendían, cabreadas, por la escalera:

—¡Hay que ver cómo cagan los españoles!

Daba la casualidad de que las clases en la universidad no se iniciaban hasta el 2 de noviembre, al día siguiente de los Santos, así que los cuatro días que me quedaban de asueto los iba a ocupar en reconocer el territorio. Anduve por la pequeña ciudad que era una joyita: La Rotonda Junte, con la fuente de tres estatuas; Le Cours Mirabeau, antiguo paseo de carrozas y que ahora se había convertido en un paseo estupendo con la fuente de los nueve caños o la de agua caliente que, aunque en ese momento el clima era suave, en invierno, a causa de la diferencia de temperatura, se llenaba de vapor y el ambiente se transformaba como de ensueño.

Sabía que era la tierra de Cézanne y que la montaña que cerraba el horizonte había sido la obsesión de este gran pintor. Descubrí que en Francia el tiempo transcurre de forma muy diferente a España y a las doce del mediodía, tras haber arreglado los papeles y descubierto un sobre con una paga extra de octubre, decidí meterme en un foyer; tomé uno de esos entremeses que tanto me gustaban de mis viejos tiempos canfraneros, un vaso de vino, un café y me lancé a la aventura: Marsella a menos de una hora en un limpio automotor.

Al bajar en la estación de Marsella entendí que acababa de llegar a un país en guerra: la estación estaba llena de soldados y de ese material que puebla un país en conflicto. Por todas partes había gritos y entre los uniformes de los marineros —Toulon estaba allí mismo—, los parachutistes, los infantes de marina y algunos exóticos mandos, de pronto me sentí perdido sin saber muy bien qué dirección tomar ahora que la ciudad estaba abarrotada de militares y todas mis señas se reducían a La Canebière, la gran avenida que lleva directamente al viejo puerto.

Pregunté. Me indicaron no sin ciertas reticencias por mi acento y mi aspecto. Bajé al viejo puerto y me senté en una de las mesas que estaban levantadas en la terraza. Un camarero me dijo que aquello, ahora, era sólo para los oficiales. Me levanté un tanto mosca y como turista entré al interior de la Catedral Mayor para mirar el silencio semigótico y desenfadarme de la situación en la que me había visto envuelto. Había pensado sentarme en el viejo puerto, pedir una cerveza y ver el pequeño Mediterráneo: imposible. Me volví a Aix y en el camino hacia la estación pasé por delante de un teatro en el que se anunciaban conciertos de todos los grandes cantautores a los que yo admiraba desde hacía años. «El primer día que tenga tiempo me vengo; Brel y Brassens, los voy a oír en directo, lo juro, aunque no sea militar», me dije.