Edu murió en Navidad. Llamamos a Reyes para felicitarles las navidades y nos dijo que al día siguiente enterraban a Eduardo, que finalmente le dieron el alta y que había muerto en casa. No hubo más preguntas, yo me quedé sentado en el sofá, sin poderme mover y pensando que ahora, y por primera vez, el cáncer tenía un rostro, el de mi amigo Eduardo, que se marchó entre Año Nuevo y Reyes.
—Subiré al cementerio —me dijo Juana.
Yo estaba todavía muy delicado, vivía gracias al oxígeno, que se había convertido en mi única amante.
—No creo que pueda subir —dije.
—Ni se te ocurra.
—Despídete por mí —le dije.
Lo dije muy bajo, casi para que no me oyera.
—¿Cómo? —preguntó.
—Que le des un beso muy fuerte a Reyes de mi parte.
—No te preocupes.
No estaba preocupado, simplemente estaba desolado y sin fuerzas. Recuerdo aquel momento como un instante fijo y sé que jamás lo olvidaré: Edu y yo y los pájaros y el hospital. Tan pocos instantes y, sin embargo, toda una vida. Sé que necesito volar, marcharme a otro lugar en el que sin duda fui infinitamente más feliz, porque, y aunque el dolor y la muerte siempre han estado a mi alrededor, jamás, o al menos eso me había parecido a mí, lo habían hecho de una forma tan presente e irrespetuosa.