Como un veneno activo y duro

La segunda sesión de quimioterapia fue como un veneno activo y duro. Enseguida enfermé y pronto comenzaron los infartos pulmonares que dieron con mi cuerpo una vez más en el Hospital Miguel Servet. Entré por urgencias y pasé un día en un box, debido a que no había plaza en Oncología. Mi box no era como los box a los que estaba acostumbrado: una cortinilla que separa un habitáculo de otro. Mi box era una habitación con cama individual, baño y sin nada de luz natural, ya que estaba ubicado en la planta baja del hospital, y por ventana tenía un rectángulo abierto al cielo entre la pared y el techo. Allí pasé un día, esperando subir a la planta de Oncología. Los días de espera son siempre tensos, aquél fue más tenso de lo normal: la luz, el invierno y las visitas de Verónica con el rostro cada vez más duro, explicándole a mi hija Ángela que no entendía cómo había respondido así, que la quimio era una quimio normal, pero que las respuestas que daba mi cuerpo eran anormales. Me gustase o no tenía cáncer y por cuerpo no tenía más que el mío.

Fue a la mañana siguiente cuando por fin me subieron a Oncología: habitación 809. Mi vecino se llamaba Eduardo, un tipo magnífico que había sido operado de un cáncer de garganta. Aquellos fueron días especiales al lado de Edu, de su mujer, Reyes, y del hermano de Edu, un hombre que conocía todas las especies de pájaros que puedan sobrevolar el universo. Nos contaba sus historias y a través de la ventana nosotros imaginábamos paisajes que jamás habíamos visto. A Eduardo le costaba hablar, pero se esforzaba; sólo podía comer cosas líquidas, pero tenía humor y envidiaba mis comidas. Una mañana, no sé lo que le pasó, se puso malo, muy malo y yo pensé que se moría. Que se iba estando a mi lado y sin que yo, enfermo inútil, pudiera hacer nada. Grité, justo al tiempo que unas enfermeras entraban por la puerta y se abalanzaban sobre Edu. Entraron más enfermeras y médicos y al momento Edu volvió a la vida. Estaba agotado, ausente y aquella tarde me di cuenta que el momento que separa la vida y la muerte puede resultar escaso pero jamás imperceptible.

Edu se fue recuperando muy lentamente gracias a los cuidados de las enfermeras y a las palabras de su hermano. En un principio yo tenía que haberme quedado más días en el hospital que él, pero debido a esa recaída él tuvo que permanecer más tiempo.

—Ya te dije que te irías antes —susurró.

—Me quedaría contigo. Pero mejor, cuando los dos estemos fuera.

Nos intercambiamos los teléfonos y nos despedimos como dos buenos amigos. Yo le deseé suerte y él hizo lo propio. Cuando abandoné la habitación supe que no volvería a verlo y lo supe por su mirada y aquel último gesto que me envió. Sacudió su mano, diciéndome adiós con la vehemencia del que no quiere irse pero sabe que va a marcharse pronto. Creo que lloraba; yo también.