Eso es la quimioterapia…

La sala donde te suministran la quimioterapia es oscura, como casi todas las cosas que rodean al cáncer. Allí no hay Pedros, ni amigos, sólo unas horas detenidas en el tiempo en las que intentas no pensar en nada. Eso es la quimioterapia, eso y la rabia de saber que hay algo dentro de tu cuerpo, un intruso, que de alguna manera va a acabar jodiéndote.

Aquella primera sesión me quemó la garganta y me dejó sin fuerza durante unos cuantos días, pero salí adelante. La segunda sesión pudo conmigo y una tarde-noche del mes de noviembre la fiebre comenzó a subir y yo terminé en un taxi camino del Hospital Miguel Servet junto a mi mujer y mi hija Ángela. Entonces apenas sabíamos de nada. Esperamos y esperamos, hasta que a eso de las doce de la noche un médico de urgencia aseguró que tenía que quedarme ingresado: mis defensas no existían.

Aquélla fue la primera vez que me ingresaron en la planta de Oncología: habitación 807, y aquélla también fue la primera vez que me enfrente al cáncer reflejado en mi compañero de habitación, un hombre al que habían operado de estómago y que se encontraba en una situación muy delicada. Se llamaba Andrés y le gustaba fumar y decía que seguiría haciéndolo hasta que muriera. En aquellos días yo estaba bastante fastidiado y la verdad es que mi relación con Andrés fue muy escasa: él tenía dificultad para hablar y yo muy pocas ganas.

Los amigos fueron desfilando en esos días por la habitación 807 para intentar amenizar mi tiempo. Me acuerdo sobre todo de Miguel Mena; Miguel vino uno de los primeros y la tarde que pasé junto a él la recuerdo por dos razones: cogió una silla y se sentó al lado de mi cama para estar conmigo, junto a mí; después comenzó a hablarme de su vida. Normalmente con mis amigos hablo de política, de literatura, de fútbol, de Aragón, de las cosas que les pasan a los demás, pero nunca de las que nos pasan a nosotros mismos. Miguel encierra en su cuerpo una gran ternura y aquella tarde en aquella habitación de hospital me desgranó una parte importante de su vida, la que estaba padeciendo en aquellos días. Por unos momentos me sentí menos víctima.

Los días de hospital son largos y de eso iba a acabar sabiendo mucho. En aquella ocasión sólo estuve ingresado cuatro días, y la verdad es que la mayor parte del tiempo la pasé leyendo y escuchando la radio, que para mí siempre ha sido un lugar en el que refugiarme. Soy lector habitual de periódicos, pero la radio forma parte de mi vida, de mi infancia. Para mí es un tesoro que te permite no estar solo y eso en un hospital es fundamental, ya que los hospitales suelen ponerte la cabeza en un lugar cerrado del que es difícil salir: hay un orden circular que acaba convirtiéndote en un ser totalmente prescindible. Yo descubrí eso en mi primer ingreso y lo terrible es que lo he seguido experimentando en los demás: estás vivo, pero tu vida está detenida, también tu pensamiento. Son como ciudades dentro de otras ciudades, pero son ciudades en las que no se construye ni se transforma nada, sólo se espera: el alta o la muerte.