Días de Rusia

En julio de 2008 y a pesar del cáncer de próstata y de las incapacidades supuestas de la enfermedad, me apunté con unos viejos amigos de la universidad a realizar un viaje a Rusia, para navegar desde Moscú a San Petersburgo recorriendo los ríos y los dos grandes lagos: el Ladoga y el Onega. Fue una verdadera maravilla haber dejado ese año mi dolor a un lado y embarcarme en ese magnífico recorrido.

Todo comenzó bien: al llegar al aeropuerto de Moscú, el encargado de la agencia se me quedó mirando y me dijo:

—A usted lo conozco del programa Un país en la mochila. Estuve viviendo dos años en Zaragoza, aprendiendo español con sus vídeos y sus paisanos.

Y así empezó un estupendo viaje en el que nuestro medio de transporte a través de Rusia sería un barco fluvial, profundamente divertido, con unos camarotes suficientes que daban a un pasillo exterior y desde el que se observaba todo el paisaje.

Moscú me pareció descomunal y caótico. El tráfico resultaba desconcertante y los grandes rascacielos para superar a Nueva York eran definitivamente más ingenuos que atractivos, sobre todo los que se emplazaban en mitad de la ciudad universitaria. Hay zonas donde me quedé suspendido: el Kremlin, la ciudad roja —llamada así porque está pintada de ese color—, y en la que tantas veces hemos visto a las nomenclaturas soviéticas presidir los grandes desfiles de la URSS. Me quedé impresionado ante sus enormes dimensiones y cuando crucé la puerta y entré en su interior —la ciudad burocrática— las alucinaciones no hicieron más que sucederse. Es la demostración palpable del gran poderío de la Rusia de los zares, que seguiría durante la megalomanía de Stalin y su reinado, consiguiendo levantar un país destrozado por una guerra brutal y sangrienta.

Me emocionaron las estatuas —magníficas— de Gorki, de Dostoievski y sobre todo de un poeta heterodoxo, que se suicidó en París cuando vio que la revolución se hundía en las sangrientas manos de Stalin: Maiakovski. Y me conmocionó la grandeza del hotel donde Hitler pensaba celebrar la gran comida el día de la ocupación de Moscú: nunca se produjo.

Otro aspecto que me atrajo de Moscú y de sus habitantes fue el humor: al pasar por delante de la jefatura superior del KGB, policía secreta, la guía me comentó que ése era el edificio más alto de la ciudad. Lo puse en duda razonablemente, porque apenas si tenía cinco pisos.

—Desde aquí se ve estupendamente Siberia —aclaró.

Todos los que pasaban por aquellas «oficinas» terminaban en las lejanas prisiones del oriente de la URSS.

Ya he dicho que nuestro medio de transporte y nuestra residencia eran unas grandes barcas que contaban con una excelente tripulación. Una de las visiones más espectaculares se producía cuando el barco tenía que subir o bajar por las esclusas. Resultaba emocionante. Tras viajar toda la noche llegamos al pequeño puerto de San Petersburgo, ciudad que nada tiene que ver con Moscú. Se trata de una ciudad aristocrática, donde se palpa el lujo y donde los palacios y los canales se alternan para acoger al visitante.

De aquella ciudad varias cosas siguen en mi memoria: la habilidad de los artesanos rusos para, después de una guerra que todo lo había destrozado, levantar los palacios con la misma perspectiva que tenían antes de que los militares, por ejemplo de la División Azul, quemasen puertas y ventanas para sobrevivir al frío. Las fotografías del desastre están allí y hacen todavía más sorprendente la recuperación.

En San Petersburgo, cómo no, era obligada la visita al museo del Hermitage: un enorme palacio lleno de cuadros y sobre todo de público.

—No hagan fotos con flashes —repetían las guardesas, jubiladas militantes que se sacaban allí unos rublos de más. Los visitantes no les hacían ni caso y sacaban una foto tras otra con sus flashes. El museo, entre la multitud y las fotografías, es posible que dure unos diez o doce años: el futuro será la desaparición de los lienzos sucumbiendo bajo tanto vaho sofocante.

Hubo algo en aquel museo que me dejó maravillado y es que la zona dedicada a los maestros impresionistas tiene una atmósfera limpia, apenas hay visitantes y puedes ver a los grandes maestros con una tranquilidad envidiable: Monet, Manet, Cézanne, Gauguin, Matisse, Van Gogh. El descomunal Hermitage, que guarda a Rembrandt, a Goya, a Murillo, a Velázquez y a Leonardo, se me quedó en la retina y aún hoy si cierro los ojos casi puedo oler el espacio y disfrutar con el arte.

Otro de los lugares que permanece en el recuerdo es el palacio de Pedro o ciudad de Pedro, situado sobre una colina, a 29 kilómetros al oeste de San Petersburgo, y en el que los jardines, de una belleza ordenada y sin parangón, van descendiendo recogiendo entre su floresta fuentes impresionantes y estatuas de una gran belleza clásica. Todo ello se sucede hasta el mar Báltico.

Allí sentado de pronto me di cuenta de que frente a mí se encontraba Suecia, a la derecha Finlandia y sobre el atardecer me quedaba la comprensión, después de haber leído el libro de Gorki sobre su vida, de por qué un día, ante tanto lujo, el pueblo se echó al monte, acabó con los zares y asaltó el Palacio de Invierno. Demasiada belleza, demasiado lujo, demasiada pobreza y demasiada hambre para aguantar lo inaguantable.