En septiembre me matriculé en Derecho con varios compañeros del colegio. Las clases empezaban después de las fiestas del Pilar y de las pocas cosas que recuerdo de ese curso son las clases de Historia del Derecho Natural, que daba el rector de la universidad, don Miguel Sancho Izquierdo, y que creo que fue lo único que aprendí a lo largo de todos los años que estuve en esa facultad. De lo que más me acuerdo es de la inscripción que había sobre aquel libro, un texto en latín que decía «Initium doctrinae sit consideratio nominis» («El inicio de la doctrina sea el conocimiento del nombre»). Creo que siempre me quedé en el inicio de todas las asignaturas.
Mis estudios en la Facultad de Derecho llegaron a su fin durante el examen final de Derecho Penal con el decano señor Guallar, cuando le vinieron a avisar de que en la Facultad de Letras unos alumnos estaban dando una paliza al profesor Canellas, porque le acusaban de haberse pasado con una alumna.
A lo largo de aquella primavera mi padre había muerto y mi compromiso de estudiar Derecho se fue con él. Sin ningún remordimiento incumplí mi promesa y me matriculé en Letras.
La Facultad de Filosofía en aquellos años era siniestra, con tres únicos profesores que merecieran la pena: ellos y sus clases. El profesor Induraín, que insólitamente explicaba la novela norteamericana, Eugenio Frutos, que permitía el diálogo y la discusión, y el profesor Lacarra, que era un magnífico medievalista. El resto había alcanzado la cátedra por méritos de Guerra Civil.
Ante tan poca sabiduría como reinaba en la Universidad de Zaragoza, pronto dejamos de asistir a las clases y nos dedicamos a participar en la tertulia del café Niké, donde fundaríamos la revista Orejudín, gracias a la cual recibí una carta de Jorge Oteiza, exaltando el valor de esta humilde revista literaria.
En la facultad apareció un personaje muy interesante llamado Alberto Castilla, un verdadero enamorado del teatro. Con él montamos unas pequeñas piezas de Valle-Inclán; también quisimos hacer la lectura de A puerta cerrada de Jean Paul Sartre. Los dos fuimos citados en el Palacio Arzobispal para comunicarnos que de llevar a cabo esa lectura, seríamos excomulgados y que ya se había notificado esto al Colegio Mayor Universitario, donde iba a realizarse el acto.
No nos desanimamos, y pocos días después preparamos la lectura de Calígula, de Camus, donde el personaje de Cesonia lo iba a interpretar una compañera con una voz muy ronca que se llamaba Juana y que a mí desde el primer momento me recordó a Audrey Hepburn. A partir de ahí comenzaría mi época de novio.
Otra lectura que hicimos más adelante fue Esperando a Godot, de Beckett; al final de la lectura, un compañero que debía ser miembro del Opus Dei aclaró la obra diciendo que en realidad quien nos esperaba a todos era Dios. El gran éxito de Alberto fue atreverse a poner en escena La zapatera prodigiosa, de Lorca. Desde la Guerra Civil no se había representado a Lorca, y aquella noche en el Teatro Principal hubo un instante mágico, justo cuando, tras el éxito teatral, un foco se quedó iluminando la oscuridad de la escena. A la salida no había más que policía armada.
Alberto se marchó a Estados Unidos a estudiar teatro y yo me quedé en Zaragoza, para hacer las milicias universitarias en Castillejos, que, como dice Luis Goytisolo en uno de sus libros: «Mientras los catalanes se duchaban con champú francés, los milicianos aragoneses lo hacíamos con trozos de jabón Lagarto».
Durante unos días, coincidiendo siempre con el final del curso, mal uniformados, nos subían a unos descampados de la Ciudad Universitaria y allí pretendían enseñarnos a desfilar, a saludar, a ser buenos oficiales el día de mañana, día al que se llegaba después de realizar las milicias durante seis meses en el campamento de Los Castillejos —ubicado cerca de Salou y que tenía ese nombre en honor al reusense general Prim—, con largos días de agobio, de calor, de lluvia y en muchas ocasiones de cierta amargura y nostalgia de los tuyos.
Las milicias en Castillejos se hacían a lo largo de dos veranos: tres y tres meses cada una. Recuerdo el primer viaje: un buen día salimos de Zaragoza desde la estación del Portillo cantando la canción Volare de Domenico Modugno y que en esos días cubría todos los medios de comunicación. Después de una disparatada noche de viaje, en la que nos compramos varios kilos de melocotones en Caspe y a lo largo de la cual cantamos y bebimos como nunca lo volví a hacer, llegamos a Les Borges del Camp —entonces no se llamaba así— y en autobuses destartalados subimos a la gran explanada repleta de enormes tiendas de campaña donde nos ubicarían a unos doce aspirantes por agujero. Fue divertido, porque todos los que íbamos a convivir en aquel extraño lugar éramos del mismo distrito universitario, conocidos, y a veces muy amigos.
La verdad es que mi espíritu militar era muy escaso, así que un día fuimos arrestados dos compañeros y yo y enviados a una tienda de campaña que hacía el papel de calabozo. Cuando entramos, un sargento nos avisó de que no debíamos hablar con la persona que estaba dentro, separada de nosotros por unos bancos. Al llegar la noche encendió una linterna para comenzar a leer un libro: el Ulises de Joyce en inglés. Nos quedamos atónitos y sin decir palabra. Ni siquiera nos miramos. Sé que mi amigo me hubiera querido decir: «¿Estás viendo lo que yo?», pero ante la situación y tras la advertencia preferimos guardar silencio.
Durante las milicias nos daban unos permisos durante los cuales, atravesando los Monegros bajo un calor de fuego, nos llevaban a Zaragoza. Eran días de gloria; enseguida me vestía de paisano, me marchaba a la estación desde la que salían los trenes hacia Madrid y sobre las dos de la madrugada tomaba un tren repleto de viajeros y en el que apenas podías moverte. A eso de las ocho de la mañana llegaba a Sigüenza, donde me esperaba Juana, que era mi meta en aquellos tiempos. Esos días los pasaba junto a ella, paseando por La Alameda y disfrutando con la buena comida de Sabina, esa gran abuela y bisabuela.
Como pude, llegué a ser alférez de complemento y me mandaron destinado a La Seo de Urgell. Quien llevaba el mando de los alféreces era un coronel al que llamaban Caballo Loco, que quería que todos nosotros aprendiésemos a montar a caballo. A mí me dieron uno al que le faltaba el anca de la pata izquierda y cada vez que intentaba subir me arreaba una coz; me acerqué al coronel y le dije:
—Lo siento, pero yo no acostumbro a montar en animales irracionales.
Se echó a reír y me mandó arrestado durante un mes a un pueblo precioso que se llama Bellver de Cerdaña, que es el camino que abre el paso hacia el Puigcerdà y todo el Pirineo francés.
Al lado de La Seo de Urgell habían levantado un campamento de reclutas, donde teníamos que acudir a hacer durante un mes el trabajo de alféreces de la compañía; el resto de los meses que teníamos que permanecer como oficiales, siempre que no estuviéramos detenidos, vivíamos en una pequeña pensión en La Seo. Talarn, así se llamaba el campamento, estaba entre la novedad y lo inacabado y allí algunas noches los soldados que estaban castigados y que tenían que realizar trabajos en el campamento organizaban unos líos tremendos: gritaban al tiempo que tiraban el material de construcción, carretillas incluidas, lo que hacía que los cuerpos de guardia se mantuvieran alerta sin moverse, esperando que a aquellos les venciera el cansancio.
Como el batallón de La Seo era un batallón alertado, para que no sucediera lo que había pasado en la Guerra de Ifni, el trabajo era intensísimo y en Talarn todos los días teníamos que hacer marchas por las montañas que rodeaban este lugar. Al ser también un batallón de montaña, íbamos bien equipados; sin embargo, un día que tuvimos que hacer un ejercicio total para ver cuál era el resultado de la experiencia de aquellos soldados, el capitán general de Barcelona, un hombre pequeño y poca cosa que llevaba botas de montar, nos obligó a todos a cambiar las de montaña por esas otras. El espectáculo no se hizo esperar, ya que con aquellas botas lo único que sabíamos hacer era resbalarnos una y otra vez. Además, para ver nuestro avance nos habían puesto en la espalda unas fundas de las almohadas, de manera que entre las fundas y los resbalones la mañana fue ridícula y nosotros parecíamos manchas de nieve en mitad del monte. Eso sí: se hizo un desfile delante del capitán general, a la tropa le sirvieron paella y a nosotros nos invitaron a comer.
Una visita que recuerdo llena de ternura en aquellos días de desolación y angustia fue la de mi hermano Miguel con el poeta Fernando Ferreró. Yo volvía a estar arrestado y como no podía salir del cuartel, lo único que pude hacer con permiso fue comer con ellos en la cantina. Fernando contó mil expresiones de mi hermano, sobre todo aquella que protagonizó el día anterior en Barcelona cuando preguntó en un bar por la tauleta dels resultats. Parece que tuvieron que salir corriendo: el Barça había perdido en aquella jornada. Por la tarde se despidieron mientras yo me quedaba con mi nostalgia de los días de Zaragoza.
Recuerdo otros dos acontecimientos importantes de este periodo: un domingo a las tres de la tarde se convocó a los oficiales en el cuartel porque parecía que en el Pirineo navarro los maquis habían entrado y habían matado a un guardia civil; como la zona nuestra era un paso fronterizo muy sencillo de atravesar, rápidamente se organizó un sistema para controlar el posible paso de los supuestos maquis. Se designaron dos compañías, yo estaba en una de ellas; salimos al monte alrededor de las seis de la tarde de ese mismo día, montamos una larga hilera vigilando el frente y llenamos los matorrales con latas vacías, por si pasaban los maquis por las noches poder oírlos.
Los soldados de aquellas compañías estaban recién reclutados, llevaban muy poco tiempo y, por lo tanto, durante la noche se les oía quejumbrarse. Nosotros también nos hubiéramos quejado, pero no teníamos más remedio que aguantar y dar ejemplo. Por la mañana, con un frío intensísimo, recogimos el material y volvimos al cuartel sin habernos enfrentado a ningún maqui. Con el tiempo descubriría que aquellos supuestos maquis eran unos colegas de Zaragoza, a los cuales les pagó la revista Paris Match esta incursión, que en un principio iba a ser un reportaje fotográfico en el que ellos iban a convertirse en maquis durante unas horas. Finalmente acabó en tragedia.
El segundo acontecimiento fue el empeño en celebrar un gran desfile patriótico el 18 de julio en Barcelona. Fuimos en autobuses hasta Lérida, allí cogimos un tren que tardó aproximadamente diez horas en llegar a Barcelona, y una vez allí nos llevaron a un complejo de grandes cuarteles y durante varios días todas las mañanas teníamos que desfilar por el patio de armas para corregir y quedar los mejores.
El 18 de julio a las seis de la mañana se tocó diana, se mal desayunó y en formación nos llevaron al lugar donde iba a empezar el desfile, que fue un verdadero desastre, ya que la megafonía funcionaba muy mal, obligaba a cambiar el paso cada doscientos metros y el desconcierto acabó en cachondeo para unos y cabreo para otros. Ese día a los soldados no les dieron paella y a los oficiales tampoco nos alegraron con una buena comida. El bodrio había sido increíble.
Poco a poco septiembre se fue haciendo dueño del paisaje y uno de mis compañeros, de Bilbao, seguía convencido, después de los cuatro meses que llevábamos en aquella casa de patrona, siempre que no estuviéramos detenidos, de que la señora se llamaba Mane, porque así contestaba su hija a las llamadas de su madre. Intenté convencerle de que se llamaba doña Montserrat, pero como buen bilbaíno me dijo que no, que si su hija la llamaba Mane, es que se llamaría Mane.
De aquella experiencia de milicias saqué fundamentalmente la idea violenta de los campamentos de reclutas y, como estábamos cerca de Andorra, una docena de platos de la marca Duralex.