Aquellos dos primeros viajes a París y Francia me supieron a poco, así que el verano del cincuenta y dos, con diecisiete años recién cumplidos, decidí tirar la casa por la ventana. Había aprobado el Examen de Estado, por los pelos, y con cuatro cuartos y un enchufe para el Colegio Español me largué unos días al sueño literario-erótico, que era París.
El viaje no lo hacía yo solo: mi amigo Manolo Sopeña venía conmigo. Decidimos hacer el viaje siguiendo las comunicaciones a través del Pirineo, así que de buena mañana estábamos en la vieja Estación del Norte en la que el tren, ahora un automotor, comenzó a deslizarse suave.
No había angustia de humo ni de carbonilla. Todo era más tranquilo y pasar bajo los Mallos de Riglos o casi acariciar las aguas del pantano reverdecían de pronto tantos recuerdos, que de golpe me sentí ya como viejo.
Pasamos la aduana casi vacía, y allí subimos al tren que debía conducirnos hasta París los dos colegas y un hombrecito pequeño, tímido, con una mochilita y un silencio aprendido. Nada más arrancar se nos presentó y nos dijo que se llamaba Pedro; enseguida le ofrecimos algo de comer, pero se excusó; dijo que no tenía hambre, algo que dudamos razonablemente.
—¿Va a París? —le preguntó Manolo.
—Voy a Estocolmo. Soy zapatero y como aquí no hay trabajo, mis colegas esperantistas me han ofrecido uno en Suecia.
—¿Es usted esperantista?
—Sí, aunque en España no estamos bien vistos.
Le hablamos de un colega cuyo padre era uno de los jefes de esperanto, o al menos eso creíamos nosotros, y el hombre se alegró de poder viajar hasta París en compañía de personas de las que se podía fiar. Así lo expresó. Al llegar a Pau un grupo de personas que portaban una pancarta se le acercaron y se pusieron a hablar en aquello que sin duda era esperanto.
—¿Y os entendéis?
—Perfectamente.
E igual recepción le hicieron en Burdeos y, al final, en París. Al despedirnos nos dio un gran abrazo y nos deseó mucha suerte. Nosotros hicimos lo propio. Manolo y yo abandonamos la estación convencidos de que París nos iba a ofrecer miles de oportunidades: estábamos pletóricos. Pero París era París y nosotros unos provincianos a los que todo nos sorprendía. Con bastante esfuerzo conseguimos llegar al Colegio Español de la Ciudad Universitaria.
Más que un colegio para universitarios aquello parecía un lugar para recoger alumnos asustados ante la vorágine de la ciudad. Todo estaba controlado por la dirección: la entrada, la salida, el desayuno, la limpieza de la habitación y la utilización de los baños. Nada quedaba al «libre albedrío» de aquella dirección que todos suponíamos era adicta al Régimen y a la que atemorizaba cualquier actitud que fuera contra la ideología dominante.
La primera mañana decidí bajar hasta el centro de la ciudad y ver el Sena, los bouquinistes, el café de la Flor y toda la literatura de Saint Germain des Prés. Así que tomé el metro, algo que para alguien de la Zaragoza de los cincuenta imponía respeto y cierto miedo. A esas horas de media mañana y en plena canícula los vagones iban casi desiertos. De golpe un ciudadano me llamó la atención: podía ser un obispo cufi con ramalazos albaneses y ciertas gotas de predicador combatiente.
De repente el hombre aquel se me quedó mirando y me dio una extraña bendición. Miró de nuevo y una segunda bendición, luego una tercera y hasta una cuarta. Como el vagón se iba quedando vacío, yo por si acaso me bajé en la siguiente estación. Cuando el metro desapareció el tipo de las bendiciones vino hacia mí. Yo corrí, corrí. Él hizo lo propio. Me fatigué y finalmente paré sabiendo que el esperpento valleinclanesco estaba a mis espaldas. El tipo se acercó hasta mí, se levantó la mantilla morada que le tapaba la cara, yo estaba temblando, hasta que un grito iluminó mi rostro y detuvo mi miedo: «¡Luis García Abrines!», exclamé. Luis era íntimo amigo de mi hermano Miguel, y como todos los jóvenes de aquel momento se había trasladado a París buscando algo de libertad.
Luis era el más surrealista de todos los surrealistas aragoneses; editor del manual de guitarra de Gaspar Sanz, creador del libro Así hablaba el profeta en sus palabras y de magníficos collages. Resulta difícil olvidar las disparatadas clases de teoría militar que daba a sus subordinados durante sus años de oficial de complemento. Les explicaba la teoría del chusco, que era así: «Chusco, bichusco, trichusco y chubasco»; luego les preguntaba:
—A ver, ¿cuántos chuscos hay en un trichusco?, ¿y en un chubasco?
Les hacía enloquecer. En otra ocasión sus alumnos y él mismo recibieron a un general a la pata coja; fue tal el desmadre que finalmente decidieron mandarlo castigado a Mahón.
Poco a poco se fue quitando todos los disfraces y se empeñó en que fuéramos a comer a un foyer, porque él sabía falsificar los carnés que necesitaban los estudiantes, y yo no tenía, para comer en esos restaurantes. Como no podía ser de otra manera nos echaron a la calle y a partir de ese instante París se hizo sueño y delirio en compañía de aquel tipo, ahora perdido por Yale.
Abandoné o me abandonó, no recuerdo muy bien, a Luis García Abrines. Ya por la tarde Manolo y yo nos encontramos a un compañero que se iba a Suecia haciendo autoestop; nos explicó que iba a pasar unos días duros y se empeñó en dormir con nosotros en el Colegio de España. Nosotros sabíamos que aquello estaba totalmente prohibido, pero por amistad y cachondeo acabamos durmiendo los tres en la misma habitación, que era tan suficiente como antigua. A las tres de la madrugada, cuando estábamos acariciando el más bello sueño, apareció un vigilante, nos despertó y a gritos nos comunicó que después del desayuno nos recibiría la dirección, que por él nos echarían ya, pero que él no era la dirección. Desapareció sin decir nada más y dejándonos en el más puro abandono.
A la mañana siguiente la dirección nos dijo que quedábamos expulsados del colegio, que ya conocíamos las razones. El autoestopista arrambló con un par de bollos del desayuno y puso dirección a Suecia; Manolo decidió volver a España porque le esperaban amores; yo había quedado a comer con un pintor español llamado Ricardo Santamaría, que cuando le conté la anécdota, además de no parar de reírse, me ofreció que los últimos días de mi estancia en París los pasase en una pequeña buhardilla que él tenía. Santamaría era un excelente pintor constructivista, que pertenecía a una generación que se perdió en la nebulosa zaragozana por falta de apoyos.
París para mí fue finalmente un París bohemio, porque Santamaría tenía la buhardilla en el centro de Saint Germain. Aquellos días pasé por la librería española, anduve por sus calles, visité la Torre Eiffel siempre desde abajo porque no tenía dinero para subir y reconozco que ese entramado de hierros sobre mi cabeza todavía hoy me hace recapacitar sobre la belleza de la arquitectura; también visité el Louvre en los días que era gratis y sobre todo me aburrí de comer cassoulet: en casa, en la calle.
Un día me cansé de París en agosto y a las diez de la noche tomé un tren en Austerlitz, que me llevó hasta Pau; allí cogí el de Canfranc y pasé dos días comiendo y durmiendo en casa de los Marraco, para recuperarme de tanta cassoulet y tanto París de turistas. En agosto París quedaba desconocido, así que me prometí que volvería otra vez. Lo hice en varias ocasiones, pero quizá mi recuerdo más hermoso de París queda fijado a mi familia, cuando con mi mujer y mis hijas nos marchamos para celebrar en la ciudad de la Torre Eiffel el noventa cumpleaños de mi suegra. Aquella vez nos metimos París en el bolsillo.