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La realidad disfrazada

Octubre de 2007 iba a ser un mes desigual.

Por un lado, empezaría con las jornadas de radioterapia, que ahora simplemente se me antojan como un mal tatuaje sobre la piel y, por otro lado, me reencontraría con Pedro, un hombre que ha sabido convertir el tiempo en su tiempo y dedicarse a ser dignamente feliz.

Las sesiones de radioterapia, a diferencia de la quimio posterior, tienen un elegante prólogo, que quizás es de las cosas que más me sorprendió. Un día te citan en el hospital y te marcan el bajo vientre con puntos, delimitando de esa forma el lugar exacto en el que posteriormente se detendrá la máquina para intentar quemar el tumor. Me gustó lo de los puntitos: era como marcar un mapa del tesoro, pero sabiendo que no hay ningún maldito tesoro que encontrar. Sólo la bestia, esa a la que tienes que enfrentarte todos los días.

Aquella mañana mientras bajaba del hospital con mi mapa del tesoro disimulado bajo una camisa nueva, recordé los años en los que Juana me decía que debía mirarme la próstata. Ella empezó a insistir cuando sexualmente me convertí en un hombre distante y aburrido. A menudo pienso en lo que habría pasado, y cuanto más pienso menos intento pensar, ya que resulta fácil imaginar que si me hubiera mirado la próstata, seis años antes por ejemplo, quizás ahora no estaría como estoy. Pero ésa es otra historia y no hay mal más cobarde que hablar de lo que no supimos o quisimos hacer. Yo no quise o no pude enfrentarme a aquel miedo que luego, y poco a poco, fue convirtiéndose en rutina.

A los pocos días de las marcas en el vientre, comencé las sesiones de radioterapia, que se prolongaron durante cuatro semanas. Todos los días tenía que subir a la Clínica Quirón de Montecanal y todos los días me sentaba en la misma salita de espera, hasta que pronunciaban mi nombre. Era un hospital muy limpio, muy callado, muy silencioso. Lo de la radioterapia era como un oficio, con sus horarios, y sus compañeros casi fijos. Allí conocí a gente diversa: mujeres que arrastraban con gran dignidad su cáncer de mama y hombres que, como yo, peleaban contra un cáncer de próstata invisible e indoloro. Pero sobre todo me reencontré con Pedro.

Él y yo nos conocíamos de la vieja taberna que regentaban sus padres, que era una tasca enorme detrás de lo que es la catedral de la Seo de Zaragoza, en la zona diríamos más recóndita de la ciudad. En esa Zaragoza de edificios aristocráticos, hoy convertidos casi todos ellos en oficinas de la CAI o de Ibercaja, existía un lugar realmente asombroso: era un espacio grande, enorme, con unos reservados arriba, más bien unos pequeños palcos abiertos, donde subíamos mucha gente a tocar la guitarra, a cantar. Allí conocí a Pedro hace miles de años. Luego le perdí la pista, pero supe que se había hecho profesor de guitarra en la Escuela Oficial de Jota de Zaragoza y había enseñado este oficio a muchos jóvenes, algunos de los cuales me han acompañado a lo largo de los años en mi oficio de cantautor.

Pedro es, como digo, un personaje de novela, un ser maravilloso, un hombre inocente que te cuenta su vida con una alegría tremenda. En aquellos días y en aquella salita me contó miles de cosas; me habló de su mujer, de la que se había separado. Ella le dijo, al enterarse de lo de la próstata, que «eso le había pasado por malo»; sin embargo, en lugar de abandonarlo, se dedicaba a hacer la limpieza de la escalera de la casa en la que vivía Pedro —supongo que todavía lo hará— y todos los días le dejaba algo por ahí para recordarle que ella existía.

Pedro es un hombre que a pesar de la próstata sigue teniendo una vida sexual bastante activa; me contó cómo resolvía su problema y su manera de resolverlo era fascinante. Lo siento, pero no puedo contarlo, porque era algo tan personal que no sé si Pedro me dejaría. Con él pasé ratos maravillosos y él, sin duda, ha sido una de las pocas cosas buenas que me ha traído esta enfermedad. Pedro tiene una alegría enorme por vivir y además resuelve los problemas de la manera más compleja y a la vez menos dañina: él vive como siente y quiere, y las dos cosas las hace a lo grande.

Las sesiones de radio acabaron a finales de noviembre y en un primer momento las eché de menos. Echaba de menos a Pedro y ese tener que hacer algo de forma diaria y rutinaria. En aquel momento yo todavía era diputado en el Congreso, pero a raíz de la enfermedad y el posterior tratamiento tuve que enviar la baja médica, porque lógicamente no podía estar ni asistir. Fue una situación extraña, y a raíz de la presentación de la baja en el Congreso, todo el mundo, o casi todo, se enteró de mi cáncer de próstata. Me llamaron amigos de la política: Rubalcaba, Gallizo, Guerra… y todos me dieron ánimos. Los necesitaba porque mientras yo me radiaba, mi suegra, Sabina, andaba por Tarragona dejándose tentar por la muerte. Mi mujer iba y venía y supongo que padecía tanto que apenas si sonreía. Al final sucedió: la madrugada del 8 de diciembre Sabina se marchó como había vivido, silenciosa y sin molestar. La enterramos en el cementerio de Torrero en Zaragoza, en un luminoso día de diciembre, acompañados de todas aquellas personas que la habían querido.

Juana y su hermano Luis estaban deshechos; también mi sobrina Yara y mi hija Paula, y no era para menos: durante muchos años Sabina nos había mantenido unidos, sin sentir miedo. Quizá porque ella nunca lo tuvo y si alguna vez lo sintió lo estranguló en lo más profundo de su ser. Había que sobrevivir y eso era lo único que ella podía hacer: sobrevivir y luchar.

De aquel día recuerdo muchas cosas: las lágrimas de Elena, la mujer que cuidó a mi suegra y a mis nietas durante unos cálidos años, mientras permanecía abrazada a mis hijas; los rostros de nuestras vecinas, «las Mintes», como familiarmente las llamamos: estaban asustadas como dos niñas pequeñas. También estaba mi hermano Donato, que en un momento dado se acercó y me dijo:

—¡Cómo se nota cuánto la queríamos todos!

Y era verdad. Nadie estaba por estar. Todos estábamos allí para decirle adiós, para explicarle que la íbamos a echar de menos y que, sin embargo, e inevitablemente, la habíamos dejado marchar. Enterramos a la abuela el día que mi mujer cumplía sesenta y ocho años y con el dolor pegado al cuerpo nos marchamos a comer una paella: la vida siempre tira de nosotros.

Por aquel entonces ya había acabado las sesiones de radio y las noticias eran buenas: el PSA había bajado. Sin embargo, todo fue una quimera, ya que esas tres letras que de una forma tan indigna se habían pegado a mi vida iban a permanecer escondidas y, como un astuto político, volverían a aparecer con fuerza e indicadores renovados.

Los meses pasaron y la Navidad se nos antojó aquel año distante y fría. El día de San Valero, patrono de Zaragoza, volví de nuevo al Hospital Miguel Servet: esta vez la culpa la tenía una piedra en el riñón que me hizo temblar y sudar al elevar mi temperatura corporal a más de 39 grados. Todavía estaba en manos de los urólogos, no de los oncólogos, así que me ingresaron en la planta de Urología: jamás he visto planta más familiar. Los enfermos pasaban de una habitación a otra y te contaban sus experiencias: yo siempre pensé que lo de las piedras en el riñón era una cuestión insignificante; allí comprendí que no.

—¿Y a ti que te pasa, Labordeta? —me dijo uno de aquellos enfermos.

—Una piedra en el riñón —respondí—, pero parece que está en un mal sitio.

—Eso es muy jodido.

Aquel tipo retenía a la altura del riñón una bolsita en la que quedaba depositada su orina.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Ves esto? —me dijo, señalándose la bolsa—. Mi piedra también estaba en un mal sitio, quisieron quitármela mediante cirugía, pero la muy perra se escapaba una y otra vez: son tan pequeñas que a veces resulta imposible. Ahora simplemente tengo que esperar atado a esta bolsita a que por sí misma se deshaga. Llevo aquí más de un mes y creo que, como no salga, pronto me volveré loco.

—¡Joder! —exclamé—. A mí también quieren operarme.

—Pues que dios te coja confesado, porque si no ya sabes: días y más días de hospital.

Le di las gracias por la información y me quedé absolutamente desconcertado. Entonces me di cuenta de que aquel tipo no era el único: en aquel pasillo había muchos tipos viviendo pegados a una bolsita.

A las ocho del día 30 de enero me bajaron a quirófano para quitarme la molesta piedra. Mientras me bajaban a través de los ascensores, tumbado en la camilla, sólo podía pensar en mi colega de planta y soñar con que mis cirujanos sí que iban a atrapar la piedra a la primera.

Como anestesia me calzaron una epidural, que para mí no fue nada traumática. Apenas si la noté. Enseguida empezaron a hurgar y al cabo de unos diez minutos escuche: «Aquí está». Respiré aliviado, imaginando el tamaño de la piedra. La piedra, os aseguro, no era tal: era una arenilla minúscula.

—Vaya —exclamé—, tanta algarabía por algo tan pequeño.

—Pero no sabes el quebradero de cabeza que nos llegan a provocar.

—Por lo que he visto hasta ahora, me lo imagino.

Yo, de momento, me había librado.

Me subieron de nuevo a la habitación. Estaba francamente cansado, porque eran ya algo más de las diez de la noche y llevaba todo el día de un sitio a otro con pruebas y más pruebas. En aquel instante, mientras el ascensor se desplazaba desde los quirófanos hasta la planta de Urología, sentí un enorme vacío, provocado por la ausencia que acaban dejando en uno los hospitales. Es cierto que a lo largo del día son como pequeñas ciudades, pero al caer la noche se convierten en lugares de sueños y pena. Yo en ese instante tenía más sueños que penas: esperaba salir pronto de aquel lugar, tenía en mente escribir un libro que iba a titularse Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados y tenía unas ganas enormes de besar a mis nietas. A lo largo de estos años en mis estancias de hospital es lo que más he echado de menos.

El ascensor abrió sus puertas y allí estaban Ángela y Paula, esperándome. Mi mujer estaba en la habitación; aquel día sentí que las cosas iban a ir más despacio y que por mucho que yo quisiera en esta ocasión no era dueño de las circunstancias: las circunstancias me iban a ir ganando. Me entraron unas inmensas ganas de llorar.

—¿Qué tal, papi? —me preguntó una de mis hijas.

Esbocé media sonrisa y me retorcí bajo las sábanas. Quería dormir.

Aquella noche fue larga porque hubo mucho movimiento en la planta de Urología: a las cinco de la mañana tuvieron que intervenir de urgencia a mi compañero de cama. Vi cómo se lo llevaban, le dije hasta pronto y me quedé pensando en mis cosas, deseando que las cosas nos fueran bien a todos. Mi mujer intentaba dormir, pero resultaba casi imposible. Yo no tenía ganas de hablar y de nuevo permití que mi memoria me jugara una mala o buena pasada; todo dependía del lugar de mi pasado al que quisiera llevarme.

Mientras la memoria iba y venía, decidí que ahora que era un enfermo, quizás era un buen momento para descansar. En ese instante decidí que la mejor forma de descansar sería desactivar el móvil: en mi caso el móvil siempre suena. Luego recapacité: ¿cómo iba a vivir sin móvil?, me pregunté. No tardé mucho en tener la solución: iba a utilizar un móvil que tenía guardado, al que llamaría teléfono prostático. Dicho número sólo se lo pasaría a mis amigos, a los de verdad, a esos con los que me gusta hablar. El otro móvil simplemente estaría en silencio.

Me quedé mucho más tranquilo. Fue entonces cuando vislumbré el lugar al que mi memoria iba a llevarme: desde Francia a París.