Canfranc

Mi padre, que siempre gustaba de pequeños gozos, descubrió un día que convenía alejarse de vez en cuando del pequeño tinglado del colegio, y dejando a mis hermanos mayores de sustitutos, decidió, nunca supimos por qué, que aquel verano del cuarenta y dos íbamos a pasarlo en un pueblo del Pirineo, fronterizo con Francia, y con una hermosa e increíble estación internacional que se llamaba Canfranc.

Buscó una fonda y dio con Casa Marraco, un espacio entrañable, cuyos propietarios se convertirían a partir de aquel verano en un apéndice de nuestra propia familia.

A las tres de la tarde del día 1 de agosto de 1942 salió el tren de la Estación del Norte, situada en la orilla izquierda del Ebro y con una hermosa marquesina de las que todavía quedan en las viejas estaciones; recuerdo que al abandonarla sentías cómo el sol te fatigaba y te dejaba sin aliento. Ya en el tren echamos los toldillos; nos apretujamos en los asientos de segunda y esperamos a ver qué pasaba en aquel primer viaje hacia las tierras del norte.

Para ir hasta allí, entre la dramática situación política que se vivía en España y el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial que andaba acariciando las orillas mismas de la frontera, se necesitaban unos salvoconductos, de enormes dimensiones y con la bandera española impresa, que a mi padre se los concedía personalmente el jefe de la policía, que había sido su alumno.

—Miguel —le dijo—. No se os ocurra pasar a Francia, que las cosas andan muy revueltas.

Mi padre le contestó que no se le había perdido nada en Francia, que sólo quería monte. Luego se rieron los dos y a mí me preguntó:

—José Antonio, ¿quién va a ganar la guerra?

—Los alemanes —contesté rotundo. En aquel tiempo mis froilanes también estaban convencidas de eso.

Para llegar a la estación había dos medios: un taxi, en el que iban mi padre, mi madre y las maletas, y un autobús, llamado el Despacho Central y que se contrataba un día antes, y en el que montábamos Teresa y mis hermanos, además de un cajón de madera que mi madre llenaba de comida para que el hambre no nos hiciese mella. Y así, metidos en aquel autobús, recorríamos media Zaragoza antes de llegar a la estación.

Al llegar a la estación se bajaban los bártulos y un mozo cargaba con todo hasta la vía donde se encontraba nuestro tren y nuestro vagón. Resultará extraño, pero esta misma operación la hice con mis padres y mis hermanos Luis y Donato durante casi diez años.

Aquel 1 de agosto de 1942 salimos de Zaragoza sobre las tres de la tarde, más bien con retraso, y sobre las nueve, ya con las luces de la hermosa estación de Canfranc iluminando el lugar, llegamos entre agotados, sucios de carbonilla y tremendamente felices ante la expectativa de treinta días de no hacer nada.

Seis horas de viaje no nos parecieron ni mucho ni poco, resultaba habitual en aquella España del retraso y de la desidia, y si querías viajar tenías que estar dispuesto a echar horas sin valorar el tiempo. Todo el mundo se cargaba de paciencia y de alimentos, y uno siempre acababa haciendo compañeros de viaje, con los que matabas el tiempo y el hambre comiendo de todo lo que había en los cajones.

Nuestro caso no era así: en aquel viaje y en todos los posteriores ocupamos un departamento completo de segunda clase en el que íbamos mis padres, mis hermanos y Teresa.

Nada más salir de la estación el tren atravesó unos grandes almacenes y una importante factoría. Más adelante pasamos frente a unas casas humildes pertenecientes a los empleados de la Renfe y de golpe, el campo, la extensión de un campo casi infinito que se perdía por las orillas del río Gállego —aquel que decían los romanos venía de la Galia—. Durante ese tramo mi padre nos pidió tranquilidad, ya que el calor era bastante insoportable y nuestros continuos juegos todavía agitaban más el aire ya de por sí denso.

Las cortinillas totalmente echadas apenas si podían evitar el sol de poniente que, poco a poco, iba ocupando su lugar. Un tipo abrió la puerta e intentó vender alguna bebida. Tras él el revisor, que en ese primer viaje y en todos los demás saludaría a mi padre, porque habían estudiado juntos en el seminario de Belchite y eso no se puede olvidar.

Recuerdo que en aquel primer viaje se abrió la puerta de forma brusca y apareció un policía, con su chapa en mano y acompañado por una pareja de la Guardia Civil. Mi padre le dio toda la papelería y durante un buen rato el funcionario repasó una y otra vez los documentos mirando las fotos y a cada uno de nosotros con aire un tanto inquisidor. A Teresa le hizo una serie de preguntas un tanto impertinentes a las que ella no supo qué responder. Entonces intervino mi padre explicando la situación de la muchacha.

—¿Adónde van de residencia? —preguntó el policía.

—Fonda Marraco —contestó mi padre.

Sin más cerró la puerta. Luego, durante días y días a lo largo de las vacaciones, él comería en la misma sala que nosotros. Ni un buenas noches, ni nada.

En un momento del viaje mi padre nos pidió que subiéramos las cortinillas y contemplásemos hacia el norte el perfil increíble del gran castillo de Loarre, y con la parsimonia que le caracterizaba en esos días de vacaciones, nos fue contando la historia completa de ese gran castillo que, levantado al frente de la Sierra de Guara, controlaba toda la llanada oscense de esa zona durante la Edad Media.

De golpe el tren comenzó a detenerse, provocando que sus ruedas chirriasen en la frenada.

—Señores —sermoneó mi padre—, hemos llegado a Ayerbe. Aquí el tren va a parar un buen rato y hay una pequeña cantina donde dan unos excelentes bocadillos. ¿Quién me acompaña?

Bajamos mi padre, mi hermano Donato, Teresa y yo. Luis no quiso y mi madre se puso muy nerviosa imaginando que perdíamos el tren y que ella tenía que seguir sola con mi hermano.

En la cantina vendían bebidas y sobre todo unos grandes bocadillos de tortilla de patata encerrados en unos panes que recordaban a los chuscos de los militares. Compramos dos, los partimos para los cuatro y regresamos al vagón con un par de gaseosas de pito. Mi madre respiró tranquila y hasta aceptó un buen trozo de cada uno de los bocadillos de sus hijos pequeños.

Finalmente el tren comenzó a moverse y mi padre nos fue contando por qué lugares estábamos pasando: los Mallos de Riglos, espectaculares formaciones geológicas y el Pantano de la Peña, cuyas orillas acariciaba el tren. A mí me pareció, no sé si en ese viaje pero sí en los posteriores, como si estuviésemos a las orillas de esos lagos suizos, donde siempre tienen lugar las mejores aventuras policíacas.

Me había dormido cuando un nuevo frenazo me despertó: habíamos llegado a Jaca. El andén se llenó de militares y de gentes con aspecto de veraneantes. Mozos de equipaje recogían los bultos y los llevaban a una especie de autobús, que era arrastrado por unos enormes caballos percherones.

—Ahora —dijo mi padre— viene la parte más dura del viaje.

Efectivamente: el tren iba a subir en tan sólo doce kilómetros desde los ochocientos metros de la estación de Jaca a los mil doscientos de Canfranc, entonces Los Arañones. El recorrido, esta vez y siempre mientras hubo máquinas de vapor, resultó entre cómico y dramático, porque el humo de la máquina en los largos túneles se metía de lleno en los vagones por muy cerradas que estuviesen todas las ventanillas y apenas si podíamos respirar: pañuelos en la nariz, ahogos, gritos descompuestos y, a la salida de cada uno de los túneles, una bajada rápida de las ventanillas, respirar hondo y aguantar, porque como dijo mi padre en aquel primer viaje, y todos pudimos constatar, ahora venía lo peor: el túnel del caracol.

Paró el tren en Castiello, luego en Villanúa y, daba la sensación de que todo en el tren andaba fatigado, desembocamos en el largo andén de la estación. Enseguida nos dimos cuenta de que allí se había trasformado todo el paisaje y todo el territorio para levantar ese hermoso edificio y abrir una vía de enlace por el Pirineo central con Francia.

Aquella primera noche mi hermano Donato y yo nos quedamos dormidos sobre la mesa en la que habíamos cenado y Teresa y mi madre nos tuvieron que subir a las habitaciones.

Por la mañana, al abrir la ventana, pensé que el mundo nada tenía que ver con lo que se levantaba delante de mis ojos: dos enormes y altivas cresterías cerraban el valle hacia levante y poniente. Todo era tan altivo que durante el desayuno, en el que ponían mantequilla que según mi padre compraban de contrabando en Francia, mi progenitor comenzó a explicarme todo lo que luego veríamos:

—Pepito —así me llamaba mi padre—, aquí se hizo tal trabajo de ingeniería que uno se queda anonadado: reforestación de unas laderas martirizadas por los aludes —y señalaba con su mano abierta aquellas laderas—, desvío del río —ahora la mano se dirigía en esa dirección— y el túnel, de ocho kilómetros, que nos une a Francia. En él no hay carbonilla, es eléctrico —ironizó.

La primera mañana mi padre nos llevó a toda la familia a descubrir todo aquello, que él conocía por los libros, no porque lo hubiera paseado nunca. Para empezar recorrimos el andén español de la estación y dimos vuelta por el francés. Mi padre saludaba con un bonjour a los ferroviarios y muy respetuoso a los gendarmes. Nos explicaba, una y otra vez, que esa zona era francesa y que era posible, con eso de la Gran Guerra, que cualquier día la ocupasen los alemanes.

—Pero esto es español —decía yo, con ingenuidad.

—Ya no.

Íbamos leyendo los carteles en francés y en español y me hizo mucha gracia la palabra buffet.

—Es la cantina —dijo mi padre.

En un gran hall se mostraban los escudos nacionales de Francia y el de la nueva España. Salimos al exterior: la mañana era magnífica y fuimos descubriendo todas las obras levantadas en las proximidades y alrededores de la estación: un gran depósito de máquinas españolas, enormes zonas de carga y descarga de mercancías y, a través de un subterráneo, salimos a un puente sobre el río y de allí fuimos hasta las grandes y feas edificaciones levantadas para el personal de Renfe y de la empresa francesa.

Aquella zona iba a ser siempre un lugar cosmopolita y nuestros amigos y amigas franceses, cuando se quedaron encerrados a causa de la ocupación de Francia por los alemanes, nos hablaban sobre todo de una esperanza: el fin de la guerra.

Pero aquel primer verano yo estaba al margen de la guerra. Sólo disfruté de Canfranc, de los baños en el río helado y de la casa de piedra que al cabo de los años se convertiría en el lugar al que íbamos a fumar lianas, siendo adolescentes. De aquel verano recuerdo las noches, las interminables conversaciones, el humo y el sueño que nos invadía a mi hermano Donato y a mí; también la paz, la que uno siente cuando sabe que está a salvo de todo y de todos. Eso es lo que yo sentía en Canfranc: para mí sólo existía el juego y la felicidad, porque mis padres eran felices en Canfranc y yo era feliz viendo cómo mi padre hablaba y hablaba con don Mariano Marraco, dueño de Casa Marraco, y parecía como si el mundo fuese a ser siempre igual de perfecto.