Cuatro grandes naves con suelo de madera cobijaban a unos siete alumnos por aula. Sin duda ésa era la mejor zona del internado que, junto al colegio, regentaban mis padres y que abrían sus balcones a la plaza de San Cayetano.
Hacia el oeste sobre el tejado de ese gran edificio que es el Mercado Central, se levantaban otras tres enormes naves, y hacia un patio interior, una nueva que se conocía con el nombre de la Siberia.
Al fondo de ésta existía un cuarto mal iluminado donde se apilaban los baúles de los internos; en su interior guardaban cartas y secretos y sobre todo las viandas que cada semana traían del pueblo. No hay que olvidar que en aquella España y en el internado la comida era escasa, nada apetecible y gracias a las manutenciones enviadas por las familias, muchos jóvenes de entre diez y dieciséis años pudieron sobrevivir de forma más o menos normal.
Curiosamente, aquella habitación tenía un olor denso, a veces amargo, y era el que trascendía desde los baúles donde, además de la comida y los secretos, los internos guardaban sus botas, sus zapatos, sus alpargatas e iban, a lo largo de la semana, metiendo la ropa sucia, para el sábado llevar a casa la muda, que el lunes traerían limpia después de que sus madres las lavaran.
Los internos también se traían el colchón, las sábanas, las mantas y toda la parafernalia para efectuar la limpieza personal ya que, aunque las instalaciones eran bastante rudimentarias, allí había que lavarse todos los días y una vez por semana la ducha era obligada. El internado era grande, frío y yo siempre respeté a aquellos muchachos que abandonaban sin pestañear casa y familia para labrarse un futuro.
Durante las primeras noches se escuchaba a los novatos llorar entre sus sabanillas y algunos, en sueños, llamaban a su madre, lo que producía un pequeño jolgorio, no exento de saliva detenida en la garganta. Siempre el inspector de turno llegaba a tiempo con su «¡Silencio!», y sólo el agua que brotaba de la fuente de la Samaritana, en la plaza de San Cayetano, cubría el espacio.
De madrugada las habitaciones del oeste pronto se inundaban con el ruido de los hortelanos, que con sus carros traían las verduras al mercado y las extendían por el suelo. Todos los años algún novato pasaba los primeros días mirando con ternura todo aquel espectáculo de tomates, verduras, melones y sandías, que tanto nostalgiaba. Era septiembre y todavía había color en el campo.
En navidades y Semana Santa el internado quedaba vacío, tremendamente fantasmal. Por un lado la soledad y por el otro el orden: los alumnos tenían la obligación de dejar muy bien enrollado su colchón sobre el viejo jergón. Luego, durante el verano, ya vacío todo, mi madre y Teresa, una muchacha del pueblo de mi madre, del que escapó durante un duro bombardeo en la Guerra Civil, y que estaría toda la vida en casa, combatían contra las chinches, dándoles un buen baño de zotal, que impregnaba todo el ambiente con un olor agrio y muy fuerte. Teresa, mientras hacían la limpieza, le explicaba a mi madre que ella nunca tuvo suerte y mi madre le decía que lo de la suerte era mentira y que lo único importante era resistir.
Mi madre llevaba todo el peso de aquel internado. Pertenecía a una familia cuyo padre había sido hombre de confianza de uno de los caciques de su pueblo. Hasta tal punto llegó esa confianza que una vez al trimestre el padre abandonaba el pueblo, Azuara, y con su caballo percherón, un revólver y un ayudante salía a cobrar los impuestos por las zonas donde su patrono tenía derechos.
Mi madre era una muchacha que sólo había asistido tres años a la escuela. Pronto aprendió a hacer labores y la única alegría que tenían sus hermanos y ella era cuando acompañaban a su padre, casi en procesión, hasta la puerta baja del pueblo, y cuando veían que se perdía por las curvas de la carretera, regresaban a casa, se acicalaban las dos chicas, los chicos se ponían a fumar como descosidos, y todos juntos, antes de la cena, bailaban y cantaban. Mi abuelo era un ser que amargaba la vida a toda la familia y un día, insoportable como era, se enfrentó a su cacique y con todos los suyos tuvo que abandonar el pueblo y marcharse a vivir a Zaragoza, a una casa humilde, para que los chicos estudiasen y él, por amistades y cobijo de un nuevo cacique, encontrase trabajo de administrativo en una importante empresa química que estaba en la ciudad.
A mi madre, mi padre la enamoró con palabras y buenas maneras, algo que ella apenas había visto en un hombre. No sé cómo fue la boda, pero el retrato de mis padres, fotografiados por uno de los mejores de la ciudad, muestra a unos novios de una elegancia casi exquisita, como si fuesen actores de una de esas películas que en ese momento estuviera en la cartelera. Él, un chaqué, un sombrero de copa en la mano y dos guantes blancos. Ella, un vestido de noche oscuro, una diadema en el pelo y, entre la humildad y su fina belleza, una mirada de mujer enamorada.
Así empezó para ella el largo viaje a través de años de escasez, de guerra y de más escasez en la posguerra, intentando que los desayunos no fueran aguachirri, que los primeros platos cubrieran el hambriento estómago de los adolescentes y llevando los domingos hasta la máxima gloria, cuando se servía una paella con chirlas y algún pescadito perdido por el arroz.
Un domingo no hubo paella y el comedor entero se levantó en gritos desgarrados.
—¡Paella! ¡Paella!
Aquel día la paella nunca llegó y mi madre pasó la tarde en su habitación; supongo que llorando.
Mi madre era la madre de todos aquellos chavales que andaban bastante desnortados, porque la nostalgia de su casa, de su pueblo y de sus gentes, la llevaban siempre consigo. En Zaragoza eran huérfanos; sin embargo, gracias a mi madre muchos de ellos consiguieron sobrevivir con aquella inmensa tristeza que les imponía la lejanía.
Todos los días daba vueltas y vueltas por las desoladas habitaciones, repasaba las sábanas, les criticaba la suciedad y les obligaba, una vez por mes, a abrir los baúles del cuarto, para impedir que la mierda se lo comiera todo.
Como buena mujer de campo era desconfiada y guardaba dentro de ella mucho más de lo que mostraba fuera. Admiraba a su marido, a pesar de todas las complicaciones en las que a veces éste la metía; también aprendió a superar las denuncias de la guerra y soportar el vacío del internado, cuando éste se cubrió con todos los mutilados de la guerra.
Fue teniendo hijos, siete —dos se le murieron entre los brazos nada más nacer—; alguno le salió poeta, Miguel, y ella, para quien la vida era la vida y los sueños no sirven para nada, aceptó el carácter rebelde de mi hermano, que era el mayor de sus hijos, con una honda admiración, a la vez que cierta indiferencia.
—La vida no es sólo poesía —le decía cuando lo levantaba cada mañana, para que se hiciera cargo del colegio tras la muerte de mi padre.
Luchó por sus hermanos, por su marido, por su padre, al que perdonó por tantos años de abandono y recogió en su casa, donde vivió hasta que falleció ya muy anciano; también fue viendo cómo aquellos sueños se fueron haciendo añicos con los avances de la historia: la Guerra Civil puso el punto álgido de tantas y tantas desventuras, sobre todo en la persona de su hermano pequeño, Donato, el que en tardes de calor, mientras vigilaba cómo rellenaba láminas y láminas para mejorar mi caligrafía, me contaba su ingrata historia.