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A la deriva

A veces pienso qué hubiera sido de mí si hubiese acabado la carrera de Derecho. En el fondo, era una persona obediente y quería a mi padre, así que si él no hubiera fallecido, quizá yo habría sido abogado o algo así.

En estos momentos sigo esperando, y la espera, creo, es el peor de los males. No sé cuál será el final que me espera al lado de este cáncer y la verdad es que paso muchas horas recostado, leyendo, escuchando la radio, acordándome de la gente que he amado y de aquella a la que no amé tanto. En estos días de final de verano me viene a la mente el momento en el que nació mi hija mayor, en Zaragoza, allá por el año 1965.

Recuerdo su rostro, casi como si lo acariciara ahora, y su mala leche posterior. Ana lloraba continuamente y de tanto llorar se sacó una hernia. Era insoportable y yo, padre primerizo, pensaba que si eso era la paternidad quizás hubiera sido mejor no intentarlo. Ana lloraba despierta y dormida y sus ideas eran maquiavélicas: por la noche, mientras la casa dormía, se quitaba los pañales y se rociaba con su propia mierda. Juana lloraba cuando la veía al día siguiente, dormidita, y con aquel olor.

Son imprecisos los recuerdos, pero no tanto los rostros que recuerdas o el porqué de los mismos. Difícilmente olvidaré las lágrimas de mi segunda hija después de que una puerta de hierro le destrozara el dedo. Ángela era buena, dócil y callada, y aquel día lloraba con tanta fuerza que yo pensé que su dolor tenía que ser insufrible; apenas si la habíamos oído llorar. La abracé fuerte, lo más fuerte que pude y sentí que su dolor era inmenso, tan inmenso que hubiera querido ser dios o algo así, acariciar el dedo de mi niña, que ya estaba totalmente negro, y acallar su dolor. Ahora también me gustaría que algo o alguien tocara mi rostro y calmase mi pena y mi desasosiego.

Paula llegó en octubre, con la caída de las hojas y el otoño. Yo la llamo Tsunami, por carácter y energía; también por su capacidad de amar, que es inmensurable. De mis hijas, con Paula es con la que más he convivido. Con ella compartí piso en Madrid en los años que estuve de diputado; primero en la calle Hernán Cortes y luego en Colombia. Luego me vine a Zaragoza y en cuanto supo ella que las cosas con mi enfermedad no iban demasiado bien, hizo las maletas y se vino para aquí, rompiendo una vida a la que llevaba atada desde los dieciocho años. Espero que haya sido para bien. Paula me recuerda especialmente a mi hermano Miguel, también a mi madre. Y en cuanto la miro sé que es de los míos y lo sé porque su manera de ver las cosas y el mundo se acerca demasiado a todos los que salimos y vivimos en El Buen Pastor.

Siempre los recuerdos que, ahora que no puedo ni me dejan salir de casa, son los únicos que me salvan de tantas horas de abandono; los recuerdos que una y otra vez me llevan hasta el lugar donde pasé mi infancia y mi juventud, allí en la casa de El Buen Pastor.