Desde siempre el profesorado del Santo Tomás de Aquino se caracterizó por su ideología más bien liberal, en unos años en que ser liberal y de izquierdas estaba muy mal visto. Todos recordaban, mi padre el que más, la terrible cacería que se organizó por los tejados de las casas que colindaban con el colegio contra el profesor de matemáticas, comandante Sis, por ser un hombre de la cúpula del Partido Socialista. Era agosto de 1936 y se tenía más calor que miedo. Mi padre jamás olvidaría el ruido brutal de su cuerpo al caer desde el tejado y el posterior grito de uno de los militares desde la calle, diciendo:
—¡Y el próximo tú, Labordeta!
El odio en aquellos días era intenso y con él aprendimos a vivir. A mi padre esa terrible frase le hizo despertar más de una noche envuelto en un sudor húmedo y agrio. Sin embargo, si bien nunca llegó a ser el próximo, siempre tuvo esa espada de Damocles sobre su cabeza, aunque nunca fuera lo suficientemente pesada como para hacerle olvidar su compromiso, compromiso que le llevó a llenar sus aulas, tras la guerra, de maestros y profesores que llegaban desde las cárceles franquistas, desde la represión y desde el hambre.
El maestro Gilaberte, militante del sindicato FUE, aparecía siempre en las clases con un aspecto casi mortal y tan pálido que todos estábamos convencidos de que estaba tísico. Efectivamente, murió en un sanatorio antituberculoso, porque los ocho años de cárcel más los tres de campos de concentración le habían minado los pulmones.
Mi padre le abrió la puerta, porque de chaval había sido alumno del colegio y por ninguna razón iba a dejarlo en la calle. Mi madre le dijo que no lo aceptara, que ya estaba bien de enfermos y de rojos, que cualquier día el que iba a acabar en la cárcel era él.
—Puede —le dijo mi padre—. Pero Gilaberte no se va a quedar en la calle por culpa de nuestro miedo.
A veces pienso que mi padre era tan cristiano y republicano que ambas cosas le hacían ser como era: un tipo austero y bondadoso que siempre creyó en el hombre. Para mí, un héroe. Gilaberte estuvo con nosotros unos cuantos años, no muchos, porque murió joven.
El día de su entierro mi padre nos llevó al cementerio a los cinco o seis alumnos mejores de su aula. No lloré por su muerte, pero sí me aterrorizó la misa triste y fúnebre que un mal encarado franciscano recitó en una pequeña sala adjunta a las tapias del cementerio: tenía ganas de vomitar y minutos después lo hice en la calle. Vomité y pensé que la vida era una mierda y que yo no quería ser Gilaberte. Tampoco estaba muy seguro de querer ser mi padre.
A pesar de que los años no se detenían, nunca supe demasiadas matemáticas y sólo llegué a interesarme y a entender la trigonometría que se daba en quinto de bachiller —cuando nos ponían los pantalones de golf en lugar del pantalón corto— gracias a un personaje, también desahuciado por el franquismo, y llamado don Enrique Moliner, hermano de María —la del diccionario—, quien había perdido su cátedra en la Universidad de Madrid y su puesto como científico en el servicio de Meteorología. Era un tipo brillante que Madrid perdió y que ganamos los alumnos del Santo Tomás. Con su pipa humeante y su humor oscuro, don Enrique nos enseñaba aquella cosa tan divertida, que eran los senos y cosenos.
Por aquel entonces mi hermano Miguel acababa de iniciar sus estudios en la facultad y casualmente en el recinto universitario se encontró con Ildefonso Manuel Gil, que antes de la Guerra Civil había publicado novelas y poemas de muy buena calidad.
Mi hermano lo admiraba y se acercó hasta él. Le preguntó por su situación y él le dijo:
—Acabo de salir de la cárcel y la realidad es que no tengo donde caerme muerto. La militancia socialista me persigue por todas partes.
Miguel no se lo pensó dos veces y le ofreció trabajo en el Tomás. Gil era licenciado, aunque en aquellos años la verdad es que eso era lo de menos. Fue un magnifico hallazgo y muchos de aquellos jóvenes que fuimos sus alumnos siempre recordaremos sus clases, de una extraordinaria categoría, frente a la cutrez ideológica y cultural del momento.
Ildefonso publicó en aquellos años una historia de la literatura universal y gracias a ese libro conectó con uno de los pocos profesores de valía que había en la facultad de Zaragoza: Francisco Induraín, quien le ofreció la posibilidad de irse a Estados Unidos. Ildefonso se fue, se escapó del agobio de la memoria de los últimos acontecimientos históricos. Tardaría en volver y en una de sus novelas criticó los sueldos bajos que pagaba mi padre. Tenía razón y nadie en casa se sintió ofendido por aquellas afirmaciones, pues quien contaba con el más bajo reconocimiento económico era mi propio padre, que las pasaba canutas todos los fines de mes para poder pagar los pequeños, humildes y escasos salarios.
La llegada de un nuevo profesor, en este caso un tal Pedro Dicenta, de los Dicenta autores teatrales y actores, nos iba a producir a toda una generación de adolescentes un impacto increíble. Dicenta traía la libertad y sus clases y sus tertulias llegaban con un aire nuevo. Leíamos en clase a Lorca, a Alberti, a Neruda, páginas de Maiakovski, o de Stendhal. Él tuvo la culpa de que muchos de nosotros comenzáramos a ser unos repugnantes intelectuales.
Todos los 7 de marzo —entonces día de Santo Tomas de Aquino— el colegio preparaba —para eso mi padre era único— unos festejos inimaginables para aquel tiempo. Con la llegada de Dicenta y la colaboración de mi hermano Miguel aquellas fiestas fueron alcanzando un bellísimo tono literario, que con el tiempo quedaría fijado en una revista que llevaba por título Samprasarana. Eran días felices, en los que como mocitos pintureros intentábamos olvidarnos del gris acontecer de la rutina diaria, si bien de vez en cuando los suicidios literarios de Dicenta y sus escondidas entre la vieja militancia del PCE nos ponían a todos, pequeños provincianos, ante la evidencia del tiempo tan oscuro en el que nos había tocado vivir.
A lo largo de los años nos acompañaron profesores de un altísimo nivel, como fue el caso de Federico Torralba, crítico e historiador del arte, rechazado por las miserias de una mísera universidad. Y pasaban los meses, y con el tiempo aparecieron por el profesorado gentes como Rosendo Tello Aina, excelente poeta y tipo realmente inagotable.
Los años ennegrecían cada vez más al Central, que permaneció abierto hasta el año 1977. Con la democracia cayeron por los diferentes colegios Santo Tomás de Aquino que había en Zaragoza —mi familia llegaría a fundar tres— jóvenes radicales, que luego encabezaron manifestaciones contra el mismo centro en el que ellos trabajaban. La cultura de Mao hacía añicos la dignidad de las personas y no nos quedaba más remedio que limpiar en los muros del colegio las pintadas escritas por aquellos seguidores que, a la mañana siguiente, saludaban a mi hermano Miguel como si nada pasara y daban clases de filosofía con un tono bastante aburrido.
Recuerdo la humillación que sentía borrando esas pintadas; también la incomprensión hacia mi hermano.
—Mañana habrá que saludarles —le decía.
—Mañana les saludaremos —me contestaba.
Por el humilde claustro en general pasó gente excepcional: Gonzalo Borrás, sabio del mudéjar, y Eloy Fernández Clemente, el más movilizador de toda nuestra cultura. Él creó Andalán, la Gran Enciclopedia Aragonesa, los libros sobre la Gente de Orden y todavía hoy tiene ánimo para seguir en el combate cultural a pesar de que, como él ha explicado en alguna ocasión, en un momento dado le tocó apechugar con propuestas con las que él no estaba de acuerdo, pero la mayoría sí.
—Y la mayoría era la mayoría; aunque esa mayoría consiguiera dar con tus huesos en la cárcel.
Un día, aquella generación de alumnos abandonamos el Central y a duras penas hicimos aquello que se llamaba Examen de Estado, y en julio ya éramos bachilleres, como el de don Quijote. En septiembre, por aquello de que era una carrera con muchísimas salidas, empecé Derecho. Así lo había dispuesto mi padre, que creo que soñaba con que yo fuera procurador o abogado, nada de profesor o escritor. Para eso ya estaba mi hermano Miguel.
Sin embargo, mi padre murió antes de que acabase la carrera de Derecho y yo, traicionando su deseo, me pasé a la Facultad de Letras, tan mortalmente aburrida…, pero tenía que sacar un título y convencer a mi madre de que mi futuro no pasaba ni estaba en la Facultad de Derecho.
—Tú padre quería para ti algo mejor —me dijo en una ocasión mi madre. Mi madre no era una mujer muy habladora.
—Puede —le contesté—. Pero soy su hijo y para mi suerte o mi desgracia me gustan las mismas cosas que a él. Odio el Derecho.
Nadie en mi casa cuestionó mi decisión. Si bien hasta que llegara ese momento aún tendrían que pasar muchas cosas en la vieja casa de El Buen Pastor.