A las nueve en punto de la mañana sonaba un campanón, que estaba colgado en el ventanuco del retrete de las alumnas. Era la señal para que la jauría, que andaba perdida entre juegos, cigarros clandestinos y primeros amores, atravesara el enorme portalón del viejo palacio para instalarse cada uno en su aula: los pequeños a grandes zancadas subían hasta el último piso; los bachilleres se quedaban en la primera planta.
El bullicio aún se mantenía durante unos segundos, hasta que los gritos de los cuidadores se elevaban hasta el aullido y el silencio llegaba y se establecía como un manto helado. Recuerdo cómo iba extendiéndose ese silencio y cómo llegaba hasta el alto desván donde se asentaban los alumnos pequeños: con ocho años yo también estaba allí y pasé del olor a cera y la frescura y limpieza de mis froilanes al agrio olor de las alpargatas y al desvencijamiento de los maestros, que presentaban un aire cansado y una infinita tristeza, reflejo de la Guerra Civil. Todo era convulso: los viejos bancos donde nos sentábamos de cuatro en cuatro, la escasa luz que entraba por los pequeños y altos balcones, las tímidas compañeras, los rezos matinales y el Cara al sol[4] de brazo extendido, que el régimen obligaba a que se cantara en todos los centros escolares todas las mañanas.
En verano el calor agrietaba los techos bajo tejado y en invierno los tímidos radiadores apenas si nos quitaban el frío de las mañanas envueltas en niebla, viento o nieve. La nostalgia del Alemán se me iba perdiendo aunque, de vez en cuando, echaba de menos aquella pulcritud y esa forma casi encantadora de hacer y decir las cosas. Luego descubrí que en el recuerdo inmediato e infantil todo se dulcifica y el Colegio Alemán era fino y pulcro, no tan encantador.
En el Santo Tomás no había huevos de Pascua, pero en primavera había unos ejercicios espirituales francamente divertidos. Durante tres días los alumnos y alumnas bajábamos a la hermosa iglesia de Santa Isabel o San Cayetano, donde están las cenizas del humilde Juan de Lanuza, y adormilados en los bancos asistíamos a una misa rápida que destilaba un sacerdote de la casa, don Emilio, que era el que mejor liaba los cigarrillos de picadura. La tercera jornada era especial; aquel día, todos esperábamos emocionados el gran momento: el primo cura de mi madre, el que se había comido todas las palomas, se revestía, subía al púlpito y a voz en grito nos condenaba a todos.
—¡Pecadores, que sois unos pecadores! —gritaba—. Iréis todos al infierno y en el fuego eterno os condenaréis. Aquí os lo digo y desde aquí os condeno: pecadores más que pecadores, que sois todos unos pecadores.
Pero el momento cumbre era cuando, sacando casi medio cuerpo del barandado del púlpito, nos gritaba todavía un par de tonos más altos, aquello de:
—¡Y vendrá una mano peluda! —le gustaba refrotar el aire moviendo la mano—, ¡y se os llevará al fuego eterno!
No había paz en el discurso y los alumnos más jóvenes, los recién llegados, emocionados por aquellos gritos, se reían entre ingenuos y nerviosos sin entender muy bien qué pasaba; los más veteranos sabíamos que aquel instante anunciaba el fin de los ejercicios espirituales y presagiaba la llegada de las flores de mayo, que entonaríamos unos días después como cursis adoratrices.
La realidad es que llegué a lo que se llamaba Primera Enseñanza con un vacío total, ya que los alemanes no parecían tener ninguna prisa en adelantar a los niños en conocimientos —sin duda les interesaban más otras cosas que tenían mucho que ver con la ideología y muy poco con la enseñanza—. Sin embargo, en el Santo Tomás mis colegas ya sabían sumar, restar, multiplicar y algunos hasta dividir. Leían de modo soporífero lecturas patrióticas y el recreo, como no había jardín ni campos de deportes, lo pasábamos en las aulas dando gritos y lanzándonos los unos a los otros restos de pan de los humildes bocadillos. Luego llegaba el «guardia» con sus amenazas y su mano alzada, y la paz volvía, y con ella las tablas de multiplicar, la geografía y el arte.