Mi padre era un hombre especial. Nació en una familia humilde, campesinos, hijo de una monegrina de La Almolda que quedó viuda demasiado pronto. Desde niño tuvo que soportar la pobreza y la dureza del seminario y también muy joven tuvo que trasladarse a Zaragoza con su nueva familia: su madre había enviudado y puso de padrastro a un tipo grotesco por el que mi padre no sintió nunca ningún cariño. Lo más cariñoso que recordaba de aquel hombre era cuando, coincidiendo con aquellos domingos en los que había toros en la plaza, decía:
—Arreglaos, rápido. Os llevo a los toros.
La primera vez se lo creyeron. Luego ya sabían en qué consistía aquella fiesta: dos vueltas por la parte exterior, ver la entrada de los matadores y a casa, hasta que llegara el momento de volver al seminario, que para mi padre curiosamente era una liberación… no palpar la pobreza ni escuchar a aquel hombre que tan lejos estaba de su verdadero padre.
Supongo que en algún atardecer de libertad seminarística y mientras paseaba por las orillas del Ebro, encontró el amor en el rostro de una joven pálida y hermosa, que le animó a no cantar misa. Mi padre abandonó la sotana y se casó con aquella muchacha natural de un pueblo cercano al suyo, Azuara, en el año 1922. Mi madre, que se llamaba Sara, había pasado allí su infancia, pero por problemas políticos tuvieron que abandonar Azuara para que su padre se estableciera como administrativo en una gran industria química instalada en Zaragoza.
Una vez casados, decidieron hacerse cargo del colegio de Santo Tomás por un traspaso de cien mil pesetas que un tío suyo, que vivía en Filipinas, les prestó. Nunca regresó a por las pesetas, a pesar de que mi padre y mi madre siempre las guardaron; y mi padre, cuando se refería a él, decía:
—El destino existe, si no cómo íbamos a tener este colegio. Fue gracias a un tío vuestro… —nos decía, y aunque conocíamos la historia, dejábamos que volviera a contárnosla.
Mi padre fue un hombre alegre y muy rumboso, y sus sueños pasaban por tener en su pueblo natal una buena partida de olivares, llegar al pueblo de Goya, Fuendetodos, conduciendo un Buick amarillo bajo el griterío de los muchachos, pagar unas vacas —nunca tuvo una perra— y planificar un partido político que bajo las alas de la Izquierda Republicana pusiera a su tierra en primera fila. También era un hombre cuerdo y así lo demostró la tarde del año 1935, en que unos alumnos suyos vinieron a buscarlo para avisarle de que en una iglesia abandonada, próxima al colegio y dedicada a un santo extraño llamado san Juan de los Panetes, se habían encerrado unos alumnos, también del Santo Tomás, que eran de Falange.
—Don Miguel, desde fuera los están asediando con la intención de abrasarlos dentro.
Mi padre no se lo pensó. Bajó la gran escalera y le dijo a mi madre que a esos chavales, pensaran lo que pensaran, no iba a dejarlos solos. Y no los dejó. Tampoco ellos abandonaron a mi padre cuando el 7 de agosto del año 1936 la policía vino a buscarlo a casa acusado de ateo, masón y comunista.
Mi hermano Miguel me contó años después que aquellos tipos con pistola y muy malos modales deshicieron la casa, la registraron de arriba abajo buscando documentos secretos, si bien sólo encontraron una virgen del Pilar envuelta en una manta.
—¿Y ahora qué? —preguntó mi madre, pensando que con el hallazgo de la virgen el entuerto quedaba resuelto.
—A la comisaría —dijeron ellos.
—Pero ¿por qué?
—Eso ya lo veremos.
Estaban bajando las escaleras cuando aparecieron, con unos enormes pistolones al cinto, los mismos muchachos que él había liberado un año antes en San Juan de los Panetes.
—¿Dónde lo llevan? —preguntó uno de ellos.
—A comisaría.
El mismo que había formulado la pregunta se acercó hasta uno de los policías y le susurró algo al oído. Nunca supimos qué le dijo, lo que sí fue verdad es que a mi padre lo soltaron de forma inmediata. Así que todos los 7 de agosto, festividad de San Cayetano, teníamos que asistir a una misa: mi padre estaba convencido del milagro y eso había que agradecérselo al santo.
Fueron años duros, ya que la guerra estaba en pleno apogeo. Zaragoza era franquista por silencio y por terror. Y las clases en el colegio de mis padres se habían suspendido, de manera que toda la parte del viejo edificio, que se dedicaba a internado para alumnos de los pueblos, fue ocupada por mutilados de guerra. Yo, que apenas tenía altura para andar solo por los pasillos, jamás olvidaré la imagen de aquellos hombres que se arrastraban sobre sus muletas, con los brazos en cabestrillo, sus cabezas vendadas y su mala leche, que la tenían a gritos. Odiaban a los rojos, a los italianos, a los fascistas. Sólo odiaban y ese tono y sabor durante aquellos días lo fue inundando todo.
Una de las partes más ocultas de aquel edificio, la que se ubicaba al final del internado, sin apenas luz y flanqueada por dos grandes tabiques, la fueron ocupando familiares de mi madre, que como pudieron salieron de sus pueblos y buscaron refugio y comida en casa de sus parientes. Los había del lado nacional, como un tío cura, y también del bando republicano, siempre temerosos. Algunas veces las mujeres se enzarzaban en riñas y mi padre tenía que poner orden y paz, recordándoles que todos estaban allí clandestinos.
—Yo no —decía el cura.
—Tú también, que en tu pueblo acabaste comiéndote todas las palomas del palomar de la iglesia y el alcalde todavía te anda buscando. Así que calla.
En el año 1937, retirado el frente hacia Valencia, mis padres reabrieron el colegio, y aunque todo quiso volver a la normalidad, nada fue igual. Mi padre, que como digo era muy rumboso, siguió celebrando su cumpleaños el 1 de noviembre invitando a todos los alumnos y profesorado a una copa de moscatel y a unas rosquillas, que entre todos preparábamos en un horno cercano.
—Cada año más sabrosas —decía, año tras año, uno de los profesores del colegio.
—Cada año con más hambre —respondía mi padre.
Pero ante todo mi padre fue un gran señor y de ese buen hacer dan cuenta muchos de los hijos represaliados por el franquismo y que no podían pagar el recibo de la mensualidad. Él se lo perdonaba porque era consciente de que la guerra había destrozado muchas familias; siempre decía lo mismo a la humillada madre:
—Cuando pueda el chico, ya me lo pagará.
Y siempre, a lo largo de su vida, vio que muchos de aquellos muchachos, médicos, notarios, abogados, profesores… venían no a pagar, sino a agradecerle y ponerse a su disposición.
Cuando murió a los cincuenta y tres años por un descuido médico, nos pidió que lo envolviésemos en un hábito franciscano y en un día luminoso lo enterramos en un humilde nicho, con una enorme asistencia de alumnos y alumnas. Mi madre estaba orgullosa: vestida de negro y con las lágrimas ocultas bajo sus hermosos ojos azules, permaneció quieta, protegida por sus hijos y sabiendo que a ese hombre lo echaría de menos todos los días de su vida. Cuando murió mi padre, mi madre quedó como huérfana, pero gracias a mi hermano Donato, que era el pequeño, consiguió aprender a vivir de nuevo contemplando su belleza clara y su risa disimulada. En muchas ocasiones he pensado que Donato llegó a casa para salvar a mi madre.
El viejo colegio, con los años, se fue perdiendo en el tiempo y por eso hoy he querido recordarlo y estrechar mi memoria con la memoria de compañeros y profesores, junto a los que me empapé de aquellos lentos atardeceres que se cubrían de negro, al tiempo que la sirena del Mercado Central anunciaba su cierre. A mi padre le gustaba ese sonido y ese tono, y algunas veces me pedía que me acercara junto a él hasta uno de los balcones, y en voz muy queda me decía:
—Hay imágenes que permanecen en nuestra retina para siempre. Ésta será una de ellas, hijo.
Cada vez que veo el Mercado Central me acuerdo de él y de mi madre y de mis hermanos y de aquellos años de internado y carbón. El carbón, recuerdo, estaba por todas partes en aquel edificio tan destartalado: de las bodegas hasta la inmensa cocina, donde quedaba almacenado, para permitirnos sobrevivir a la rutina y al duro invierno.
Siempre el carbón. En el caso concreto de mi hermano Luis el carbón lo fue todo e impregnó su vida de un color triste y oscuro que de alguna forma nos tatuó a todos. Había pasado el duro invierno; aquélla era una mañana soleada de principios de marzo y Luis, que tendría unos catorce años, andaba escalando entre los montones de carbón que aún quedaban apilados entre la cocina y un pequeño rellano que comunicaba la cocina con unas grandes escaleras, que descendían hacia el colegio y el internado. Mi madre estaba en la cocina, de repente escuchó un ruido seco y supuso lo peor. Al salir vio que Luis no estaba en el rellano: los pedazos de carbón estaban esparcidos por el suelo y mi hermano permanecía inmóvil al final de la larga escalinata. Mi madre corrió hasta él; enseguida se sumaron Miguel y Manolo y pronto entendieron que las cosas no iban bien. Jugando entre el carbón, Luis había resbalado y había caído escaleras abajo quedando inconsciente. Tardó en recuperar la conciencia y cuando lo hizo ya no era el mismo Luis. Ahora era un hombre enfermo que sufría ataques epilépticos de forma habitual y que poco a poco sólo encontró consuelo en la religión y en los belenes que Navidad tras Navidad creaba en uno de los cuartos del internado: mesas de grandes dimensiones, cubiertas de un gran mantel sobre las que se ubicaban cientos de figuras, algunas de las cuales tenían por cabeza un garbanzo, ya que el tiempo había destruido la original. En aquellos belenes también había ríos y montes y un gran cielo repleto de estrellas y luces. Luis se pasaba horas frente a aquellos belenes que construía todas las navidades: miraba las figuras, las acariciaba y cada día hacía que los Reyes Magos avanzasen un paso en su camino hacia el portal. Todo era perfecto en sus belenes; en su vida no, y eso hizo que mi hermano Miguel sufriera mucho aquella enfermedad, quizá porque siempre estuvo en casa junto a Luis y mi madre, quizá porque no entendía cómo aquel chaval activo y culto iba reduciéndose a nada que no fuera oír misa y pegar las rodillas al suelo para murmurar y llorar.