Capítulo nueve

Tuve que echar una cabezada. Cuando me desperté, Hudson estaba de pie a mi lado echando un edredón sobre mi cuerpo desnudo.

—Duerme, preciosa —dijo mientras yo trataba de incorporarme. Se había puesto un pantalón de chándal, pero seguía oliendo a sexo. El vientre se me puso en tensión en respuesta a aquel olor. ¿Mi deseo por Hudson no iba a quedar nunca satisfecho?

Me dio un beso en la frente.

—Tengo que pedir la cena. ¿Te parece bien comida china?

Me desperecé.

—Me parece delicioso.

—Voy a llamar para que la traigan.

Me quedé mirando su preciosa espalda mientras salía del dormitorio, deleitándome en lo que aún quedaba de mi euforia postsexual. Dios, qué bien me sentía. No me habían follado así desde…, bueno, nunca. El cuidado y la atención que Hudson me había dedicado como amante dejaba poco que desear. Por supuesto, eso hizo que quisiera tenerlo. Otra vez.

Me ajusté el edredón sobre el cuerpo mientras una sensación de inquietud me invadía. Traté de analizar de dónde venía. Lo cierto era que me sentía cómoda, demasiado cómoda. Mi regla número uno para evitar encariñarme de forma poco saludable era la de evitar encariñarme en general. Sentirse cómoda se acercaba demasiado a encariñarse. Y bajo ningún concepto me podía encariñar de Hudson.

Una tenue bola de ansiedad empezó a formarse en mi estómago. Decidí que podía quedarme a cenar, pero tenía que vestirme y sentarme en la mesa. Luego, una vez terminada la velada, Hudson y yo teníamos que mantener nuestra relación solamente en el terreno laboral.

Me quité la colcha de encima y empecé a recoger mi ropa. Encontré las bragas y me las puse y, a continuación, cogí el sujetador.

—¿Te estás vistiendo?

Me sobresalté. Hudson estaba de pie en la puerta mirándome. Llevaba en la mano la camisa y la corbata que había —bueno, habíamos— dejado antes en el salón. De repente me sentí rara por estar casi desnuda y crucé los brazos sobre el pecho.

Lanzó su ropa al cesto y después se cruzó también de brazos. Hudson no parecía estar ocultándose como yo. Más bien parecía que quería regañarme. Levantó una ceja.

—¿Tienes prisa por marcharte?

Sentí un escalofrío. Su mirada y mi desnudez hacían que me resultara difícil recordar por qué quería irme. Aparté la mirada. De todos modos, era probable que él quisiera que me fuera pronto, pues ya había conseguido lo que quería. No teníamos que fingir lo contrario.

—Normalmente, los tíos no quieren que me quede después del sexo.

—Ese comentario pone sobre el tapete tantos temas de discusión que no sé por dónde empezar. —Dio un paso hacia mí—. ¿Qué les pasa a los tíos para que no…? —Negó con la cabeza—. Por favor, Alayna, no me compares con los demás tipos que conoces. Me gustaría pensar que no soy como la mayoría de ellos. Y no quiero saber ni pensar que te acuestas con otros hombres. No me gusta compartir.

Sin mirarle a los ojos, cogí mis pantalones cortos del suelo y no hice caso al estremecimiento que me recorrió la espalda con su sugerencia de posesión.

—Eso me suena mucho a relación. Creía que no querías ninguna.

—No me van las relaciones románticas. Las relaciones sexuales son otra cosa completamente distinta. ¿Por qué te quieres ir?

Ignoré su pregunta y me agaché para coger mi camiseta de los pies de la cama, pero Hudson llegó antes que yo.

—Para —me ordenó, apartando de mí la camiseta. Me puso el dedo bajo el mentón para que le mirara a los ojos. Arrugó el ceño con una mirada que reflejaba su confusión y dijo en tono sincero—: Quiero que te quedes y, si te parece bien, preferiría que no te vistieras.

Quise derretirme con aquella invitación, pero me negué a mostrar que me afectaba.

—Tú estás vestido —dije volviendo a cruzarme de brazos y con un tono parecido al de una niña cuando hace pucheros. El nudo de ansiedad se iba tensando y yo me agarraba a lo que fuera para tratar de mantenerme firme.

—En cuanto traigan la comida, estaré encantado de quitarme la ropa. ¿Eso te hace sentirte mejor?

—Sí.

Pero eran mis hormonas las que hablaban. Mis hormonas querían que se desnudara. Y que se empalmara. Y que su piel estuviera resbaladiza por el sudor.

En cambio mi cerebro no estaba seguro de que fuese una buena idea.

—No sé —rectifiqué.

Sin quitar la mano de mi mentón, con la otra me acarició la mejilla.

—¿Qué está pasando dentro de tu cabeza, preciosa? ¿Vas a salir corriendo cada vez que nos acostemos?

Quería volver a acostarse conmigo. Mis partes íntimas se contrajeron ante aquella idea. Pero a medida que mi excitación aumentaba, también lo hacía el terror que latía en mis venas. Normalmente, el sexo acababa con el interés que yo mostrara por cualquier hombre. Excepto antes, cuando nada acababa con el interés que sentía por los hombres y me obsesionaba con ellos de forma perenne. Y ahora, que cada parte de mi cuerpo proclamaba la necesidad de disfrutar más del hombre que tenía delante. ¡Joder! ¿Iba a volver a caer en mis antiguas costumbres?

Aparté la mirada.

—La verdad es que no pensaba que esto fuera a repetirse, Hudson.

Me agarró del brazo y me acercó a él.

—Alayna. —Me miraba fijamente buscando una respuesta que yo sabía que no iba a encontrar, pues ni siquiera yo la conocía—. Si no quieres volver a acostarte conmigo, tienes que decírmelo.

—¡Sí que quiero! —Sus manos sobre mí y sus ojos penetrantes consiguieron sonsacar la verdad de mis labios—. Sí que quiero —repetí en voz baja. Lancé mis brazos alrededor de él y apreté la cara contra su pecho, acariciando con la nariz sus duros pectorales. Él respondió a mi abrazo. «Qué cálido». Su abrazo era cálido, seguro y fuerte. Como si pudiera protegerme de cualquier cosa que me asustara. Como si la realidad de lo que él era, la realidad de lo que era para mí, pudiera ser suficiente para evitar que necesitara más.

—¿Qué pasa? —Su voz sonó alegre. Me acarició el pelo y el nivel de mi pánico bajó medio punto—. Dime.

Las lágrimas amenazaban con salir, por lo que agradecí que no pudiese verme la cara. ¿Estaba condenada a vivir el resto de mi vida con miedo a acercarme a la gente? ¿A los hombres?

—No se me dan bien las relaciones. De ningún tipo. Tengo… ciertos problemas.

¿Qué coño estaba haciendo? El sexo sin más implicaba no compartir secretos íntimos. Pero me sentí bien al decir aquello.

—¿Como cuáles? —Hudson enredó las manos en mi pelo para tranquilizarme—. ¿Esto tiene algo que ver con esa orden de alejamiento?

El suelo desapareció bajo mis pies. No podía moverme.

—¿Lo sabes?

Nadie lo sabía. Al menos, muy pocas personas. Brian, mi grupo de apoyo y Liesl sabían algo. Pero nunca se lo contaría a Hudson. Me solté de sus brazos, me dejé caer sobre la cama y enterré el rostro entre las mantas.

—¡Ay, Dios mío, qué vergüenza!

Se rio y se tumbó a mi lado en la cama, con la cabeza apoyada en un codo. Me pasó una mano por la espalda, masajeándome los músculos en tensión. Aquello me hizo sentirme bien y, de no haber estado muriéndome por la humillación, estoy segura de que habría gemido.

Cuando habló, lo hizo en voz baja y al oído:

—Sé intimidades de ti, preciosa, como la cara que pones y los sonidos que haces cuando estás a punto de correrte, ¿y te preocupa esto?

Solté un gruñido contra el colchón, en parte de tristeza y en parte por el placer que me daba sentir sus dedos sobre mi espalda. Giré la cabeza para que pudiese oír lo que le decía, pero no le miré para no tener que verle la cara.

—Fue algo fuerte. Muy fuerte. Casi mi mayor secreto. Creía que mi hermano lo habría enterrado. —Me incorporé sobre los codos y me giré para mirarle—. ¿Y dices que debería avergonzarme por la cara que pongo y los sonidos que hago cuando…? Ya sabes.

—Tenía que saber todo lo que pudiera aparecer sobre mi novia de mentira. Ya está enterrado. —Colocó la mano sobre mi mejilla y sus ojos se oscurecieron—. Y nunca, jamás, sientas vergüenza por cuál sea tu aspecto o por cómo suene tu voz en ningún momento, sobre todo cuando estás a punto de correrte. —Dio vueltas con su nariz alrededor de la mía—. Para mí es un honor conocerte así.

—Me muero de la vergüenza. —Dejé caer la cabeza sobre la cama, pero seguí mirándole—. Por la orden de alejamiento, quiero decir. No sé cómo reaccionar ante lo demás.

—¿Por qué?

Me pasó la mano por la cara y por el pelo, desencadenando con cada caricia una descarga eléctrica que soltaba chispas en lo más hondo de mi ser. Aquello me relajó, me reconfortó y temblé como un flan. En ese momento, podría haberme pedido lo que fuera que yo habría accedido.

—Porque hace que me sienta rara y me estremezca. Y me pone cachonda.

—Fantástico —respondió sonriendo—. Pero a lo que me refería es a por qué te mueres de la vergüenza.

—Ah. —Me ruboricé. Lo que había dicho por equivocación era, en realidad, menos embarazoso que lo que él me había preguntado. Pero como seguía acariciándome con esa mano mágica más eficaz que la tortura china del gota a gota, le respondí también a aquello—: Porque es la prueba de que estoy loca. ¿Sabes? Eso que dije de que amo demasiado… La orden de alejamiento está relacionada con ese tema y me gusta fingir que nunca ocurrió.

—Entonces, nunca ocurrió. —Me dio un beso en la nariz—. Todos hemos hecho locuras en el pasado. Nunca voy a echártelo en cara. —Dejó de acariciarme el pelo y miró hacia algún punto detrás de mí—. Solo es otro motivo por el que el amor de pareja no me interesa. La gente se vuelve loca por su culpa.

A continuación, se relajó y volvió a fijar su atención en mí.

—Pero, volviendo al meollo de la conversación, ¿qué tiene que ver eso con una relación que surja entre tú y yo?

Me incorporé, desconcertada por la facilidad con que había desestimado mi antiguo comportamiento.

—Se me fue la cabeza, Hudson. Con un hombre. —No me estaba tomando en serio y necesitaba que lo comprendiera—. Con varios, en realidad. Pero con el último fue con el que no terminó bien.

Hudson se incorporó a mi lado, nuestros hombros rozándose.

—¿Y crees que se te va a «ir la cabeza» por mí?

Me concentré en las manos, que yacían en mi regazo.

—La verdad es que no sé qué contestar. Me he mantenido alejada de las relaciones durante un tiempo para no tener que enfrentarme a eso. Intentar tener ahora algo contigo… es para mí un territorio desconocido. —Lo cierto era que, por mucho que me asustara caer en una conducta insana, no quería terminar con Hudson. Y tendríamos que trabajar juntos. Aunque lo mejor fuera no volver a acostarme con él, ¿sería capaz de resistirme?

Le miré a los ojos preguntándome si ya le habría espantado. Porque, aunque sabía que él debía salir corriendo, esperaba que no lo hiciera.

—Por ahora, no he perdido la cabeza. Contigo. Y no quiero renunciar a acostarme contigo. Quiero decir… —Aparté la cara, ruborizándome por enésima vez.

Él me estrechó en sus brazos y me mordisqueó la oreja.

—Te pones adorable cuando estás nerviosa. Yo tampoco quiero renunciar al sexo contigo. Así que no lo haremos. Tendremos toneladas de sexo sensacional.

Me dejé abrazar.

—No he dicho todavía que sí. —Pero ¿no lo estaba haciendo?—. Tengo que ir despacio.

¿Qué iba a hacer si me despertaba una mañana completamente obsesionada? No podría romper con él si llegaba a ese punto.

—Alayna, tal vez tú tengas que ir poco a poco, pero yo ya sé que habrá montones de polvos entre los dos. —Se acercó más y yo me derretí con sus palabras y sus caricias—. De hecho, voy a volver a meterme dentro de ti antes de que te vayas a trabajar.

Noté su erección sobre mi vientre desnudo. En lugar de sorprenderme y sentirme avergonzada por seguir deseándolo tanto, decidí deleitarme con ello.

—¿Ahora mismo?

Me besó intensamente, apoderándose de mi boca con su lengua. Después, con la misma rapidez, se apartó.

—Ahora no, preciosa. La cena está a punto de…

El portero automático sonó antes de que pudiera terminar la frase. Sonrió y se puso de pie. A continuación, se dirigió a la puerta y, mirando hacia atrás, dijo:

—Pero tu entusiasmo es de lo más excitante.

Sonreí, disfrutando del hormigueo que me había dejado nuestro beso. Joder. La cena había llegado y yo estaba sin vestir. Ponerme la ropa ahora sería una declaración de principios. Quedarme desnuda, también. Me incorporé y vi su camisa sobre el cesto de la ropa. Serviría como solución intermedia.

Me quité los pantalones cortos y me acababa de abrochar los botones de su camisa cuando Hudson volvió con una bolsa de comida en una mano y dos platos en la otra. Me miró de arriba abajo con un brillo de placer en los ojos.

—Si tienes que estar vestida, te doy mi total aprobación.

De repente, me sentí juguetona e hice una reverencia.

—Pues muchas gracias, señor Pierce. No sé qué haría sin su aprobación.

Sonrió y se acercó a la cama.

—¿Me desnudo yo? Te prometí que lo haría.

—No, si de verdad quieres que coma. Me distraería demasiado. Y ya lo paso bastante mal con los palillos chinos.

Hudson me hizo una señal para que fuera con él a la cama.

—¿Necesitas que te dé de comer yo?

—Eh… Puede que sí.

Comimos juntos ternera al estilo mongol y el pollo szechuan, que Hudson había dispuesto sobre la cama. Forcejeé con los palillos y la mitad de la comida no llegó hasta mi boca. De vez en cuando, él me dio de comer y yo se lo permití, disfrutando de que cuidara de mí de un modo que nadie había hecho desde hacía mucho tiempo; si es que alguien me había cuidado así alguna vez.

—¿Qué haces mañana? —preguntó Hudson después de ir a por dos vasos de té helado—. Me refiero a antes del trabajo.

Di un sorbo, conmovida por que Hudson hubiera optado por beber lo mismo que yo cuando probablemente él habría preferido vino.

—Termino de trabajar esta noche a las tres. O mañana a las tres, como prefieras decirlo. Probablemente dormiré buena parte del día. Mañana entro a trabajar a las nueve. ¿Por qué?

Alargó la mano para darme otro bocado.

—Tengo que llevarte de compras. Vas a necesitar ropa para el evento benéfico de mi madre.

Prácticamente me atraganté con una castaña de agua.

—Joder, un atuendo inapropiado y ya supones que no sé vestirme. En serio, debería quemarlo.

—No se trata de eso para nada. Que sepas que me encanta esa ropa y me decepcionaría mucho saber que la has quemado. La verdad es que espero vértela otra vez. En privado, claro. —Sus ojos se iluminaron, quizá porque me estaba imaginando con el corsé ajustado que me había puesto la noche en la que oficialmente le conocí—. Me encanta toda tu ropa. —Tiró de la parte inferior de mi camisa, su camisa en realidad—. Tienes un gusto excelente en el vestir. Pero mi madre esperará que la chica con la que yo salga vaya vestida… —Se quedó callado—. ¿Cómo te diría?

Casi disfruté viéndole esforzarse por una vez para encontrar las palabras adecuadas. Pero me pareció que no lo conseguía, así que le ayudé:

—Ya entiendo. Necesito ropa de marca. —Me callé para pensar en si me sentía ofendida—. Supongo que, si quieres llevarme a comprar ropa cara, no debo protestar.

Sus labios se curvaron ligeramente.

—Me gusta esa actitud. Te recogeré a las dos. Hazte a la idea de que vas a pasar el día conmigo. Y no me mires así…, solo habrá sexo si tú quieres.

Desde luego que querría. Pero aún tenía que decidir si debía suceder o no. Tenía que meditarlo.

—Exactamente, ¿cómo tienes pensado que funcione esto? ¿Me vas a enviar un mensaje cuando quieras echar un polvo?

—Vale. O puedes enviármelo tú. O podemos quedar con antelación, como hemos hecho esta noche. —Hudson se quedó mirándome—. ¿Qué te parecería no usar condones?

Siempre había pensado que los condones eran una lata, pero nunca había tenido una relación de compromiso en la que pudiese plantearme no usarlos. Me sorprendió, después de una sola vez, tener esta conversación con Hudson.

—Si estás limpio, supongo que… Uso anticonceptivos. Los últimos análisis de enfermedades de transmisión sexual me los hice hace un mes y salieron bien.

—Yo estoy limpio. Me hago pruebas todos los meses. Y no me gustan los condones.

—Entonces, se acabaron los condones.

Sonrió y yo me di cuenta de mi error.

—Si es que acepto, quiero decir.

—Ajá. —Me fue subiendo la mano por la piel desnuda. La tensión sexual impregnaba el aire que nos rodeaba, pero mi cerebro me gritaba que fuera cautelosa.

Me abracé las rodillas apartándome como si tal cosa de su caricia.

—Has dicho que quieres fidelidad. ¿Puedo esperar yo lo mismo de ti? ¿O vas a estar utilizando este apartamento con otras mujeres?

Hudson bajó los restos de la cena al suelo para dejar vacío el espacio que había entre los dos. A continuación, colocó una mano en cada una de mis rodillas y me atravesó con los ojos.

—No soy un cabrón, Alayna. He mantenido relaciones sexuales en este piso, sí, pero lo tengo para poder estar cerca de mi despacho, no como picadero. —Extendió una mano para acariciarme un mechón de pelo que tenía tras la oreja—. Seré tan fiel como espero que lo seas tú.

Su cercanía, su caricia, su promesa de fidelidad… hicieron que mi excitación aumentara suplicándome que me rindiera. Pero también se me removió algo más profundo, algo que era tan familiar como desconocido, algo que no sabía nombrar ni identificar y, si lo intentaba, sabía que, fuera lo que fuese, me consumiría.

Me levanté espantada de la cama.

—Ahora mismo no puedo seguir pensando en esto.

Empecé a recoger mi ropa.

—¿Por qué te asustas?

Hudson también se levantó.

Me di la vuelta para mirarle. De repente estaba enfadada con él, conmigo misma, con mi estúpida obsesión con engancharme y espantar a la gente y con mis padres por haber muerto y haberme empujado hacia ese comportamiento.

—¿Sabes? Para ti es muy fácil decir que quieres una relación sexual duradera. No te costará nada evitar implicarte emocionalmente. Es tu defecto, no el mío. ¿No te das cuenta de que darte lo que me estás pidiendo puede resultarme imposible? —Me froté los ojos, esperando detener las lágrimas antes de que empezasen a salir.

Hudson extendió los brazos hacia mí, pero yo me aparté.

—Hudson, cuanto más nos acostemos, más probabilidades hay de que me enganche y, aunque a ti también te pasara, nunca llegarías al mismo nivel que yo. Así que créeme cuando te digo que todo esto es una muy mala idea. Pensemos que esta ha sido una velada maravillosa… Dios, más que maravillosa. Pero ahora pasemos página.

Apretó la boca formando una línea recta.

—Si eso es lo que necesitas…

—Sí. —Me abracé a mí misma, avergonzada por mi estallido—. También necesito una ducha. ¿Te importa?

—Para nada. Ahí dentro. —Gesticuló señalando el cuarto de baño—. Te traeré una toalla.

Parecía distante y yo me arrepentí al instante de haberle empujado a esa actitud. Ya echaba de menos su calor.

En el baño, dejé mi ropa sobre la encimera de granito negro y evité mirar al espejo, pues no me iba a gustar cuando viera quién me devolvía la mirada. Abrí el grifo del agua caliente de la ducha; esperaba que aquel calor aliviara el frío que se había instalado en mí y fuera subiendo bajo el fuerte chorro.

Allí dentro, sola, abrazada por el agua y el vapor, las lágrimas salieron sin control. Lloré en silencio, rindiéndome a la misma soledad vacía a la que ya me había acostumbrado antes de que Hudson llegara para enseñarme algo nuevo.

Sumida en la autocompasión, no le oí llegar al baño con las toallas. Abrió la puerta de la ducha y entró conmigo. En lugar de reprocharle su clara falta de respeto hacia mis deseos de apartarme de él, me abandoné y apreté mis labios contra los suyos.

Él respondió sin vacilar besándome con una suave agresividad. Cuando me aparté para tomar aire, cogió el bote de gel y se echó un poco en la mano. A continuación, empezó a enjabonarme. Se tomó su tiempo, pasando sus jabonosas manos por cada centímetro de mi cuerpo. Se detuvo más rato en mis pechos, apretándolos y acariciándolos, dándome pequeñas sacudidas en los pezones con los pulgares. Yo suspiré de placer.

Cuando hubo lavado bien toda la parte superior de mi cuerpo, se agachó para lavarme las piernas, empezando por los pies y subiendo por mis largas extremidades. Avanzaba con tanta lentitud y sensualidad, masajeándome la piel con el jabón, que cuando sus dedos se deslizaron por los pliegues de la parte inferior de mi vientre, yo estaba a punto de suplicarle. Sus dedos acariciaron mi clítoris al pasar y yo solté un gemido.

Pasó las manos por mis pliegues una y otra vez y yo me retorcía con cada provocación.

—Hudson… —suspiré con los labios apretados y mi sexo contraído por la excitación.

—¿Es esto lo que deseas? —dijo metiendo dos dedos dentro de mí y retorciéndolos.

—¡Sí! —jadeé—. Mejor dicho, no. Te deseo a ti.

Sonrió maliciosamente mientras seguía moviendo los dedos dentro de mí.

—Vas a tener que esperar. Estoy disfrutando haciéndote esperar.

Quise protestar, pero cuando añadió un tercer dedo a la exploración y me apretó suavemente el clítoris me fue imposible decir nada. Yo gemía mientras me balanceaba adelante y atrás, clavando las uñas en los anchos hombros de Hudson.

Justo cuando estaba a punto del orgasmo, sacó los dedos de mi cuerpo. Abrí los ojos y lo vi de pie delante de mí sosteniendo el bote de gel.

—Yo también tengo que lavarme.

Mi cuerpo se estremecía por la excitación, pero estaba deseando tocarle. Ni siquiera había podido ver bien su cuerpo desnudo, pues había estado muy distraída en el dormitorio y ahora en la ducha. Me enjaboné las manos y empecé por los hombros, como él había hecho; pero estaba demasiado ansiosa para ir despacio. Enseguida le había lavado todo el cuerpo menos la polla. Me quedé mirando su gigante erección, fascinada por su longitud y su grosor. La había notado grande, pero no tenía ni idea de que lo fuera tanto.

Tragué saliva. Con fuerza.

—¿Qué te pasa, preciosa?

Me di cuenta de que estaba sonriendo, incapaz de apartar los ojos de lo que estaba viendo ante mí.

—Eh…, vaya —conseguí decir—. Me siento un poco intimidada.

—Pero si ya ha estado dentro de ti. Ya sabes que te cabe. —La voz se le volvió más ronca—: Tócala, Alayna.

Aquella orden hizo que me pusiera en marcha. Moví las manos alrededor de su miembro y le acaricié la suave y sedosa piel. La notaba firme, poderosa, perfecta. Moví mi puño arriba y abajo, una, dos veces. Y a la tercera dio un brinco en mis manos.

Con la siguiente caricia, lanzó un gruñido y me levantó, haciendo que pusiera mis piernas alrededor de él. Apoyó mi espalda sobre los azulejos de la pared mientras su boca invadía la mía y, con un fuerte movimiento, se metió dentro de mí. Enredé las manos en su pelo mientras me embestía y sentí cada centímetro de su polla llenándome, follándome.

Grité cuando el orgasmo me recorrió el cuerpo y los temblores se extendieron hasta los dedos de mis pies. Hudson aligeró el ritmo y se agarró más fuerte a mis caderas para poder bombear dentro de mi sexo, que se movía espasmódicamente alrededor de su miembro de acero. Unas cuantas embestidas después, dejó escapar su propio grito y su polla se sacudió en mi interior lanzando calientes chorros dentro de mi sexo.

En ese momento me permití creer que podríamos estar juntos así, del modo que él quería, sin llegar a obsesionarme; aunque también temía ya estar obsesionada.