Dos horas resultaron ser apenas tiempo suficiente para prepararme para ir a ver a Hudson. Pasé un largo rato en la ducha afeitándome las piernas y las axilas y retocándome las ingles brasileñas. A la vez me reprendía a mí misma, pues bajo ningún concepto Hudson iba a ver mis partes íntimas.
Después, me puse delante del armario durante lo que me parecieron varias horas. Iba a ir directamente desde el despacho de Hudson al club para reunirme con David y, después, para trabajar de camarera durante un turno entero. Necesitaba la mezcla perfecta de elegancia y sensualidad con un toque de «fóllame-por-favor» —para trabajar, claro—. Me decidí por fin por un vestido camisero verde azulado y negro con cinturón. Era más corto de lo que me habría gustado para la parte de negocios de mi orden del día, pero, aun así, más largo que la mayoría de los vestidos que me ponía en el club. Me recogí el pelo en una coleta baja y reduje el maquillaje a rímel y brillo de labios. Tenía buen aspecto, fresco y natural.
Había estado demasiado distraída como para preguntarle a Hudson dónde estaba Industrias Pierce, así que lo busqué en Google. Las oficinas se encontraban junto al One Worldwide Plaza, que estaba comunicado directamente en metro con el club. Desde mi apartamento tomé un taxi, pues no quería llegar sudorosa. Además, me iban a dar ochenta mil dólares, así que podía permitirme un taxi hasta el West Side.
Había pasado muchas veces junto a aquel bonito edificio de ladrillo y granito recubierto con un tejado de cobre, pero nunca había entrado. Industrias Pierce ocupaba varias de las plantas superiores y reconocí algunas de las firmas que se enumeraban en el vestíbulo como filiales de Industrias Pierce. El guardia de seguridad me indicó adónde debía dirigirme y subí en el ascensor hasta el último piso.
El largo trayecto me proporcionó una nueva oportunidad para pronunciar en silencio una arenga incentivadora: «Tres años sobria, Laynie. No puedes tener fijación con él. No puedes obsesionarte».
Pero mientras me presentaba ante la guapa y rubia recepcionista sentí una fuerte punzada de envidia porque ella estuviera trabajando cerca de Hudson a diario. Dios, ya me había metido en un lío. No entraba en la categoría de hombres atractivos de un polvo sin más.
—Señorita Withers —dijo la rubia tras anunciar a su jefe que yo había llegado—, la está esperando.
Miré el reloj. Las cuatro y veintidós. ¿Cuánto tiempo llevaba Hudson esperando? ¿Había entendido yo mal la hora?
Las puertas dobles que había tras la recepción se abrieron, al parecer solas. Debía de haber pulsado algún botón.
—Pase por ahí —me indicó.
Entré vacilante en el despacho. Hudson estaba sentado tras un caro y moderno escritorio de ejecutivo y se puso de pie al verme.
—Alayna, pasa.
Cuando pude verlo del todo, me quedé inmóvil. En su iluminado despacho vi al verdadero Hudson Pierce por primera vez. Y era muy guapo. Iba vestido con un traje de tres piezas de raya diplomática, con una camisa de vestir blanca almidonada y una corbata de rayas de color ciruela y blanco. Sus gafas de montura negra, que debían haberle dado un aspecto de empollón, hicieron que se me humedecieran las bragas. Parecía elegante, inteligente, dominante y… ¡Uf!
Tragué saliva. Dos veces.
—¿Llego tarde?
—En absoluto. —Su voz sensual hizo que las rodillas me flaquearan y, de pronto, me arrepentí de mis zapatos de tacón alto—. Mi última cita ha terminado antes de lo que imaginaba. Siéntate.
Decidida a aparentar tranquilidad y estar al mando de la situación, enderecé mi postura y me dirigí a la silla que me había indicado delante de su mesa.
—Ah —dije mirando alrededor tras haberme sentado. Las generosas dimensiones del despacho albergaban una continua decoración moderna de arriba abajo. Tras su mesa había ventanales desde el suelo hasta el techo que proporcionaban una impresionante vista del centro de la ciudad—. Muy bonito. No es lo que me había imaginado, pero es increíble.
Hudson se desabrochó la chaqueta y se sentó con una expresión de sorpresa en su rostro.
—¿Habías imaginado cómo era mi despacho?
Sentí que las mejillas se me acaloraban. Ahora Hudson creía que yo había estado pensando en él. Y así era, pero él no tenía por qué saberlo.
—Pensaba que serías más tradicional. Pero la verdad es que lo moderno te sienta bien.
Una pequeña sonrisa apareció en su rostro.
—Lo cierto es que tengo una diseñadora. Yo no tengo ni idea de lo que es moderno, actual o tradicional. Ella me enseñaba fotos de cosas que pensaba que me gustarían y yo asentía.
Sonreí, porque sabía que estaba tratando de tranquilizarme, pero mi estómago se llenó de nudos. El despacho de Hudson era un territorio desconocido para una camarera de club y nos estábamos reuniendo para establecer un trato poco habitual. Además, él estaba tan increíblemente bueno que me deslumbraba.
—Espero que no te importe que hablemos primero de negocios.
—Claro que no.
Si el trabajo era lo primero, me pregunté qué vendría después. Nada. No vendría nada después, porque, cuando termináramos, yo le daría las gracias educadamente y me iría de su despacho.
Ja, ja, seguro.
—Como te he dicho por teléfono, estoy encantado de que hayas aceptado mi oferta. Pero antes de formalizarlo, quiero asegurarme de que entiendes exactamente qué es lo que te pido. Anoche aplazamos esta conversación… —Hizo una pausa y supuse que estaba recordando el motivo por el que pospusimos la conversación. Al menos, eso era en lo que yo estaba pensando—. Así que olvidé mencionar un punto esencial.
Hudson se echó hacia atrás en su silla y se apoyó sobre los reposabrazos.
—Soy un hombre de gran notoriedad, Alayna. Para convencer a mi madre de que somos pareja es necesario representar un papel ante todo el mundo. Eso significa que estarás «de servicio», por decirlo así, a todas horas. Cuando estemos juntos con otras personas, interpretaremos a la pareja feliz. Cuando no lo estemos deberás seguir actuando como si fueras mía.
¿Eran imaginaciones mías o había hecho hincapié en la palabra «mía»? De todos modos, la piel se me puso de gallina.
—No puedes decirle a nadie que en realidad no tenemos una relación.
Arrugué la frente y, de repente, la boca se me secó.
—No había caído en eso.
—No, ya lo suponía. —Entrecerró los ojos para estudiar mi reacción—. ¿Sigues estando interesada?
Lo cierto es que no tenía otra opción. O lo aceptaba o cedía ante los deseos de Brian. Además, ¿a quién se lo iba a querer contar? A Liesl. Y a David. ¿Seguía pensando en David con aquel hombre alto, sensual e increíblemente guapo sentado delante de mí? Sí. Porque David tenía el potencial de ser real. Y francamente, yo no sabía si de verdad me gustaba Hudson más allá de lo físico. La verdad es que no debería gustarme.
—¿Durante cuánto tiempo seguiríamos con la representación?
—Todo el que creamos que podemos sin que nos importune demasiado en nuestra vida privada. Cuanto más mejor, claro. Si mi madre ve que soy capaz de enamorarme, no tratará de empujarme hacia un matrimonio sin amor, aunque tú y yo hayamos «roto». ¿Sigues interesada?
—Son ochenta mil dólares, Hudson. Para ti es una nimiedad, pero para mí… Entiendo que tendré que trabajar a cambio.
—Bien —asintió él tranquilizándose. Pulsó un botón de su mesa.
—¿Sí, señor Pierce? —El suave timbre de voz de la recepcionista invadió la habitación.
—Por favor, Patricia, dile que venga. —Hudson se puso de pie y pulsó otro botón de su mesa.
Al llegar, había oído que la secretaria contestaba al teléfono diciendo que se llamaba Trish. Me pregunté entonces si Hudson sería contrario al uso de diminutivos en general o si simplemente sabía que utilizar el nombre verdadero tenía peso, mostraba poder sobre los demás.
Las puertas se abrieron y entró un hombre de pelo oscuro y cuerpo musculoso vestido con traje negro. Si Hudson no me hubiera puesto cachonda hasta el límite, estoy segura de que ese tipo lo habría hecho.
—Este es Jordan —dijo Hudson dando la vuelta hacia la parte delantera de su mesa. Jordan saludó con la cabeza—. Le he ordenado que te traiga y te lleve al trabajo y a cualquier otro lugar adonde necesites ir.
No es que yo quisiera rechazar un regalo así, pero una cosa que me encantaba de la ciudad de Nueva York era utilizar diferentes medios de transporte. Mis padres habían muerto en un accidente de coche. Los coches no eran mi transporte preferido.
—No necesito un chófer. —Entonces, para no parecer desagradecida, añadí—: Normalmente, hago ejercicio corriendo cuando vuelvo a casa.
—Entonces te llevará al trabajo y te seguirá hasta casa cuando vayas corriendo para asegurarse de que llegas bien. —Antes de que pudiese protestar, Hudson me lanzó una mirada severa—. Alayna, mi novia tendría chófer. También un guardaespaldas. Estoy dispuesto a prescindir del guardaespaldas si haces uso de mi chófer.
Respiré hondo.
—De acuerdo.
—Te estará esperando abajo para llevarte al club cuando hayamos terminado. Gracias, Jordan.
Jordan volvió a saludar con la cabeza y, a continuación, salió del despacho. Hudson pulsó un botón y las puertas se cerraron cuando salió el chófer.
—Alayna, aparta esa expresión de tu cara. Jordan es homosexual. No le habría contratado para ti de no ser así.
Crucé los brazos sobre el pecho, avergonzada por la reprimenda. Además, decididamente no me gustaba Hudson. Salvo su atractivo sexual.
—¿Algo más? —No podía mirarle.
Él se echó hacia atrás para sentarse en el borde delantero de la mesa, con su cuerpo lo suficientemente cerca de mí como para que me fuera posible tocarle sin tener que moverme del sitio.
—Mi madre organiza un desfile de moda benéfico el domingo. Esa será nuestra primera salida como pareja.
—Vale. —Crucé una pierna sobre la otra, su cercanía me ponía nerviosa. Y aunque me impactaba tanto su presencia, me di cuenta de que no había hablado más que de negocios desde que había llegado. ¿Su acercamiento a mí la noche anterior había sido un modo de procurar que aceptara su propuesta? En ese caso, era un auténtico capullo.
—Tus deudas quedarán canceladas a partir de las nueve de la mañana del lunes. Se te enviará una confirmación por escrito.
—¿No quieres esperar a ver primero si sacamos todo esto adelante? —No quería resultar arrogante. Bueno, no del todo. Empezaba a sentirme como un negocio que él estuviera realizando. No me gustó.
—La verdad es que no hay nada que me preocupe, Alayna. —Hudson parecía también inquieto—. Pero si lo prefieres, pospondré la cancelación una semana.
—Bien, lo que tú digas. ¿Tengo que firmar algún contrato o algo parecido?
—Preferiría que no hubiera pruebas documentales de esto.
—Pero si alguien pregunta sobre la cancelación de mis préstamos…
—Yo pagaría los préstamos de mi novia. —Por supuesto que lo haría—. Y cualquier otra deuda. ¿Tienes más deudas?
—No. —Tenía una tarjeta de crédito que debía pagar, pero él no tenía por qué saberlo—. ¿Eso es todo?
Hudson se encogió de hombros, un gesto nada apropiado para un hombre tan seguro de sí mismo.
—A menos que tú tengas más preguntas…
Dudé si preguntar, pero tenía que saberlo.
—Cuando estemos juntos, en público, quiero decir, ¿puedo cogerte la mano y… besarte?
Lo miré a través del denso rímel de mis pestañas. La comisura de su labio se curvó.
—Espero que lo hagas. A menudo.
Eh…, vaya.
—¿Algo más?
Mientras pensaba en besarle, me pasé la lengua por el labio inferior.
—No.
—Entonces, la parte de negocios de esta reunión ya ha terminado.
Se puso de pie y volvió a dar la vuelta hacia su lado de la mesa. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo del sillón. Joder…, el chaleco, ajustado a su torso, mostraba un esbelto y musculoso abdomen… Sí, aquello me distrajo.
Hudson se colocó delante de su sillón, se inclinó sobre el escritorio y se apoyó sobre los brazos extendidos. Se quedó mirándome unos segundos y sentí curiosidad por saber qué estaba pensando. Cuando habló, su voz sonó grave y tranquila:
—Alayna, voy a rodear esta mesa y voy a besarte hasta dejarte húmeda, jadeando y sin respiración.
Ah, vaya.
—Pero primero permíteme aclarar una cosa que sospecho que puede suponer un problema. Esta farsa consiste, sobre todo, en que yo convenza a mi madre. Haré y diré cosas, puede que románticas, que no serán verdad. Necesito que recuerdes eso. Cuando no estemos en público, te seduciré. Eso sí será real, pero nunca deberá confundirse con amor.
—Porque eres incapaz de amar. —Mi voz sonó mansa y apagada.
—Sí.
La curiosidad hizo que me inclinara hacia delante.
—¿Por qué crees que es así?
Hudson se incorporó y se quitó las gafas para dejarlas en la mesa.
—Tengo veintinueve años y nunca he sentido hacia ninguna mujer otra inclinación que no sea la de llevarla a la cama. No me van las relaciones románticas. Estoy casado con mi trabajo. —Se acercó despacio hacia mí rodeando la mesa—. Eso y el sexo ocasional es lo que me satisface.
Repasé mentalmente la situación. Hudson Pierce quería sexo. Conmigo. Pero no una relación. Sin embargo, quería que su madre creyera que tenía una relación. Conmigo. Para que dejase de pensar que su hijo estaba incapacitado para el amor. Algo que era verdad.
Todo aquello me empezó a marear.
Y lo peor era que yo sabía que no era capaz de tener la relación informal que él quería.
Pero… recordé la segunda categoría de hombres con los que había estado en mi vida, los hombres por los que me había sentido demasiado atraída. Joe, Ian y Paul. Todos ellos querían una relación al principio. De no haber sido así, si hubieran dicho desde el primer día que no querían nada más, ¿habría sido diferente la forma de encariñarme después con ellos?
Me estaba justificando y lo sabía. Con Hudson, yo era una alcohólica que entra en un bar y piensa que puede controlar la tentación siempre que las botellas estén cerradas.
Era una mentira que intentaba creer.
—¿Nada de romanticismo? No es problema.
Hudson se volvió a apoyar sobre la parte delantera de su mesa. Levantó una ceja con expresión divertida.
—¿También eres incapaz de amar?
Lo miré a los ojos sin hacer caso a la vocecita que había en mi cabeza diciéndome que saliera corriendo.
—No. Todo lo contrario. Amo demasiado. Mantener el amor fuera de la ecuación me viene muy bien.
—Bien. Nada de amor.
Dio un paso al frente y se inclinó hacia mí, colocando una mano en cada reposabrazos, atrapándome. Me miraba con ojos hambrientos y un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras me daba cuenta de que estaba a punto de besarme.
Pero antes de que eso ocurriera, tenía que saber una cosa. Cuando se acercó, puse una mano sobre su pecho. Su pecho fuerte como una roca.
—Espera.
—No puedo. —Pero se detuvo—. ¿Qué?
Estaba a pocos centímetros de mi cara y mantuve la atención en los labios que estaba deseosa de mordisquear mientras hablaba.
—¿Por qué yo? Podrías tener a quien quisieras.
—Genial. Te quiero a ti. —Volvió a inclinarse hacia mí y su boca rozó la mía mientras su aliento me abrasaba la piel.
—¿Por qué?
Se apartó. No muy lejos, solo lo suficiente como para mirarme.
—No lo sé. Simplemente es así. —Sus palabras salieron con un susurro, como si rara vez reconociese no estar seguro de algo, y dudé que le pasara eso—. Desde el momento en que te vi… —Su voz se fue apagando mientras me rozaba la frente con la yema de los dedos y fijaba su intensa mirada sobre mí. Me pregunté por un segundo cuál sería ese momento: ¿la noche del simposio o la primera vez que nos vimos en el club?
Independientemente de cuándo fuera, sus desconcertantes ganas de poseerme eran sinceras y ya no importaba el cuándo ni el porqué. La vocecita que gritaba en mi cabeza quedó ahogada por el fuerte zumbido del deseo que me recorría las venas. Me eché hacia delante.
Hudson no vaciló ni un segundo y unió su boca a la mía. Por mucha duda que hubiera en sus palabras, sus labios mostraban seguridad y firmeza. Me pasó una mano por detrás del cuello para moverme, ahondando en su beso, acariciando mi lengua con la suya. Me chupaba y me lamía por dentro, provocándome escalofríos en la espalda mientras me imaginaba su boca mojada y caliente en otras partes de mi cuerpo. Lancé un suspiro.
Sin apartar su boca de la mía, tiró de mí para ponerme de pie. Aquello estaba mejor. Podía apretar mi cuerpo contra el suyo, sentir su excitación en mi vientre, sentir el contacto que había deseado. Le pasé las manos por el pelo y bajé por la base del cuello disfrutando del hormigueo que sentía en los brazos mientras él gemía sobre mis labios.
Un timbre agudo hizo que los dos nos sobresaltáramos y nos separáramos. Me llevé una mano al pecho. El corazón me latía con fuerza por el susto y por la intensidad del beso.
Hudson sonrió.
—El interfono —me explicó con la voz alterada—. ¿Sí?
La voz de la secretaria volvió a sonar en la habitación:
—Estoy a punto de marcharme, señor Pierce. ¿Necesita algo más?
—No. Gracias, Patricia. Puedes irte. —Había recuperado ya el control de su voz. Sorprendente. Yo seguía tambaleándome.
Hudson se puso una mano en la cintura y me miró, como si se preguntara qué hacer con el problema que tenía delante. Me calentaba y a la vez me relajaba que me mirara con tanta intensidad, que me examinara de un modo tan científico.
Me abracé el cuerpo con mis propios brazos.
—¿Qué?
Él negó con la cabeza.
—Nada. —Cogió la chaqueta del sillón y me tendió una mano—. Ven, Alayna.
Mi cuerpo respondió a su orden antes de que mi cerebro pudiera decidir hacerlo. Agarré su mano y su calor encendió de nuevo el fuego que había provocado en mi boca.
Me llevó a un ascensor en un rincón de su despacho que no había visto antes. Dentro de él, introdujo un código en el panel y subimos a lo que me pareció una planta más arriba. Las puertas se abrieron a un loft espacioso completamente amueblado, decorado con el mismo diseño moderno que su despacho de abajo. Unos ventanales del suelo hasta el techo ocupaban toda una pared. La misma idea se repetía a lo largo de todo aquel amplio espacio, paredes de cristal que separaban un comedor, una zona de estar y, asomando tras unas cortinas a medio correr, un dormitorio.
Me apresuré a apartar los ojos de la cama, escandalizada por los endiablados pensamientos que aparecieron en mi mente al ver su espacio privado, y miré a Hudson a los ojos, consciente de su mirada divertida. Me ruboricé.
Fue a la cocina y abrió un armario para sacar dos vasos.
—¿Quieres un té helado?
—Vale. —Me pregunté si siempre tenía té helado o si lo había traído específicamente para mí. Le seguí a la cocina y me subí a un taburete de metal lustroso—. ¿Vives aquí?
Abrió el congelador y cogió un puñado de cubitos de hielo para dejar caer la mitad de ellos en cada uno de los vasos.
—A veces me quedo aquí. Pero no lo considero mi casa.
Volví a mirar aquel espacio y me di cuenta.
—¡Hudson! ¿Este es tu picadero?
—A veces. —Sirvió té en los vasos y, a continuación, se dio la vuelta para darme uno por encima de la barra.
Cogí el vaso de sus manos y le di un sorbo con impaciencia. Necesitaba humedad para mi boca, repentinamente seca.
—Y me has traído aquí porque…
Dio un trago a su té y se lamió los labios. Levantó una ceja.
—¿Por qué crees que te he traído aquí?
Me sentí de repente excitada y enseguida me invadió una oleada de pánico. No estaba preparada para aquello. ¿No lo estaba? Miré el reloj. No había tiempo.
—Eh…, tengo que irme a trabajar en diez minutos.
—Veinte. Tienes un chófer.
Me moví inquieta y sentí la parte interior de mis muslos pegajosa y húmeda.
—Sigue sin ser mucho tiempo.
Hudson se acercó rodeando la barra, cogió el té de mi mano y lo dejó junto al suyo.
—¿No es mucho tiempo para qué?
Sentí como si la garganta se me cerrara, pero, de algún modo, conseguí pronunciar unas cuantas palabras:
—¿Vas a obligarme a decirlo?
Sonrió y me dio la vuelta. A continuación, me atrapó contra la barra.
—No. Ahora no. Si lo dices, no podré resistirme y, como has dicho, no hay suficiente tiempo. Así que, en lugar de eso, voy a tener que conformarme con una muestra.
Selló mi boca con la suya devorando mis labios y mi lengua con un excitante frenesí. Mis manos subieron por su chaleco, deseando tocarle la piel. Podía sentir los fuertes y grandes músculos de su pecho por debajo de mis dedos. Dios, ese hombre tenía que hacer mucho ejercicio, pues la esculpida definición de su torso era evidente a través de dos capas de tela. Deseé pasar las uñas por su cuerpo, ansiosa por descubrir si tenía vello en el pecho o si era lampiño, desesperada por estar desnuda sobre él.
Hudson no dejó que el más mínimo tejido se interpusiera en su deseo. Me desabrochó varios botones del torso para poder meter la mano y agarrarme el pecho. Los pezones se me pusieron de punta cuando acarició ligeramente uno de ellos con el pulgar. Después, apretó con la fuerza precisa que a mí me gustaba, haciéndome suspirar de placer sobre su boca.
Colocó la otra mano sobre mi pierna desnuda y, despacio, fue subiendo por ella. Su caricia era fuego sobre mi piel y yo me removí inquieta bajo su mano, deseando más de ese fuego, codiciando la hoguera que aún estaba controlada. Abrí las piernas para él, instándole a que subiera su mano por ellas. Sonrió sobre mis labios mientras yo le mostraba de buen grado mi ansia, mi insensata ansia de él.
Entonces, puso sus dedos sobre mí, apartando el delgado tejido de mis bragas para llegar hasta el punto sensible de mi sexo. Gemí al sentir su tacto mientras su pulgar daba vueltas alrededor de aquel manojo de nervios con una hábil mezcla de presión profunda y ligera. Unos movimientos circulares, suaves como una pluma, siguieron con un masaje calculado. Yo ya me estaba retorciendo cuando introdujo un dedo en mi caliente abertura. Ahogué un grito y levanté la cadera para acoger su exploración, perdiendo la cabeza por el deseo de correrme.
—Dios mío, Alayna, estás empapada. Ah, muy húmeda. Me estás volviendo loco con tus sonidos y con lo húmeda que te has puesto por mí.
Arrastró mi jugo hacia arriba, alrededor de mi clítoris, y a continuación metió dos dedos dentro de mí provocando una serie de gemidos procedentes de mi cuerpo. Una caricia más a mi clítoris y llegué al límite. El orgasmo me hizo moverme con convulsiones.
Pero pese a haberme corrido en su mano, Hudson no cesó en su asalto.
—Dios, te corres con mucha facilidad. —Su voz mostraba su sorpresa y su propio deseo—. Tengo que volver a hacértelo.
Me bajó las bragas mientras yo seguía temblando.
—Echa los codos hacia atrás y ponlos sobre la barra —me ordenó.
Lo hice, agradeciendo el apoyo que eso me proporcionaba. Entonces, Hudson puso las manos sobre mis rodillas y me abrió de piernas, desplegándome más. Antes de darme cuenta de lo que estaba pasando, sus dedos volvieron a mi agujero —ahora eran tres—y su lengua estaba sobre mi clítoris.
—¡Joder! —exclamé, incapaz de soportar otro orgasmo, incapaz de vivir sin él.
Me folló con sus hábiles dedos, zambulléndose y saliendo con largas y constantes embestidas mientras me chupaba y lamía el coño. Me agarré al borde de la barra detrás de mí, con todos los músculos en tensión mientras mi coño se apretaba alrededor de sus dedos.
Siguió alimentándose de mí, bebiendo a lengüetadas la prueba de mi éxtasis, acariciando con su lengua mis tiernos nervios con una devoción infinita. Aquello era mucho…, demasiado. Un tercer orgasmo me atravesó de pronto, justo cuando estaba acabando el anterior. Lancé la cabeza hacia atrás, temblando violentamente, y grité alguna palabrota, quizá, o su nombre o algún sonido ininteligible, pues yo estaba demasiado distraída como para ser consciente de esos detalles.
Cuando recuperé la visión y el cerebro, vi a Hudson sujetándome, susurrando a mi oído, con mi olor aún en sus labios.
—Eres muy sensual, preciosa. Tremendamente sensual y voy a correrme contigo del mismo modo.
Mis dedos se agarraron a los mechones de su pelo.
—Pronto —prometió—. Y con frecuencia.