Capítulo dieciséis

Mientras subíamos las escaleras y girábamos hacia el ala este, los nervios se apoderaron de mí. Sabía que Hudson tenía la firme intención de separar lo falso de lo real y eso hacía que me preguntara qué pasaría entre los dos por la noche cuando nos quedáramos solos. Lo esperable era que hubiera sexo y él se había asegurado de que nuestra habitación estuviera apartada de los demás. Pero ¿quería esa privacidad para que pudiésemos tener relaciones íntimas o para que su familia no supiese que no las teníamos?

Aquello era muy confuso. Él sabía separar las cosas con mucha facilidad, pero para mí era imposible. Todo lo que sabía y lo que sentía por él me daba vueltas en la cabeza en todo momento. No había separación entre lo fingido y lo real, salvo por cómo reaccionaba él ante mí.

En silencio y preocupada por la inminente situación, le seguí a través de la puerta de doble hoja que daba a una preciosa suite principal. La habitación tenía dos vestidores de madera de caoba ornamentada y una cama grande a juego con dosel. Nuestro equipaje se encontraba a los pies de la cama, frente a una pequeña zona de estar con dos sillones y una mesa de caoba. Había una chimenea en el contramuro y el suelo era de madera cubierto casi al completo por una alfombra afelpada. Aunque la decoración era tradicional, había una televisión de pantalla plana en el centro de la pared enfrente de la cama.

Mientras yo miraba la habitación y me preocupaba por nuestra situación, Hudson se quitó la chaqueta canturreando, claramente ajeno a mi inquietud. Después, se aflojó la corbata y la lanzó sobre uno de los sillones. Se dio la vuelta hacia mí mientras se desabotonaba la camisa y se detuvo al ver que yo no me había movido desde que habíamos entrado en la habitación.

Antes de que pudiera preguntar, desembuché lo que me tenía tan inquieta.

—¿Estoy de servicio o no estoy trabajando?

Una pequeña sonrisa cruzó sus labios.

—Mi familia no está por aquí. —Sí, él se había ocupado de eso—. No estás de servicio. Además, ya te dije que el sexo nunca formaría parte de la farsa y pretendo tener sexo contigo ahora.

El escalofrío que me invadió hizo que se me pusiera de punta todo el vello del cuerpo.

—¿De verdad?

—Claro.

Siguió mirándome fijamente mientras continuaba desabotonándose, moviéndose más despacio de lo que lo había hecho antes.

Tomé aire lentamente.

—Nunca hemos pasado una noche juntos.

—Es verdad. —Dio un paso hacia mí y su ladina sonrisa creció—. ¿Estás nerviosa?

«Sí».

—No.

Levantó una ceja como si hubiera notado que yo mentía.

—Deberías. Vas a estar a mi alcance toda la noche. Creo que mañana estarás escocida.

Mis nervios desaparecieron, sustituidos por una intensa excitación.

—Eso suena estupendo.

—Bien. Prepárate para acostarte. —Hizo una señal hacia la puerta del baño que había dentro de la habitación—. No tardes demasiado. Estoy deseando lamerte hasta dejarte sin sentido.

No vacilé. Cogí el bolso pequeño donde estaban mis artículos de aseo mientras me apresuraba al interior del baño. Después de cerrar la puerta al entrar, mi dedo se quedó inmóvil sobre el pomo mientras pensaba si debía echar el pestillo. Pero ¿por qué iba a hacerlo? Cualquier invasión que Hudson planeara hacer sería bienvenida.

Tras lavarme la cara y cepillarme los dientes, hice otra pausa. ¿Qué debía ponerme? Había metido en la maleta un camisón sugerente, sin estar segura de si lo usaría o no. Los camisones siempre parecían sugerir un tono romántico. ¿Era verdad eso? No importaba, pues había dejado mi maleta en el dormitorio. ¿Debía salir vestida? ¿Desnuda?

Decidí quedarme en ropa interior, agradecida por llevar bajo la ropa un bonito sujetador negro de encaje y una braguita larga de encaje a juego.

Hudson había apagado las luces del techo y encendido las lámparas de las mesillas de noche. Estaba de espaldas a mí y pude ver que se había quitado la camisa y la corbata, que sus pies estaban descalzos y que eran muy sensuales. Dios, los pies en general no me parecían sensuales, pero los suyos sí.

Se dio la vuelta y me quedé sin respiración. Nuestra relación sexual seguía siendo muy reciente. Ver su pecho desnudo seguía excitándome muchísimo. Sus duros ángulos, el modo en que los pantalones le colgaban pronunciando sus caderas, sus abdominales de acero. No creía que me pudiera cansar nunca de contemplarle.

Al final, mi mirada fue hasta su rostro, donde vi sus ojos oscuros devorándome allí mismo.

—Buena elección —dijo haciendo una señal con la cabeza hacia mi atuendo y sentí un cosquilleo en la piel por su aprobación—. Ven aquí.

Su gruñido en voz baja me atrajo hacia él con la misma efectividad que si hubiera tirado de mí con una cuerda. Me detuve cuando estuve a su alcance, pero no me tocó. En lugar de ello, dio una vuelta alrededor de mí, tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, aumentando la ya de por sí alta temperatura de mi cuerpo.

Se detuvo detrás de mí y le sentí en mi cuello, su aliento rozándome la piel.

—Qué hermosa —murmuró antes de que sus labios me mordisquearan la oreja—. Necesito conseguir que te corras. —Di un respingo cuando sus manos pasaron rozando mis brazos—. Una y otra vez. —Me lamió el lóbulo—. ¿Crees que podrás soportarlo?

No me salían las palabras. Respondí con un gemido incoherente, echando mi cuerpo sobre él, dejando que su calor me envolviera.

Dejó escapar una carcajada maliciosa y, a continuación, me dio la vuelta para que lo mirara, su boca detenida a pocos centímetros de la mía.

—No sabes si podrás soportarlo, ¿verdad, preciosa? Vamos a averiguarlo.

Me tomó con su boca, absorbiendo mi respiración con su beso devastador, haciéndome sucumbir bajo su control. No opuse resistencia y me entregué a él de la forma que me exigía. Y con cada exigencia, él me iba venciendo a medida que enseñaba a mi cuerpo cómo ser adorado y venerado. A ser poseído y dominado. Como si yo hubiera nacido simplemente para darle placer, pero, por la misma razón, él hubiera nacido para dármelo a mí.

Sí que me lamió hasta que perdí el sentido e hizo que me corriera una y otra vez. En varias ocasiones, temí no poder soportarlo. Pero él me llevó a cada orgasmo, tanto a los que llegaban despacio como a los que irrumpían en mí con violencia, con la experiencia y la seguridad de un amante que me conociera desde hacía mucho más tiempo que él.

Después de varios orgasmos de los dos, se dejó caer pesadamente sobre la cama a mi lado, rozando mi hombro con el suyo. Yo no estaba segura de si era para pasar la noche o para tomarse un descanso. Mi cuerpo estaba débil, los músculos relajados. El sueño amenazaba en los bordes de la conciencia, pero lo aparté a un lado, pues no quería que nuestra noche terminara todavía.

Giré la cabeza hacia él y le sorprendí mirándome con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

—Ha sido… increíble —dije suspirando mientras le devolvía la sonrisa.

De repente, se colocó encima de mí, cubriendo todo mi cuerpo con el suyo. Entrelazó sus manos con las mías y las levantó por encima de mi cabeza.

—¿Cuál ha sido tu parte favorita?

«Todo. Cada minuto». Pero esa respuesta parecía sosa y yo sabía que él quería algo más concreto. Varios momentos increíbles aparecieron en mi mente y cada uno hizo que me sonrojara al pensar en ellos, como cuando él había subido por mi cuerpo y se había sentado a horcajadas sobre mi cuello ordenándome en silencio que le comiera la polla. Aquello había sido bastante excitante.

O cuando me había ordenado que jugara conmigo misma mientras él chupaba y pellizcaba mis pechos. Una vez más, bastante excitante. Y también un poco raro. Pero solo hasta que entré en calor.

Incapaz de elegir en voz alta una de ellas, le planteé la misma pregunta:

—¿Cuál ha sido la tuya?

Acarició mi mentón con su nariz.

—El modo en que respondes a cualquier cosa…, a todo… lo que te hago. —Me lamió el labio inferior y yo lo abrí para besarle, pero él se apartó—. Te toca.

Estaba inusualmente juguetón e hizo que yo también lo estuviera.

—No te lo voy a decir —sonreí.

—Dímelo.

Juntó mis manos y las agarró con una de las suyas. La otra la bajó para apoyarla ligeramente en mi cadera.

Mi tórax desnudo me hacía sentirme vulnerable. Podía hacerme cosquillas sin piedad. Le provoqué, de todos modos.

—Oblígame.

—No puedo obligarte a hacer nada.

Movió la mano por mi lado sensible y yo me estremecí.

—Creo que sí podrías. —Me preparé para su asalto—. Me han dicho que se te da bastante bien obligar a las mujeres a hacer cosas.

De repente, yo ya no estaba jugando, sino insinuando algo más profundo. No tenía la intención de llegar a ese punto, pero su confesión de que manipulaba a las mujeres por puro capricho siempre acechaba bajo la superficie del tiempo que pasábamos juntos. Tumbada y desnuda debajo de él, completamente desprovista de todos los sentidos por los múltiples orgasmos, fue avanzando hacia arriba hasta que escapó de mis labios.

Su ojo se movió con un tic, la única muestra de que lo que yo había insinuado le afectaba.

—Sí que se me da bien obligar a las mujeres a hacer cosas.

No pude evitarlo, le alenté a seguir la conversación:

—Pero no a mí.

—No. —Bajó el volumen de voz, ya sin tono juguetón—: A ti no.

—¿Es que no soy… —busqué la pregunta que quería hacer, pues necesitaba saber la respuesta, aunque aún no sabía cómo plantearla—lo suficientemente… interesante como para jugar a eso?

Con mis manos aún agarradas por encima de la cabeza, se apoyó en el otro brazo para poder mirarme.

—Dios mío, Alayna, ¿quieres que te haga eso a ti? ¿Que te posea? Te destrozaría. —Su tono de voz era oscuro, pero también sinceramente curioso—. ¿Es eso lo que quieres?

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Odiaba la verdad que encerraba mi respuesta:

—No, pero también un poco sí. Mi cerebro funciona de ese modo tan estúpido. Si no me haces a mí lo que normalmente les haces a las otras chicas, es que debo de tener algo malo.

Se rio mientras se dejaba caer sobre la cama a mi lado.

—Ah, así que eres tú, ¿no? No es que yo tenga algo malo. Qué egocéntrica eres.

Libre para poder moverme, me puse de lado y le observé.

—Soy muy egocéntrica. Quiero ser especial. Me temo que no lo soy.

—Sí que lo eres. —Sus palabras sonaron rotundas—. Más aún de lo que imaginas. —Giró el cuerpo para ponerse frente a mí—. Porque mi deseo de destruirte no es mayor que mi necesidad de poseerte. Para mí eso es un avance.

Los dos éramos ahora vulnerables. Dos almas dañadas que derramábamos nuestro maltrecho estado en una sesión de terapia privada. ¿Era eso lo que él había querido que hubiera entre los dos? ¿Contarnos cosas así, sin juzgarnos, sin sentir vergüenza? Era… bonito.

Dejó de preocuparme el sentirme expuesta y hablé con total sinceridad.

—En ese caso, trataré de no obsesionarme con qué es lo que significa que para ti sea distinta. Eso será un avance para mí.

Asintió, asimilando el peso de mis palabras.

—¿Sabes por qué lo haces?

—¿Que por qué me obsesiono con los hombres?

—Sí.

—Mis terapeutas me han dicho que probablemente sea porque no me sentí querida de niña. Y que se agravó con la muerte temprana de mis padres. Así que busco constantemente afecto y cuando lo recibo dudo de él, porque no sé en realidad qué es lo que se siente.

—¿Cómo lo superaste?

Aquello no se parecía en nada a lo que creía que me iba a preguntar y me di cuenta de que estaba preguntando tanto por él como por mí. Una vez que había llegado hasta esas profundidades de la franqueza, podía zambullirme en ella.

—No lo he superado. Es una batalla constante. Mucha autoafirmación. Muchos trucos estúpidos, como el llevar gomas elásticas para recordarlo.

Asintió con la cabeza, comprendiendo en ese momento lo de mi goma elástica.

—¿Sigues cayendo en viejos hábitos?

—Sí.

—¿Conmigo?

—Ya sabes la respuesta. —La voz me salió en un susurro. Quise apartar la vista, pero teníamos los ojos fijos el uno en el otro y en la ternura de su mirada encontré el valor para seguir hablando—. No me creí que te hubieras ido de viaje de negocios. Creía que no querías verme. Por eso fui a tu oficina.

Su rostro se ensombreció, como si mi sinceridad le hubiera aplastado. Cerró brevemente los ojos. Cuando los abrió, miraban oscuros e intensos. Extendió la mano para colocarla en mi nuca, asegurándose de que le miraba fijamente el rostro.

—Alayna, nunca te voy a mentir. —Su voz era ronca—. No cuando no estemos de servicio. Siempre te diré la verdad. Lo juro.

Aflojó la mano y su dedo pulgar me acarició la piel desnuda.

—¿Me has oído?

Asentí y cubrí su mano con la mía.

—Esta, Hudson… —Me quedé sin habla, mi garganta tensa por la emoción—. Esta ha sido mi parte favorita.

Durante una milésima de segundo me preocupó haberle asustado con mi intensidad, que eso pudiera alejarle. Pero no fue así. En cambio, puso su mano sobre mi culo y me atrajo hacia sí. Me acarició el muslo para que lo moviera hacia delante y lo apoyara alrededor de su cintura. Después, se deslizó dentro de mí, mi coño ya húmedo por los anteriores orgasmos. Sus movimientos eran lentos y su ritmo constante, menos bruscos de lo que a menudo solían ser, y no hizo uso de su habitual lenguaje sexual. Pero después de lo que habíamos compartido, sus comedidas embestidas me parecían fuertes, más intensas por la conexión que por lo que me satisfacían.

El orgasmo llegó rápidamente para los dos, el mío recorriéndome el cuerpo en oleadas que me hicieron tensar el vientre y encoger los dedos de los pies, provocando fuegos de artificio que se cruzaban por mi visión, y el suyo lanzando chorros calientes y prolongados mientras pronunciaba mi nombre entre gruñidos. Sus ojos no dejaron de mirarme, aunque los entrecerró cuando se corrió, lo cual hizo que la sensación de intimidad fuera más profunda. Sabía que me había dicho la verdad, confiaba en él. En sus palabras, en sus acciones. Me sentía curada. Había caído en algo que no tenía nada que ver con el amor. La sanación.

Y también era amor. Si yo podía soportar admitirlo, aquello era exactamente amor.