—Muy bien, H, tenemos que hablar seriamente.
Llevábamos menos de diez minutos de camino hacia los Hamptons, pero yo estaba demasiado preocupada como para posponer la conversación. Me giré en el asiento delantero del Mercedes y me subí las gafas de sol a la cabeza para poder ver a Hudson con claridad.
Él me miró de reojo, sus ojos ocultos tras las Ray Ban oscuras.
—Suena interesante.
Respiré hondo.
—Tengo alguna queja sobre lo de anoche.
Levantó una ceja con expresión escéptica por encima de las gafas de sol, pero mantuvo la vista sobre la carretera.
—No sobre esa parte de la noche —dije golpeando juguetonamente su brazo—. Me refiero a la parte anterior. La última estuvo bien.
—¿Solo bien? —preguntó con el ceño fruncido.
—Más que bien —contesté riéndome—. Fue espectacular. Increíblemente espectacular. —Mis muslos se tensaron solo con pensar en el sensual placer que habíamos experimentado la noche anterior en el apartamento. Un atisbo de inseguridad apareció sigilosamente bajo mi elogio, haciendo que me preguntara si él sentiría lo mismo. Reuní valor para preguntarle—: ¿Qué te pareció a ti?
—Bien.
Su sonrisa me hizo saber que estaba bromeando, pero, de todos modos, le di un pequeño pellizco en la pierna. Otra excusa para tocarle.
Soltó una mano del volante y me agarró la mía con la que le había pellizcado.
—¡Cuidado! Voy conduciendo. —Se llevó mi mano a la boca y me mordió el dedo antes de soltarla—. Pero ¿tienes quejas?
Aparté los pensamientos que había provocado su boca sobre mi piel.
—Sí que las tengo. No estaba preparada para la situación en la que me pusiste. Tengo que conocer más detalles con antelación. No sabía que los Werner iban a estar en el concierto de anoche. ¿No podrías, al menos, haberme puesto sobre aviso?
Hudson se quitó las gafas de sol y me miró fijamente, como si tratara de evaluar mi grado de seriedad.
Yo hablaba muy en serio. Estaba cansada de dar siempre palos de ciego con él y con el mundo por el que me hacía serpentear con tanta ligereza.
Guardó las gafas de sol en el compartimento que había sobre su espejo. Ya no las necesitaba, pues el sol se estaba poniendo y nosotros nos dirigíamos hacia el este.
—Excepto por tu manía de poner las manos todo el rato encima de mí…
—¡Eh, no exageres!
—… Estuviste magnífica. —Él también hablaba en serio, lo cual me sorprendió. Yo me había sentido de todo menos magnífica—. ¿En qué habría cambiado tu modo de actuar cualquier información que yo te hubiera dado?
Abrí la boca, pero no encontré ninguna respuesta concreta.
—Me habría encontrado más relajada si hubiera estado preparada. —Fue la mejor razón que se me ocurrió—. Lo mismo te digo del día del desfile de moda. Podría haber manejado mejor a tu madre, a Celia… —Me detuve, pues me refería a lo que había descubierto sobre su pasado pero solo quería sugerirlo—. Ya sabes, todo el día habría ido mejor si hubiera estado preparada.
—Una vez más, me parece que estuviste brillante.
—No por dentro. Y son las cosas de dentro las que me llevan a hacer locuras. Como acechar edificios de oficinas. —Hice un gesto de dolor al mencionar aquel vergonzoso comportamiento que deseaba poder olvidar. Pero si quería encontrarme bien, tenía que afrontar mis inseguridades y el hecho de no tener información sobre Hudson me conducía a muchas de ellas—. En fin, te tengo atrapado en un coche más de dos horas…
—¿Estás segura de que no soy yo quien te tiene atrapada a ti?
—Vas conduciendo. Soy yo la que se ocupa del entretenimiento.
Aunque sus ganas de jugar, tan poco habituales en él, me parecieron también tremendamente entretenidas.
—Me gusta cómo suena eso —dijo sonriendo mientras lanzaba una mirada a mis piernas desnudas.
Controlé el deseo de tirar de la falda pantalón de color negro, uno de mis premios por haber ido de compras a la tienda de Mirabelle. Me gustaba que a él le gustara mirarme, pero aquella mirada me ponía a cien y yo quería seguir concentrada.
—Deja de interrumpirme. Vamos a jugar a conocernos el uno al otro. —Alcé una mano para hacerle callar—. No te atrevas a decir lo que sea que estás pensando. Si hay alguna esperanza de engañar a tu familia cuando estemos con ellos las veinticuatro horas del día, tenemos que saber más cosas el uno del otro.
—Yo ya sé muchas cosas sobre ti.
Esta vez su mirada se posó en el escote de mi camiseta ajustada.
—No es verdad. —Chasqueé los dedos junto a mi cara para hacer que su atención se centrara más arriba—. ¿Alguna vez has llegado a conocer a alguna mujer…, aparte de en lo sexual? No me refiero a investigar su pasado.
—No a propósito.
Su respuesta fue rápida y sincera. Y eso me enfadó.
—Hudson, eres un poco gilipollas.
—Eso me han dicho. —Levantó la vista hacia mis ojos amenazantes—. Vale. ¿Cómo es ese juego tuyo?
El triunfo hizo desaparecer mi enfado.
—Iremos por turnos. En el tuyo puedes hacer una pregunta o decir algo sobre ti mismo. Lo que prefieras. Nada demasiado intenso. Cosas básicas. Yo voy primero. No me gustan las setas.
Abrió los ojos de par en par.
—¿No te gustan las setas? ¿Qué pasa contigo?
—Son repugnantes. Saben a aceitunas podridas.
—No saben para nada a aceitunas.
—Saben a aceitunas podridas. No las soporto. —Puse un mohín para expresar mi asco, pero por dentro estaba eufórica porque había mostrado interés por lo que le había dicho. No estaba segura de que fuera a ser así. Sobre todo, con un tema tan simple como los sabores de las comidas.
Hudson negó con la cabeza, aparentemente perplejo por mi confesión.
—Pues eso supone un gran inconveniente. Seguro que es una dificultad para que disfrutes de las mejores experiencias culinarias.
—Explícame eso. —Por algún motivo, las setas parecían esenciales en gran cantidad de recetas sofisticadas—. Imagina mi horror cuando mi pareja del baile de graduación me preparó una cena y resultó ser pollo marsala.
Su ojo se movió con un tic, casi imperceptible.
—¿Tu pareja del baile de graduación? ¿Fue una relación seria? —Su voz también se había vuelto ligeramente tensa.
Entrecerré los ojos. ¿Estaba celoso?
—¿Es esa la pregunta que haces en tu turno?
—Pues… sí, supongo que sí.
Estaba celoso. De una pareja del baile del instituto. Me sentí halagada.
—Para mí, fue una relación seria. Para Joe no.
—Joe me parece un tipo terrible.
Pero su sonrisa volvió.
—Gracias. Lo era. —Hudson se incorporó a la carretera interestatal y yo guardé las gafas de sol en el bolso—. Me toca. —Apoyé la espalda en el asiento y me mordí el labio. Había conseguido que nos centráramos en el juego, pero ahora lo que quería era respuestas. Algo bueno—. ¿Por qué nunca llamas a la gente por su apodo?
Soltó un gruñido.
—Porque los apodos son ordinarios. Hay que llamar a las personas por su nombre. Por algo lo tienen.
Puse los ojos en blanco. Era demasiado formal. A veces, no estaba segura siquiera de que me gustara ese hombre. En parte, esa era una de las razones por las que quería jugar a esto. Tenía que saber si mi atracción iba más allá de lo físico.
Y la verdad es que quería que me llamara por mi diminutivo.
—Pero los apodos muestran cierto grado de familiaridad.
—Tú le dices a todo el mundo que te llame Laynie. Incluso a la gente que acabas de conocer.
Porque responder al nombre de Alayna me parecía raro. Las únicas personas que de verdad me habían llamado así habían sido mis padres.
—Quizá me relaciono familiarmente con todas las personas a las que conozco. —Hice un esfuerzo por pronunciar con despreocupación mis siguientes palabras, como si no me importara—: Y a Celia la llamas con un diminutivo.
—¿Hablas en serio? —Se había dado cuenta de que estaba molesta. No había sabido disimular lo suficiente—. Es la única persona en todo el mundo, Alayna. La conozco de toda la vida. Ni siquiera me enteré de que su verdadero nombre era Celia hasta casi cumplir los diez años.
Crucé las piernas, encantada al comprobar que se fijaba en ellas, y balanceé un pie con fastidio.
—Si estás tratando de convencer a la gente de que yo te importo más que Celia, deberías llamarme con un diminutivo. Es una muestra de cariño.
Y lo cierto era que yo deseaba su cariño.
—¿Llamarme H es una muestra de cariño?
Mi teléfono vibró en el bolsillo. Levanté las caderas para poder sacarlo y Hudson me miró al hacerlo.
—Sí. No uso palabras tiernas como «amorcito» o «cielo». Pero «Hudson» es demasiado formal.
—A mí me gusta ser formal.
—A mí me gustan los chupa chups con sabor a cereza, pero no por eso son apropiados para cualquier situación.
—¿Chupa chups?
—Sí…, chupa chups.
Pensé responder con una réplica sensual, pero me distraje al leer el mensaje de mi teléfono. Era de Brian, quien me pedía que le llamara. No había hecho caso a ninguno de los mensajes que me había enviado durante la última semana y no iba a empezar a responderle ahora. Contrariada, dejé caer el teléfono sobre mi regazo. Mi hermano no sabía que había encontrado una solución a mis problemas económicos y seguía esperando que sucumbiera a sus condiciones. Eso no iba a pasar.
—¿No te gusta que te llamen «cariño»?
La pregunta de Hudson me devolvió al coche.
En mi respuesta estaba presente la tensión que me había dejado Brian.
—No mucho.
Solo porque no era nada original ni sincero. No era un apelativo que Hudson hubiera escogido especialmente para mí.
—Me quedo con «Alayna».
Me giré hacia él y le fulminé con la mirada.
—Venga ya. De vez en cuando me llamas «preciosa» delante de otras personas.
—Ni hablar —murmuró.
—¿Cómo? Sí que me llamas así a veces.
Respondió en voz baja con un tono grave y serio:
—Eso es privado.
Me estremecí. Aunque su tono de voz no indicaba que el asunto estaba zanjado, no insistí. Su respuesta había sido perfecta. Sensual e incluso un poco romántica. No es que ahora fuera a hacerme ilusiones de romanticismo, pero sí había una especie de dulzura.
Vaya, Hudson siempre conseguía sorprenderme. Negué con la cabeza.
—Te toca.
El teléfono volvió a vibrar. Otro mensaje de Brian. Esta vez decía que iba a verme a primera hora del día siguiente. Y yo no iba a estar. Me iba a reír a su costa. Sonreí mientras apagaba el teléfono y me lo guardaba de nuevo en el bolsillo.
Cuando volví a centrar mi atención en Hudson, él me estaba mirando con expresión interrogante.
—¿Quién te envía tantos mensajes?
Había algo en sus celos que me hizo responder con un ronroneo:
—¿Es esa tu pregunta?
—Sí.
Pensé en inventarme algo, algo que le provocara celos de verdad, pero se suponía que el juego consistía en dar respuestas sinceras.
—Mi hermano. Es un gilipollas.
—¿Tan gilipollas como yo? —preguntó recordando lo que le había dicho unos minutos antes.
—Peor. Él es gilipollas y no lo sabe.
Hudson sonrió.
—¿Y no vas a hacer caso a Brian?
Conocía el nombre de Brian. Así me di cuenta de que ya sabía que tenía un hermano. Me pregunté qué más sabría Hudson sobre Brian. Y sobre mis padres. Sobre mi vida entera.
Bueno, si quería saber algo más sobre mi relación con Brian tendría que esperar a su turno.
—Ya me has hecho una pregunta. Me toca a mí. Perdí la virginidad a los dieciséis años.
Pretendía sorprenderle, aún molesta por los constantes mensajes de Brian y los detalles que Hudson conocía sobre mí pero que no debía saber hasta que yo se los contara.
—¿A los dieciséis? Joder, Alayna. Creo que no quiero saberlo.
—Lo siento —respondí con una sonrisa.
Negó con la cabeza entrecerrando los ojos.
—En serio, dudo mucho que ese tema vaya a surgir en ninguna conversación con mi familia.
—Nunca se sabe.
—¿Con quién fue?
Sus celos me parecían realmente excitantes.
—¿Es la pregunta de tu turno?
—No.
Ladeé la cabeza cuestionando su sinceridad.
Cambió de idea. No podía evitarlo.
—Sí.
Ni siquiera traté de ocultar mi entusiasmo.
—Fue un tío que conocí en una fiesta. Pensé que el sexo me haría olvidar que mis padres habían muerto. No fue así.
—No. Supongo que no.
Su comentario parecía mostrar empatía y me alegró que no insistiera. Había sido una época terrible de mi vida. El accidente mortal de mis padres me había empujado a comportamientos de los que no me sentía orgullosa. Sexo con desconocidos, beber en exceso, experimentar con drogas… Y luego la adicción que había seguido teniendo: el amor obsesivo, que no debería llamarse amor en absoluto, sino más bien un deseo obsesivo por ser amada. Si yo estuviera de verdad con Hudson, es decir, si fuese su novia de verdad, él tendría que conocer todos los detalles, y me gustaba pensar que en ese caso se los contaría. Sin embargo, me extrañó comprobar que por una vez me alegraba de no estar de verdad con Hudson, porque así no tenía que contárselo.
¡Anda! ¿Significaba eso que había otros momentos en los que sí quería estar con él? ¿Cuándo había empezado esto?
Lancé una mirada a Hudson, que parecía enfrascado en sus propios pensamientos. ¿Qué haría falta para entrar ahí? Traté de adivinar qué era lo que le podía tener tan absorbido.
—¿Qué has estado haciendo en Cincinnati?
—Trabajar.
Me pellizqué el puente de la nariz. Era mucho más fácil acostarse con ese hombre que conseguir que te contara algo de verdad.
—Esa no es una buena respuesta.
—Con mi novia no hablaría de trabajo.
—No serías mi novio si no lo hicieras. —A pesar de que por fin creía que Hudson había estado de verdad fuera de la ciudad, la inseguridad seguía inquietándome. Insistí para que me proporcionara más información—: ¿Tu padre y tu madre no hablaban de trabajo?
—Mis padres no hablan de nada. Si mi padre está en casa cuando lleguemos, no dormirá en la misma habitación que mi madre. Un matrimonio sin amor, ¿recuerdas?
—Entonces no es un buen ejemplo. —Probé con otra táctica—: Oye, soy licenciada en Empresariales. Me gusta saber sobre ese tipo de asuntos. —Me lamí los labios a propósito—. ¿Mi inteligencia no te pone cachondo?
—Tu inteligencia, no la mía.
Pero él estaba ocultando una sonrisa. Deslicé una mano por su pierna.
—Vamos. Ya te he demostrado la mía. Muéstrame la tuya.
No pudo resistirse a mi actitud de absoluto flirteo. Lanzó un suspiro.
—Ha habido quien ha mostrado interés por Plexis, una de mis empresas más pequeñas. Pero no quiero vendérsela a ese comprador en particular. Los demás miembros del consejo de administración no piensan lo mismo.
Hudson frunció el ceño y pensé que había terminado, pero continuó:
—Lo cierto es que ha sido bastante estresante tener que pelear por mantener Plexis cuando hay tantos que se oponen. Muchos pretenden obtener un considerable beneficio con la venta. Sé que este comprador arruinaría la empresa. La destrozaría. Habría gente que perdería su trabajo.
Yo estaba fascinada. Por lo poco que había revelado, vi algo más que la pasión por sus empresas y por las personas que trabajaban en ellas. Vi cómo se relajaba y puede que incluso disfrutara hablándome de algo que le preocupaba enormemente. ¿Contaba con alguien para compartir esos asuntos? No me pareció probable.
Se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente y cambió de postura. Estaba segura de que se sentiría molesto si supiera todo lo que yo había percibido a partir de una conversación tan breve. Así que cambié el tono de la conversación, aligerándolo.
—¡Gracias! ¿De verdad ha sido tan difícil?
Apretó la boca formando una línea recta, pero vi un brillo en sus ojos.
—A eso no voy a responder. No es tu turno. —Se detuvo solo un segundo antes de continuar—. Vale. No ha sido para tanto. Esto es lo que digo en mi turno.
—Hudson… —dije en voz baja, confiando en que no notara hasta dónde llegaba mi adoración solo con pronunciar su nombre.
—¿Sí, preciosa?
—La verdad es que no eres un gilipollas.
Se llevó un dedo a la boca.
—¡Chis! Vas a echar a perder mi reputación.
Continuamos con el juego durante la cena en un bar de almejas de Sayville y recorrimos unos cuantos tópicos, desde nuestras películas preferidas hasta las peores citas, pasando por los primeros besos. Hudson y yo teníamos muy pocas cosas en común, pero eso sirvió para despertar más mi interés y tuve la clara impresión de que a él le ocurría lo mismo. La mayor parte de nuestras diferencias parecían venir más de nuestro pasado que de nuestros gustos. Yo no sabía si me gustaba la ópera…, nunca había estado. Y mi pasatiempo favorito, comprar una entrada para el cine y colarme a ver más películas después, se debía a una carencia de dinero que Hudson nunca había sufrido.
Por debajo de todo aquello, los dos sabíamos que compartíamos algo esencial: nuestros pasados destructivos. Aunque rara vez hablamos de ello, ensombrecía muchas de nuestras confesiones. Pero al contrario que con otros hombres, cuando me tocaba hablar de mí misma, no tenía la sensación de estar ocultando la verdad. No estaba mintiendo, como había hecho con tantos otros. No hablábamos de ello, pero tampoco se escondía en los recovecos de nuestro interior amenazando con darse a conocer. Eso hacía que los sencillos intercambios que había entre los dos fueran más fáciles y enternecedores.
Tras la cena, cuando volvimos a ponernos en marcha, seguimos jugando a un ritmo más tranquilo, dejando que largos momentos de cómodo silencio invadieran los espacios que había entre turno y turno. Por fin, Hudson abandonó la autopista de Old Montauk para seguir un camino privado. En la verja que se encontraba a medio camino, introdujo un código que abrió las puertas de madera y continuamos junto a un seto alto hasta la entrada circular. Detuvo el coche delante de una casa tradicional de dos plantas.
—Hemos llegado —dijo con una voz cantarina nada propia de Hudson Pierce.
Me quedé con la boca abierta mientras alzaba los ojos hacia la mansión, muy iluminada con brillantes antorchas, como la fuente que estaba en el centro de la entrada circular. Había intentado no pensar demasiado en el dinero de Hudson, pues no quería que se convirtiera en el centro de mi atracción por él, pero si hubo un momento en el que supe apreciar su riqueza, fue ese. Aquella casa de piedra era impresionante y excesiva, como las que solo se ven en las películas.
—Esto es… ¡Uf!
Hudson se rio.
—Vamos. Te va a encantar por dentro.
Abrí la puerta del coche y al instante me sentí abrumada por el olor del océano, que se mezclaba con el de una gran variedad de flores veraniegas. Las puertas de la casa se abrieron y se acercó un hombre mayor algo calvo con un traje gris claro.
—Buenas noches, Martin —lo saludó Hudson mientras deslizaba su brazo por mi cintura—. Esta es mi novia, Alayna Withers. Martin es nuestro asistente.
—Un placer, señorita Withers —dijo Martin estrechándome la mano. Después de soltarla, habló con Hudson—: Señor Pierce, dejaré sus maletas en la suite de invitados del ala oeste.
Hudson frunció el ceño mientras le entregaba a Martin las llaves del coche.
—¿Están todos en el ala oeste?
—Sí, señor.
—Entonces, ponnos en la habitación principal del ala este.
Con la mano aún en la parte inferior de mi espalda, Hudson me condujo por la doble puerta al interior de la casa. La entrada estaba vacía, salvo por una mesa ornamentada colocada en la curva de la amplia escalera.
—Hudson, ¡estamos en la cocina! —gritó la voz de Mirabelle desde la parte posterior de la casa.
—Sé que es tarde, pero por lo menos tenemos que saludar —se disculpó Hudson en tono apesadumbrado—. ¿Te importa?
Yo no estaba cansada en absoluto. Esa era mi mejor hora del día. Si no hubiésemos salido de la ciudad, estaría empezando mi turno en el club.
—Para mí no es tarde.
Por algún motivo, eso hizo sonreír a Hudson.
—Bien.
La sensual promesa de su tono hizo que las piernas se me tensaran. Dios mío, con su incesante flirteo en el coche y la intimidad de nuestro juego para conocernos, yo estaba más que seducida. Lo único que necesitaba era una cama y estar a solas con Hudson. Y lo de la cama era opcional.
Hudson me llevó por el vestíbulo posterior de la entrada hacia la parte de atrás de la casa; sus dedos en mi cintura no suponían suficiente contacto. En la cocina, dejó caer la mano y yo suspiré ante aquella pérdida.
Por suerte, pude disimular el suspiro con otro de asombro al ver la estancia en la que habíamos entrado. La cocina era más grande que mi apartamento. Las paredes eran de un color amarillo claro y las encimeras de granito moteado en marrón y blanco. Todos los electrodomésticos eran de acero inoxidable, lo que contrastaba notablemente con el suelo de madera. Aunque no soy una persona a la que le interesen mucho las cocinas, admiré la belleza de aquella.
Vimos a Adam y a Mira inclinados sobre la isla del centro, terminando lo que parecían ser las últimas migas de una tarta.
—Yo estoy embarazada —dijo Mira antes de que nadie pudiese preguntar nada—. No sé cuál será la excusa de Adam.
—¿Era una de las tartas de Millie? —preguntó Hudson.
Mira asintió.
—Entonces, ahí tienes su excusa. Nadie hace las tartas mejor que Millie. No puedo creerme que no hayáis dejado nada para nosotros.
—Hay más para mañana —intervino Adam—. Nos han prohibido estrictamente que las toquemos. Millie es nuestra cocinera —aclaró mirándome—. Es impresionante.
—Ahora que he dado de comer al pequeño —dijo Mira frotándose el vientre—, puedo saludarte como es debido. ¡Laynie! —Envolvió mi cuerpo con sus brazos—. ¡Estoy muy contenta de que hayas venido!
—Gracias —contesté sorprendida por su euforia.
—¿Cómo os ha ido el viaje? ¿Habéis comido algo?
—¿Te estás ofreciendo para prepararles algo? —Adam se llevó la mano junto a la boca y fingió que susurraba—: Mira no sabe cocinar.
Ella entornó los ojos con expresión juguetona.
—Pero sí sé cómo funciona un microondas.
—No es necesario que demuestres nada. Nos paramos en Sayville —le explicó Hudson.
—¿El bar de las almejas? Vaya, estoy celosa. —Mira se acercó a su hermano para darle un abrazo y un pequeño beso en la mejilla—. Pero sigo alegrándome de que hayáis venido. Han pasados siglos desde que no venías.
Hudson se soltó de ella, pero sonrió.
—Yo también me alegro. ¿Ha venido papá?
Mira llevó la fuente vacía de la tarta al fregadero y la llenó de agua para dejarla en remojo.
—Sí, se ha acostado ya. O se está escondiendo de mamá. Está en la casa de los huéspedes.
Intercambié una mirada con Hudson recordando nuestra anterior conversación sobre el matrimonio sin amor de sus padres.
—¿Dónde está mamá? ¿Y Chandler?
—Yo estoy aquí. —Miré hacia atrás y vi a Sophia Pierce apoyada en el arco de la entrada. Iba vestida con una bata y llevaba una copa de algo de color marrón claro con hielo—. Chandler ha salido con esa chica, Gardiner. No creo que vuelva hasta muy tarde.
—Hola, madre.
Hudson se acercó a ella y la besó en las dos mejillas.
—Has venido. —Sophia me miró—. Los dos.
—Alayna y yo rara vez nos separamos —mintió Hudson atrayéndome hacia él.
—Buenas noches, señora Pierce. —Había estado temiendo volver a verla, pero intenté que mi saludo sonara lo más cálido posible. El brazo de Hudson alrededor de mi cintura me ayudó—. Gracias por la invitación. Tiene una casa preciosa.
Asintió.
—Estoy segura de que querréis instalaros. He elegido para vosotros una habitación del ala oeste.
Hudson se enderezó.
—Le he dicho a Martin que prepare la habitación principal del ala este.
Un hormigueo de electricidad se extendió desde la parte inferior de mi vientre por el resto de mi cuerpo. Hudson y yo compartiendo una suite… Solo pensarlo hizo que me revolviera. Había tratado de no darle muchas vueltas a cómo pasaríamos las noches en los Hamptons. No sabía si iban a estar llenas de sexo o si se iban a considerar como horas de servicio. Pero ahora que la idea se había planteado abiertamente, no podía dejar de pensar en las distintas posibilidades carnales.
Estaba claro que Sophia no pensaba lo mismo en cuanto a que su hijo y yo compartiésemos una cama.
—Hudson, eso está muy apartado del resto de nosotros.
Su cólera era evidente. Al igual que con Hudson, tuve la sensación de que rara vez se enfrentaba nadie a ella. Imaginé que aquel rasgo que compartían daría lugar a comidas familiares bastante incómodas.
Y yo estaba a punto de compartir varias de esas comidas antes de que el viaje llegara a su fin. Qué suerte.
Hudson sabía cómo manejar a su madre.
—Necesitamos esa distancia, madre. —Su tono de voz era concluyente.
—¿Por qué? No mordemos a nadie.
—Alayna sí —replicó con una sonrisa maliciosa—. Y puede ser bastante ruidosa.
Pasé por diez tonos de escarlata. ¿De verdad creía que a cualquier novia ficticia le gustaría que su vida sexual fuera tema de conversación con la madre? Aunque sí era cierto que podía ser bastante ruidosa.
Hudson, ante la mirada de sorpresa de Sophia, cuya reacción probablemente era el resultado que había buscado con su escandaloso comentario, respondió:
—Venga, madre, no me mires así. Ni Alayna ni yo éramos vírgenes a los dieciséis años.
Sophia frunció los labios y pasó a nuestro lado, terminándose la copa antes de dejarla en el fregadero.
Hudson se inclinó hacia mí para susurrarme algo al oído y el calor de su aliento hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.
—Pues mira por dónde eso de la virginidad me ha sido muy útil.
Le di un codazo en las costillas, exasperada por ser la víctima al burlarse de su madre.
—No te enfades, Alayna. —Me atrajo por delante de él y me envolvió con sus brazos apoyando mi espalda sobre su pecho—. Confía en mí. Queremos que nuestra habitación esté lejos de ellos.
Suspiré al sentir su tacto, consciente de que nos estaban viendo, pero disfrutando de todos modos de aquel contacto.
Y puede que él también lo disfrutara. O simplemente quería alejarse de su madre, puesto que en ese momento dio las buenas noches a su familia.
—Os veremos por la mañana. Es tarde y queremos acostarnos.
O puede que de verdad quisiera irse a la cama. Dios sabía que yo sí quería.