Capítulo catorce

Jordan me estaba esperando a las seis con el Maybach frente al portal de mi casa, pero antes incluso de que me abriera la puerta vi que el asiento de atrás estaba vacío.

—El señor Pierce va a llegar más tarde a la ciudad —se explicó Jordan—. Se encontrará con usted en el Lincoln Center. Tengo su entrada.

Después de pasarme todo el día nerviosa porque iba a ver a Hudson sin saber cuál sería el contexto de nuestra velada, no quería estar sola.

—¿Te importa si subo delante contigo? —pregunté.

—Estoy seguro de que el señor Pierce preferiría que se sentara detrás.

Aparté la puerta de atrás de las manos de Jordan y la cerré sin entrar.

—Entonces, no se lo digamos, ¿vale?

Jordan negó con la cabeza mirándome y dio la vuelta en dirección al asiento del conductor. La Filarmónica de Nueva York iba a tocar las sinfonías dos y tres de Brahms. Qué bien. Me encantaba el arte y habían pasado siglos desde que no disfrutaba de un evento de cualquier tipo.

Por suerte, no tenía que ir a trabajar hasta la una de la noche, pues me iba a quedar después de cerrar para aprender a hacer el inventario mensual. Liesl había venido a mi apartamento esa tarde para ayudarme a abotonarme la parte trasera del vestido y se había llevado ropa mía al trabajo para que pudiera cambiarme cuando llegara. Eso quería decir que Hudson y yo teníamos toda la velada para… ¿Para qué? ¿Teníamos que actuar esa noche? ¿Se trataba de una cita? ¿Íbamos a salir en plan amigos? No tenía ni idea.

Eché un vistazo a Jordan y me sentí animada para buscar respuestas a alguna de mis preguntas.

—Jordan, ¿qué te ha contado Hudson de mí?

Jordan se encontraba en el despacho cuando habíamos estado negociando las condiciones de nuestro acuerdo. ¿Qué pensaba él de nosotros?

Jordan no respondió.

—Se supone que no debes charlar conmigo, ¿verdad? —Por su expresión supe la respuesta—. Eh, vamos. Probablemente también te haya dicho que me tengas contenta. Y ahora mismo una confirmación es lo que me haría feliz.

Lanzó un suspiro, como si no creyera lo que estaba a punto de hacer.

—Me dijo que usted es la mujer de su vida.

—¿Sí? —Claro que le diría eso. Ese era mi papel al fin y al cabo: interpretar a la mujer de su vida. Pero ¿había habido otras?—. ¿Cuántas mujeres ha habido en su vida?

—No me han contratado para llevar a otras, señorita Withers. Solo le he llevado a él. Puede que en alguna ocasión haya tenido una cita, pero no muy a menudo.

Fruncí el ceño, pues no quería pensar en Hudson teniendo citas.

—Lo cierto es que por ninguna de ellas ha mostrado tanto interés como con usted.

Puse los ojos en blanco. No quería que me tratara con condescendencia.

—No tienes por qué decir eso.

—No. Pero es la verdad.

¿Qué significaba eso exactamente? ¿Que yo era especial para él? ¿O que era la única a la que él había contratado para alardear?

Pero no podía hacerle a Jordan esas preguntas.

—¿Tú qué piensas de Hudson? —le pregunté en su lugar.

—¿Yo? —Jordan me miró sorprendido—. Pues que es un buen jefe. Muy claro en cuanto a sus expectativas. Exige mucho, pero las ventajas a cambio van en la misma proporción.

Me gustó saber eso, que era un jefe decente. Pero no era eso lo que yo quería saber.

—Me refiero como persona.

Jordan se rio.

—No lo conozco de otra forma que como empresario. —Me miró—. Puede que usted sea la única persona que he visto que lo conozca como hombre.

—Lo dudo. —No solo porque no le conocía, sino porque sospechaba que Hudson no dejaba que nadie le conociera.

—Yo no estaría tan segura.

Quise continuar con la conversación, pero habíamos llegado al Lincoln Center. Me sentí rara al llegar allí sola, pero Jordan me indicó que fuera al Avery Fisher Hall y me dio toda la información que necesitaba.

—Esta noche es un concierto para donantes. Así que habrá un ligero bufé en el vestíbulo. El señor Pierce ha insistido en que se sirva usted misma.

Sonreí imaginándome a Hudson dándole órdenes a Jordan. ¿Había sido por teléfono? ¿Le había mandado un mensaje? En cualquier caso, me di cuenta de que se había tomado muchas molestias para esa noche.

—¿Sabes cuándo llegará?

Jordan negó con la cabeza.

—Una reunión a última hora ha retrasado su despegue. Pero ha asegurado que vendrá en cuanto pueda. —Hizo una pausa antes de volver a subirse al coche—. Señorita Withers, si me permite decirlo, está usted muy guapa.

Me sonrojé y le di las gracias, pero su cumplido me dio el coraje para entrar yo sola a la sala. Asistentes elegantemente vestidos entraron en tropel conmigo, los más ricos de la ciudad, la gente que tenía dinero como para hacer donaciones a algo tan trivial como el arte. A mí siempre me habían gustado los vestidos bonitos, pero nunca me habían interesado los nombres de los diseñadores hasta ese momento, en el que lo único que servía para camuflarme dentro de aquel mar de ropa cara era mi propio vestido de firma. Me encontraba fuera de mi ambiente. Necesitaba una copa.

Tal y como Jordan había dicho, había mesas de bufé a lo largo del vestíbulo y los camareros se movían por la sala con bandejas llenas de deliciosos aperitivos y copas de champán. Yo no tenía mucha hambre, pero cogí un hojaldre de cangrejo al pasar para así tener algo en el estómago cuando me bebiera el champán que poco después cogí. Pasé los cuarenta y cinco minutos siguientes bebiendo mi copa muy despacio y mordisqueando verduras con los ojos fijos en las puertas de entrada en busca de mi cita.

Cuando la multitud fue disminuyendo, me dirigí a regañadientes al asiento que aparecía en mi entrada. Un palco, por supuesto. Se me levantó el ánimo cuando vi que había espectadores que entraban en el palco delante de mí. Quizá Hudson se las hubiera arreglado para escabullirse y entrar antes que yo.

Pero cuando el acomodador me mostró mi asiento, vi que los que estaban a ambos lados del mío estaban vacíos. Otros tres asientos de nuestro palco estaban ocupados por una pareja de mediana edad y una mujer de la mía, una mujer a la que conocía. Era Celia.

—¡Laynie! —me saludó Celia mientras se sentaba—. Me alegra mucho que hayas venido. ¿Dónde está ese hombre tuyo tan guapo?

Su tono de voz no era exactamente bajo y me di cuenta de que quería que sus acompañantes la oyeran.

Sentí que el pecho me oprimía. Definitivamente, no se trataba de una cita.

—No me lo podía perder. Estaba deseando volver a verte. —Hice lo que pude por fingir que sabía que Celia estaría allí lo mismo que ella parecía saber que yo asistiría—. Hudson se ha retrasado con su vuelo. Ha estado fuera de la ciudad casi toda la semana.

Admito que esperaba que la mención a que él no estaba en la ciudad fuera para Celia una novedad. Pensaba que, de algún modo, necesitaba tomarle la delantera y tener información que Celia desconociera sobre mi supuesto amor era el único truco del que podía hacer uso.

—Ah, sí. Me dijo que se volvía a ir cuando hablé con él ayer. —Demasiada información privilegiada—. Deja que te presente a mis padres, Warren y Madge Werner. Esta es Alayna Withers, la novia de Hudson.

El señor y la señora se intercambiaron una mirada antes de inclinarse por encima de sus asientos para estrecharme la mano.

—Me alegro de conocerte por fin —dijo Madge—. Sophia me ha hablado mucho de ti.

«Ah, sí». Lo que fuera que Sophia Pierce tuviera que contar a su mejor amiga sobre mí no podía ser nada que yo quisiera saber. Sentí un nudo en el estómago al pensarlo. ¿Dónde demonios estaba Hudson? ¿Cómo podía dejarme sola con esa gente?

—Sophia es un encanto —dije con toda la cortesía de la que fui capaz. La verdad es que no me costó sonreír al decirlo, como si hubiera hecho una broma privada sobre el monstruo que Hudson tenía por madre.

—¿Verdad que sí? —murmuró Celia para que yo pudiese oírla.

Su indirecta hizo que me sintiera más cómoda. Hasta que Madge empezó a interrogarme.

—¿Y dónde fue conociste a Hudson?

Repetí la historia, adornándola con tantos momentos románticos como pude sin exagerar demasiado, mirando todo el tiempo hacia atrás, deseando que Hudson apareciera.

—Withers —dijo Warren cuando hubo una pausa—. ¿Algún parentesco con Joel y Patty?

—No, lo siento.

Si estaba tratando de saber hasta dónde llegaba mi estirpe, me temo que iba a quedar profundamente decepcionado.

El alivio me inundó cuando las luces se atenuaron poniendo fin a nuestra conversación. Simultáneamente, mi resentimiento hacia Hudson fue en aumento. Le envié un mensaje rápidamente, algo que debía haber hecho una hora antes: «¿Dónde estás?».

La respuesta a mi mensaje llegó en forma de susurro a mi oído cuando el director salió al escenario y el público empezó a aplaudir:

—Justo a tu lado.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo y levanté los ojos para ver que Hudson se había deslizado hacia el asiento que estaba a mi lado. Estaba allí. A pesar de la tenue iluminación del teatro, supe que estaba guapo, vestido con un esmoquin clásico. Tenía el pelo revuelto, como si se hubiera vestido rápidamente, y la cara desaliñada, lo cual aumentaba el factor sensual.

Hizo un gesto hacia el señor y la señora Werner y, a continuación, me agarró de la mano.

Su mano en la mía, su calor, su fuerza. No importaba si era para que lo vieran los demás, yo la necesitaba y permaneció allí aferrada hasta el descanso, soltándola solo para que pudiésemos aplaudir.

Mientras el público seguía aplaudiendo, él se inclinó hacia mí.

—¿Qué te parece?

—Me ha encantado.

Jamás había escuchado a la Filarmónica de Nueva York y Brahms no había sido nunca mi compositor preferido, pero el concierto había sido impresionante. El hecho de haberlo disfrutado con el hombre más atractivo del planeta sentado a mi lado no lo hizo peor.

—Sabía que te gustaría. —Cuando las luces se encendieron, me colocó un mechón de pelo tras la oreja y me habló con un susurro provocando nuevos escalofríos en mi espalda—: Que empiece la función.

Se puso de pie y me cogió de la mano para ayudarme a levantarme y, a continuación, se volvió hacia los Werner.

—Madge, Warren. Ojalá hubiera estado aquí para hacer las presentaciones. Supongo que ya os conocéis todos.

—Así es —contestó Madge—. Nos ha presentado Celia.

—Bien. Quería que las personas más importantes de mi vida se conocieran. —Después, a la vista de todos, me rodeó con sus brazos haciendo que mis piernas se convirtieran en gelatina—. Siento haber llegado tarde, cariño. Estás espectacular. La mujer más guapa que está aquí esta noche.

Había dicho que estaba espectacular cuando compramos el vestido y, lo mismo que entonces supe que lo decía por mí, esa noche sabía que lo hacía por los Werners. De no ser así, no me llamaría «cariño».

Le miré a los ojos sin necesidad de fingir mi mirada de adoración.

—Eso no puedes saberlo. Apenas has mirado a nadie más.

Acarició su nariz contra la mía.

—Porque no puedo apartar los ojos de ti.

Dios, podríamos habernos dedicado a escribir empalagosas novelas de amor. Se nos daba muy bien. A él se le daba muy bien.

—¿Has estado fuera de la ciudad esta semana? —preguntó Warren sin que pareciera que le importaba interrumpir el fingido momento entre Alayna y Hudson—. Celia me ha dicho que estabas de viaje de negocios.

Yo oculté un mohín. Eso no lo había dicho Celia. Lo había dicho yo.

Hudson me besó suavemente en la frente antes de soltarme para dirigir su atención a Warren.

—Sí. Novedades con Plexis.

Warren negó con la cabeza.

—Esa empresa lleva tiempo dándote problemas.

—Perdonad —interrumpió Madge—. Mientras los hombres tenéis una aburrida conversación de negocios, las chicas vamos a refrescarnos.

No estaba segura de si Madge pretendía incluirme como una de «las chicas», pero decidí quedarme. Quería escuchar esa aburrida conversación de negocios. No quería dejar a Hudson.

Sin embargo, Celia me agarró del brazo, obligándome a acompañarlas, y Hudson pareció esperar a que nos fuésemos para continuar. Además, necesitaba hacer un pis.

No pasé por alto la mirada de advertencia que Hudson lanzó a Celia. Incluso yo, que no había tenido una amistad de toda la vida con ese hombre, sabía que aquella mirada le estaba diciendo que tuviera cuidado con lo que me decía.

No tenía por qué haberse preocupado. La conversación de camino a los servicios y mientras esperábamos en la cola fue banal y de lo más trivial. Sobre todo, consistió en comentarios sarcásticos de Madge sobre lo que otras personas llevaban puesto y en tratar de averiguar qué me había regalado Hudson y cuánto costaba.

Fue después de salir del baño cuando la conversación se volvió interesante. Madge y Celia se estaban empolvando la nariz en el espejo lateral y no me vieron salir. Me acerqué al lavabo para lavarme las manos y me di cuenta de que podía oír su conversación a la perfección.

—Es guapa —dijo Madge—. Lamento que sea tan guapa.

—Mamá, déjalo —gruñó Celia.

—Estoy segura de que no es más que un devaneo, cielo. Es la primera novia de verdad de Hudson. Nunca se queda uno con la primera.

Me estuve lavando las manos durante un buen rato.

—Madre, ya no siento eso por él. Te lo he dicho. De todos modos, es un psicópata. No te gustaría que nuestros hijos tuvieran esos genes.

—Tiene mejores genes que la mayoría. Y sé que dices que ya no te interesa, Ceeley, pero no tienes por qué fingir conmigo. Simplemente, asegúrate de que se ha hecho análisis de todo tipo cuando vuelvas a estar con él.

—¡Mamá!

Una inmensa ola de rabia me invadió. No solo porque Madge hubiera insinuado barbaridades sobre mi vida sexual, aunque eso me dolió. Sino también porque Celia, la mujer que probablemente era la mejor amiga de Hudson, le había llamado psicópata. No me extrañó que Hudson se mostrara tan precavido y apartado del mundo. Incluso las personas que se suponía que más le querían parecían no comprenderle ni tener empatía con él cuando luchaba con sus demonios internos, a los que seguramente tenía que enfrentarse a diario.

No me extrañaba que hubiera venido en mi busca.

Me eché agua fría en la cara en un intento por hacer desaparecer mi rabia. A continuación, me sequé las manos y volví con las Werner. Aunque acababa de estar con Hudson, de repente sentí un enorme deseo de estar de nuevo con él. Lamenté haberle apartado de mí. Ahora me daba cuenta de que me necesitaba de un modo tan intenso que no se podía expresar con palabras. Y yo le necesitaba a él. Prácticamente, eché a correr hacia el palco.

Hudson colocó el brazo alrededor de mi cintura cuando llegué adonde estaba, pese a continuar con su charla con el señor Werner, y yo me derretí. Deseé tener aún más contacto con él, compartir físicamente la revelación que había experimentado en el baño, así que metí la mano bajo su chaqueta, desesperada por tocarle más, deslizando los dedos por la parte baja de su espalda.

Él se puso rígido.

Retiré la mano y se relajó.

Tuve que concentrarme para no dejar que la punzada de su rechazo se me notara en la cara. Quizá no se había dado cuenta de lo que intentaba decirle. Así que probé de nuevo, en la oscuridad, cuando la sinfonía empezó a tocar otra vez, colocándole la mano en la pierna. Después, seguí subiendo por su muslo.

Me detuvo, cogiendo mi mano con la suya. La retuvo ahí durante el resto del concierto y, aunque seguía manteniendo el calor y la fuerza, me pareció más una restricción que algo confortable.

La decepción se apoderó de mí con un frío estremecimiento. Había llegado demasiado tarde. Le había apartado y ahora la atracción había desaparecido. Di las gracias por estar a oscuras. Así no se daría cuenta de que mis ojos se llenaban de lágrimas.

Después de que terminara el concierto, salimos con los Werner al aparcamiento en lugar de adonde los coches recogían a los asistentes.

—He venido conduciendo yo —dijo Hudson respondiendo a mi expresión de extrañeza.

Mantuvo su brazo alrededor de mi cuerpo mientras caminábamos. Su tacto era constante, pero todo fingido. La presión y la pasión que me había demostrado en privado ya no estaban presentes.

También habían desaparecido sus ojos. Antes, siempre que estaba con él, sus ojos no se apartaban de mi cuerpo, de mi cara. Ahora no establecía contacto visual y apenas me hablaba. En cambio, charlaba relajadamente con Celia, compartiendo bromas íntimas. A cada paso que dábamos, me sentía cada vez más consternada. En mi garganta empezó a aparecer la congoja y me concentré en obligarme a conseguir que volviera a bajar, manteniéndola a raya.

Nos separamos de nuestros acompañantes al llegar al Mercedes. Celia me dio un abrazo rápido mientras Hudson estrechaba la mano de Warren y daba un beso a Madge en la mejilla. Yo saludé con la cabeza a los Werner y, a continuación, Hudson me abrió la puerta para que subiera al asiento delantero.

Antes de entrar, Hudson se despidió de Celia. Miré por la ventanilla mientras el estómago se me revolvía. La abrazó y le susurró en el oído algo que la hizo reír. Yo me sequé la única lágrima que pudo escapar a mis defensas.

Además de destruirme, el hecho de verlos así me volvió loca. Loca de remate, loca de rabia. ¿No se suponía que Hudson tenía que demostrar que él y Celia no debían estar juntos? Y después de haber oído lo que ella pensaba realmente de él, yo sabía que no debían estarlo. Ella era un error para él.

La envidia se extendió por mis venas como el hielo líquido. Puede ser que Celia no tuviera una historia de amor con Hudson, pero yo tampoco. Y ella tenía su amistad. Por el momento, parecía que yo no tenía nada.

No hablamos recorriendo la larga cola para salir del aparcamiento y Hudson tarareó fragmentos de la sinfonía de Brahms mientras conducía. ¿Era yo la única que sentía la fuerte y pesada tensión? Una tensión que parecía crecer a cada minuto.

Cuando estuvimos en la calle, no pude seguir controlando mi sensación de frustración y pena.

—Así que sabías que Celia estaría en el concierto esta noche.

No era una pregunta. Yo ya sabía la respuesta, pero quería que él lo dijera. Abrió los ojos de par en par, como si le sorprendiera mi tono severo.

—Sabía que Celia iría con sus padres, sí. —Me miró de reojo—. Sus padres, que son amigos de mis padres, recuerda.

Exacto. Engañarles a ellos era tan importante como engañar a Sophia Pierce.

¿Cuál era mi problema? Crucé los brazos alrededor del pecho y me golpeé la cabeza contra la ventanilla una, dos y tres veces. No debía estar enfadada. Él me había dicho que iba a fingir que estaba conmigo. No debería ponerme celosa. Celia le tenía como amigo mucho antes de que yo apareciera. Y no tenía con él nada más que eso.

Ni yo tampoco. No desde que yo misma le había puesto fin a todo cuatro días antes. Resultaba curioso haber temido que estar con Hudson me habría hecho caer en malos hábitos. Al contrario, el no estar con él había sido lo que había dado rienda suelta a mi ansiedad esa semana y lo que hacía que me sintiera tan despreciable en ese momento.

Otra lágrima cayó por mi mejilla. Le di un toque con el nudillo.

—¿Qué pasa? —preguntó Hudson con tono preocupado. O puede que solo fuera asombro.

Pensé qué responder. Podía mantener levantada la barrera entre los dos y evitar la pregunta. O mentir. O confesar mi envidia. O podía ser sincera.

Incapaz de soportar un minuto más la soledad que se había instalado en mi pecho, la sinceridad se impuso.

—Quiero estar contigo —susurré con la cara apretada contra el cristal, demasiado avergonzada como para mirarle.

—Alayna… —Sentía sus ojos sobre mí.

—Sé lo que dije. —Me limpié los ojos, decidida a mantener el resto de mis lágrimas dentro de ellos—. Pero puede que estuviera equivocada. Es decir, no sé si tienes razón…, si pasar el tiempo contigo puede hacer que me sienta mejor. Lo que sí sé es que desde que nos hemos separado yo he estado peor. —Tomé aire entrecortadamente y me atreví a mirarle—. Te echo de menos. —Una risa nerviosa se escapó de mi garganta—. Ya te dije que soy de las que se encariñan.

Un atisbo de sonrisa cruzó por sus labios.

—¿Adónde crees que te estoy llevando?

Miré por la ventanilla, pues no había prestado atención a cuál era nuestro destino. Lincoln. Nos dirigíamos al este. Estábamos a unas manzanas de distancia de Industrias Pierce. El loft.

Me incorporé mientras el rubor iba subiendo lentamente por mis mejillas.

—Ah —dije mientras el dolor de la soledad que sentía dentro se consumía con una chispa de deseo. Entonces, fue el enfado el que se impuso—. ¿Te dije que no quería más sexo y me estabas llevando a tu apartamento sin preguntar?

—Alayna —dijo suspirando frustrado—, eres un manojo de señales contradictorias. Durante el concierto parecía que estabas queriendo que…

—Y tú me has ninguneado —le interrumpí—. ¡No me hables de señales contradictorias!

Me puso la mano en la rodilla.

—Trataba de evitar mezclar el trabajo con el placer. Una tarea difícil contigo, preciosa. —Bajó la voz—: Sobre todo con tus movimientos de manos y con lo buena que estás con ese vestido.

Pestañeé.

—Ah —volví a decir.

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo conseguía separar ambos planos, delimitar lo fingido y lo real sin que se cruzaran mientras que yo no dejaba de enredarme?

—Si quieres que pregunte, lo haré, aunque ya sabes que no es mi estilo. —Interpretó mi mirada silenciosa como un «sí», aunque en realidad yo simplemente trataba de procesarlo todo—. ¿Puedo llevarte a mi cama, Alayna?

Su petición apareció con un rugido que hizo que mis botones de la pasión estallaran como fuegos artificiales.

—Sí —casi gemí mientras él se detenía ante un semáforo en rojo.

Llevó una mano hasta mi cabeza para atraerme hacia él. Su boca estaba hambrienta y rebosante de necesidad y su lengua sabía a pura lujuria y al café Amaretto que se había tomado durante el descanso. Sentí que las bragas se me humedecían y que los botones del corsé de mi vestido se apretaban contra mi pecho.

El pitido de un claxon hizo que volviera a poner su atención en el volante. Se movió en su asiento y mis ojos se fijaron en el bulto que asomaba en sus pantalones. La boca se me hizo agua, deseando tenerlo dentro de mí.

Hudson volvió a moverse.

—Esos ojos hambrientos no ayudan a calmar la situación.

Y entonces llegamos. Nos detuvimos junto al aparcacoches de Industrias Pierce. No fui consciente de los movimientos que Hudson hizo al saludar al aparcacoches, darle las llaves, pasar detrás de mí en dirección a los ascensores, con su mano firmemente apoyada en mi culo.

En el ascensor estábamos solos. Hudson introdujo el código para subir al ático y, nada más cerrarse las puertas, me apretó contra la pared metálica del ascensor. Se detuvo a pocos centímetros de mis labios y su aliento se mezcló con el mío.

—Estás muy guapa, Alayna.

—Entonces, bésame.

Un lado de su boca se curvó con una sonrisa seductora.

—Creo que me voy a tomar mi tiempo. —Despacio, recorrió con su mentón mi mandíbula y bajó por mi cuello. Yo moví la boca para tratar de capturar la suya, pero él fue más rápido, siempre un paso por delante de mí. Su despiadada seducción me puso cachonda como nunca, haciendo que un charco de humedad apareciera entre mis piernas.

Su ritmo lento me estaba matando.

—Creo que voy a hacer que te muevas más deprisa.

Deslicé una mano hacia abajo para acariciar el bulto de sus pantalones.

—¡Fóllame, Alayna! —siseó mientras yo amasaba su erección a través de la tela.

—No voy a negarme a eso. —Sentí cómo se ponía más duro bajo mi mano—. Lo cierto es que me gustaría follarte con la boca.

Abrió los ojos de par en par, pero antes de que yo pudiera hacer lo que había dicho, el ascensor se detuvo en la planta superior. Me sacó de la cabina y me soltó para buscarse las llaves. Le acaricié la espalda mientras abría la puerta, incapaz de dejar de tocarle.

—Entra —dijo con un gruñido mientras sostenía la puerta para que yo entrara.

No habíamos hecho más que cruzar el umbral cuando la puerta se cerró de golpe detrás de nosotros y él me empujó contra la pared. Encendió una luz y, a continuación, tomó mi cara entre sus manos y mi boca con la suya, embistiendo con su lengua por dentro para enfrentarse a la mía, frotando su barba incipiente con mi suave piel. Me encantaba su agresividad, como si no pudiera cansarse de mi sabor. Desde luego, yo no me cansaba del suyo.

Pero hablaba en serio cuando le había dicho que quería mi boca en otra parte de su cuerpo y, aunque a Hudson le gustaba dominar el tiempo que pasábamos juntos, yo quería darle placer. Mientras él seguía agarrándome la cara, controlando la intensidad de nuestro beso, mis manos le bajaron la cremallera y se deslizaron por dentro para acariciarle. En cuanto sintió mi caricia a través del tejido de sus calzoncillos, Hudson lanzó un gruñido sobre mis labios.

Sus gemidos encendieron mi deseo. Me liberé de su abrazo y le hice girar para echarlo contra la pared. Iba a necesitar apoyarse en algo para lo que yo tenía planeado. Después, forcejeé con sus pantalones y sus calzoncillos hasta bajárselos lo suficiente para sacarle la polla.

—Ahí está el grandullón —ronroneé mientras hacía girar la mano sobre su capullo. Atrapando una gota de líquido preseminal, enrollé los dedos sobre su miembro y dejé que mi mano lubricada se deslizara por su erección.

Volvió a gemir y yo me puse de rodillas. Sostuve la polla por la base con una mano, enrosqué mis labios alrededor del capullo y chupé con suavidad. Él ahogó un grito y me agarró del pelo, tirando de él hasta el punto de convertirse en un picor delicioso.

—Dios mío, Alayna. Lo haces tan…, ah…, tan bien.

Su elogio me animó. Acaricié su miembro con mi puño de arriba abajo y enseguida alcancé un ritmo uniforme mientras lamía y chupaba su capullo dentro de mis ahuecadas mejillas. Le traté a cuerpo de rey, deslizando mi lengua por su polla gruesa y rugosa y rozando suavemente con los dientes su glande. Se le puso más gruesa con mis atenciones y mi propia excitación llegó hasta su punto álgido.

No había pensado si se la chuparía o no hasta que llegase al orgasmo, pero, de repente, deseé con desesperación que así fuera. Necesitaba que llegara al clímax, quizá tanto como él, y mi boca reflejó con avidez esa necesidad.

—Para, Alayna.

Antes de que yo pudiese reaccionar, sus manos apartaron mi cabeza y la polla salió de mi boca con un ruido seco.

Sorprendida y confundida, dejé que me levantara.

—¿He hecho algo mal?

—No, preciosa. Tienes una boca increíble. —Volvió a buscar mis labios para un beso más profundo—. Pero necesito correrme dentro de tu coño. Llevo días pensando en eso. —Me pasó los brazos por la espalda y empezó a toquetear los botones de mi corsé—. Y tienes que estar desnuda.

Gruñí, sabiendo que iba a tardar siglos en quitarme el vestido.

—Para eso vamos a necesitar mucho tiempo —murmuré sobre su cuello.

—Tiene que ser así. —Me apretó contra su cuerpo con más fuerza para poder ver lo que hacía por encima de mi hombro—. Tengo que llegar a tus pechos. Me encantan tus pechos.

Suspiré y empecé a desabotonarle la camisa.

—Entonces, tú también vas a tener que desnudarte.

Negó con su cabeza contra la mía.

—Para eso vamos a tardar más tiempo.

—Pero me encanta sentir mis pechos sobre tu piel desnuda.

Su risa sofocada se convirtió en un gruñido de frustración.

—No quiero saber cómo has podido meterte dentro de este vestido. Date la vuelta.

Lo hice mientras me levantaba el pelo para que él pudiera manejarse mejor. Sus dedos se movieron con destreza y enseguida había desabrochado los suficientes botones como para poder quitarme el vestido.

Sentí que sus dedos me soltaban y le oí quitándose torpemente su propia ropa. Todavía de espaldas a él, me terminé de bajar el vestido y pasé mis pies por encima. Después, me quité las bragas. Me dejé los zapatos puestos, pues sabía que le gustaba follarme sin quitarme los tacones. Antes de darme la vuelta, respiré hondo, consciente de que cuando lo viera desnudo me quedaría sin respiración.

¡Vaya si tenía razón! Solo había conseguido verle desnudo la vez de la ducha, pero no me había olvidado de cómo me afectaba aquella imagen. Su estómago era una dura tabla de lavar y los músculos de sus muslos eran fuertes. Entre sus piernas, se alzaba orgullosa su erección, aún más viril y hermosa sin ropa que dificultara su visión.

Mis ojos llegaron por fin hasta su rostro y me di cuenta de que estaba mirándome con la misma lascivia y el mismo deseo intenso que yo sentía por él. Nos miramos a los ojos. Y a continuación, estaba en sus brazos, sus fuertes y preciosos brazos, mientras me besaba con un deseo aún más profundo y mis pechos se aplastaban contra su torso. Rápidamente, me pasó las manos por debajo del culo para subirme. Envolví su cintura con mis piernas y su cuello con los brazos mientras él ajustaba mis caderas encima de su polla.

Se detuvo en mi abertura.

—No te he preparado.

—Casi lo estoy. Métete dentro, Hudson.

Sonrió mientras se metía dentro de mí con una fuerte embestida. Su polla ardía dentro de mi coño, que aún no estaba completamente húmedo, pero me pareció igual de maravillosa. Profunda y muy dura.

No tardó nada en alcanzar un ritmo constante, impulsándose dentro de mí con cada embestida. Me sorprendía por la fuerza que debía de necesitar para sostenerme en esa postura y follarme con tanta potencia. Sabía que estaba en forma, pero no me había dado cuenta de hasta qué punto. Saberlo hizo que mi excitación aumentara y mi sexo se humedeciera, permitiéndole deslizarse adentro y afuera con facilidad. Mis pechos rebotaban con nuestro movimiento y sacudidas de placer me recorrían el cuerpo cuando mis sensibles pezones se acariciaban con su pecho.

—Sí, Hudson. Dios mío, sí.

Seguimos con la mirada fija el uno en el otro y pude ver la tensión y el placer grabados en su frente mientras seguía sacudiéndome para que llegáramos al orgasmo.

—Cómo… me… gusta —jadeaba—. Estás… jodidamente… buena.

Su estímulo y el sonido de nuestros muslos golpeándose me estaba volviendo loca, casi estaba llegando al orgasmo. Con cada embestida de sus caderas mi sexo se tensaba alrededor de su erección de acero. Me giró hacia la pared para que pudiera apoyarme mejor, de modo que ajustó su postura para poder embestirme con más ímpetu. Con la nueva posición pudo liberar una mano y me acarició el clítoris mientras su capullo buscaba un punto sensible.

—Córrete conmigo, Alayna —me ordenó—. Córrete.

Su tono autoritario y el movimiento en círculos de su pulgar fueron mi perdición. Eché la cabeza hacia atrás, contra la pared, y mi coño tembló mientras el orgasmo estallaba dentro de mí. Él fue detrás, pronunciando mi nombre entre gemidos mientras soltaba dentro de mí largos y calientes chorros.

Bajé las piernas de su cintura y busqué aturdida el suelo con los pies, sabiendo que posiblemente él no podría seguir sujetándome tras aquella liberación tan violenta. Aunque ya no seguía sujetando mi cuerpo, no me soltó.

—¿Podemos repetir? —pregunté entre jadeos antes de que nuestros cuerpos se hubieran enfriado.

Frunció el entrecejo mientras me soltaba para mirar su reloj.

—¿Tienes que estar en el trabajo a la una? Creo que podemos arreglárnoslas para volver a hacerlo dos veces más.