Capítulo once

Hudson dejó que yo eligiera la mayor parte de la ropa y los zapatos que me compró. Al final, era un buen montón. No quise oír el coste total cuando Stacy se lo dijo, temerosa de que pudiera sentirme como si estuviera con un viejo ricachón o, lo que era peor, como si fuese su puta.

Disfrutamos de una bonita cena en un restaurante italiano del Village y después Hudson me llevó al club. Ante la inusual suerte de encontrar un aparcamiento en la misma manzana, decidió aprovecharla, aparcó y dejó allí el coche.

—El desfile de moda benéfico de mi madre empieza mañana a la una. Tendré que recogerte a las doce y cuarto. Siento que no vayas a poder dormir más. ¿Sales a las tres de la mañana?

—Sí. Puedo arreglármelas.

—Jordan vendrá a recogerte. Me aseguraré de que trae todos tus paquetes y te ayuda a subirlos a tu apartamento. —Una taimada sonrisa apareció en su rostro—. A menos que prefieras que te recoja yo.

¿Hudson llevándome a casa? Sí, lo prefería, pero tenía que establecer algunos límites. Ya le había dejado que me tuviera cuando le había dicho explícitamente que no lo haría.

—Me temo que si vinieras dormiría aún menos.

—Cierto. Probablemente no sea una buena idea.

Nos quedamos sentados varios segundos y la tensión sexual chisporroteó en medio del silencio. ¿Debía darle un beso de despedida? ¿Me lo daría él? ¿Teníamos tiempo de entrar a hurtadillas en el guardarropa para echar un polvo rápido? Me había limpiado lo mejor que pude en el baño del restaurante, pero el olor a sexo seguía aún en el aire y me hacía pensar en cosas sucias. No quería irme.

—¿Va todo bien en el trabajo?

Era una excusa para quedarme un rato, pero además tenía verdadero interés por aquella serie de mensajes y llamadas que había recibido en la tienda.

—Puedo arreglármelas —respondió repitiendo mis palabras de antes.

Esperaba que me contara algo más, pero, desde que le conocía, nunca me había hablado de su trabajo. No había motivo para creer que lo hiciese ahora. Me quedé mirándolo un momento hasta que me sentí rara, con mi estómago dándose la vuelta como si estuviera bajando en una noria. Entonces, miré por el parabrisas delantero. Liesl avanzaba por la calle, con su cabello púrpura haciendo que fuese fácil identificarla. Aquello me dio una idea. Otra excusa, en realidad. Esta vez para conseguir el contacto físico que tanto deseaba.

—Como ya hemos puesto en marcha la farsa, será mejor que lo hagamos oficial.

Señalé con un gesto a Liesl y Hudson asintió para mostrarme que había entendido.

—Una idea excelente. —Hizo una pausa, esperando a que Liesl estuviera un poco más cerca, asegurándose de que pudiese ver un buen espectáculo. Entonces, salió del coche y se dirigió a mi puerta para abrirla y dejarme salir. Me acarició la mejilla con su dedo pulgar—. ¿Lista?

Yo nunca estaba lista, pero incliné el mentón hacia arriba para juntar mi boca con la suya. Nuestros labios se unieron y nuestras lenguas revolotearon una alrededor de la otra. Las rodillas se me doblaron, pero él tenía las manos alrededor de mi espalda y me sostuvo. Me agarré a su camisa, deseando desesperadamente enredar mis dedos entre su pelo, sabiendo que eso no haría más que aumentar mi deseo. En serio, no habían pasado más que un par de horas desde nuestra aventura en el probador y, sin embargo, parecía como si no hubiera tenido ninguna desde hacía meses.

Él se apartó y miró de reojo a Liesl.

—Nos ha visto —dijo en voz baja.

—Ah. —Yo ya me había olvidado de que nuestra muestra pública de afecto había sido para ella—. Bien. —Tragué saliva—. Gracias —susurré aún jadeando—. Por el día de hoy. —Por comprarme ropa bonita, por no hacer caso a mi petición de pasar un día sin sexo, por dejar mis pulmones sin aire con un beso en Columbus Circle.

—Hasta mañana, Alayna.

Conseguí separarme de él mirando hacia atrás solamente una vez mientras se subía al coche. Liesl estaba con los brazos cruzados, apoyada en la puerta y manteniéndola abierta para que yo pasara.

—Ha llegado el momento de dar detalles —dijo cuando pasé a su lado.

Y yo obedecí contándole toda la historia de Hudson y Alayna, la feliz pareja, entremezclando la verdad con la ficción. Le conté que nos habíamos conocido en Stern y que él había comprado el club para estar cerca de mí, pero que no se lo contara a David. Le dije que pasábamos juntos todo nuestro tiempo libre, que no podíamos apartar las manos el uno del otro, que estábamos locamente enamorados.

Aquellas mentiras me salían con facilidad y me hacían sentirme bien. Parecían creíbles. No porque supiera que Liesl se las creía, según me confirmó, sino porque yo casi las creía también.

Eran casi las cuatro cuando Jordan y yo terminamos de subir todos los paquetes a mi apartamento, pero no estaba cansada todavía. Por un momento, sentí una punzada de arrepentimiento y deseé haber permitido a Hudson que me llevara a casa. Hudson había estado presente en mis pensamientos toda la noche. No podía contar el número de veces que había empezado a escribirle un mensaje y después lo había borrado. Sentía mi sexo hinchado y ansioso por el deseo de tenerle.

Me había mantenido fuerte dentro del coche, reconociendo lo insano que era dedicar todo mi tiempo a aquel hombre. Ahora, sola y necesitada, me sentía más débil. En lugar de meterme directamente en la cama, como debía haber hecho, encendí el ordenador y me permití dedicarme a lo que tanto me había esforzado por evitar: acechar por Internet.

Me dije a mí misma que tenía que buscar información sobre Hudson para poder estar mejor preparada. ¿Y si su madre hacía algún comentario sobre su pasado universitario? Tenía que saber que había estudiado en Harvard. ¿Y si alguien me preguntaba qué pensaba sobre las inversiones filantrópicas de Hudson? Me venía bien saber que era el principal benefactor del Lincoln Center y que costeaba una beca privada en el conservatorio Julliard.

Y sus antiguas novias. Tenía que informarme también sobre ellas. Aunque no encontré gran cosa en ese tema. Sobre todo, fotografías de Hudson con una variedad de mujeres. Ahogué un gritó cuando identifiqué a una de aquellas mujeres como Stacy, de la tienda de Mirabelle. Había salido al menos una vez con Hudson. No me extrañó que estuviera resentida conmigo.

Ningún rostro se repetía, a excepción del de Celia Werner, la rubia delgada y guapa con la que su familia quería que se casara. La verdad es que nunca aparecían juntos «juntos», pero sí había en los ojos de ella una mirada de adoración que me hizo dudar de que fuera a ser del todo infeliz en un matrimonio concertado con él. Pero, de nuevo, me costaba creer que nadie pudiese ser infeliz con Hudson.

Me enteré de muchas cosas sobre mi supuesto novio durante aquellas horas, pero la verdad es que mi búsqueda por Internet tenía poco que ver con el hecho de prepararme para la familia y los amigos de Hudson. El motivo de mi búsqueda estaba en que me sentía impulsada a comprender al hombre que ejercía una influencia tan absoluta sobre mí. Leí un artículo tras otro porque quería saber los pequeños y absurdos detalles que solo una verdadera admiradora o un amigo íntimo conocen. Estuve sentada delante del ordenador hasta que se me nublaron los ojos, absorbiendo cada información esclarecedora sobre Hudson Pierce que pudiese encontrar, porque no podía parar de hacerlo.

Si me estaba obsesionando, no me importaba. Hudson me atraía con una fuerza magnética. Y como sabía que únicamente podría permitirme aquel comportamiento una sola vez, me deleité con la excitación de obsesionarme con el hombre que ya había dejado claro que nunca sería mío.

Jugueteé con los abalorios del corpiño de mi vestido gris púrpura de Valentino mientras la limusina se acercaba al edificio Manhattan Center a la una menos cuarto del día siguiente. Estaba nerviosa, sí, pero también me sentía confinada en el corsé que llevaba puesto bajo el vestido como sorpresa para Hudson, el mismo por el que me había reprendido por llevarlo puesto en público.

—Deja de moverte —dijo—. Estás muy guapa.

Respiré hondo cuando Jordan abrió la puerta de la limusina. Hudson estaba más cerca de la acera y había empezado a salir cuando le detuve.

—Espera.

Él me miró sorprendido y con desconfianza.

—¿Otra vez vas a pedirme una tarde sin sexo?

Yo me ruboricé.

—No. Ya me he rendido en ese aspecto.

Puso una sonrisa de superioridad sin molestarse en absoluto en ocultar el placer que le producían mis palabras.

—En fin… —Levanté los ojos hacia él bajo mis pestañas cargadas de rímel—. Solo quería decirte que… estás muy guapo. —Y vaya si lo estaba. El desfile benéfico exigía ropa de vestir y Hudson estaba buenísimo con ese atuendo: llevaba un traje gris ajustado de John Varvatos con una camisa de apagado color púrpura que conjuntaba a la perfección con lo que yo llevaba. Había decidido no llevar corbata, con los botones de arriba sin abrochar y dejando a la vista la cantidad de piel suficiente como para volverme loca—. Muy guapo.

Se quedó mirándome un momento y, a continuación, negó con la cabeza antes de salir del coche. Extendió la mano para ayudarme a salir, en su cara todavía una expresión de curiosidad.

—¿Qué? —pregunté, dudando de si había dicho algo malo.

—Alayna —suspiró—, hay tantas cosas que quiero hacerte ahora mismo… Pero estamos de servicio, así que voy a tener que conformarme con esto. —Me atrajo para darme un beso que, aunque no era casto, me pareció contenido, carente de la habitual pasión que derrochaba en sus besos. Este fue para los espectadores, el puñado de fotógrafos que rodeaban las puertas del Hammerstein Ballroom.

Cuando se separó de mí, me cogió la mano y cruzó ligeramente los dedos con la goma que llevaba en mi muñeca.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras me conducía al interior de la doble puerta del recinto.

—Es para acordarme de comprar café —mentí. Lo cierto es que la llevaba para acordarme de que no tenía que pensar en él. Había aprendido esa técnica en la terapia. Cuando un pensamiento desagradable o insano aparecía en mi cabeza, se suponía que tenía que darme un chasquido con ella y el picor me ayudaría a refrenar ese comportamiento.

Sí, vale. Como si el chasquido de una goma pudiera eliminar los pensamientos que Hudson me provocaba: los dos juntos, desnudos toda la noche. Y esos no eran siquiera los que más me preocupaban. Las fantasías de que pudiésemos estar juntos aparte de nuestra pequeña farsa, fuera del dormitorio… Esas eran las que me preocupaban. Y no las había tenido. Todavía. Pero después de mi aventura por Internet esa madrugada, sentí la necesidad de una red de seguridad. La goma elástica fue todo lo que se me ocurrió.

—Debes de tener mucha necesidad de comprar café.

—No me has visto cuando… —Mis palabras se fueron apagando cuando reconocí que más de una de las personas que charlaban en el vestíbulo eran celebridades. No sé por qué me sorprendía aquello. El Desfile Pierce para la Concienciación sobre el Autismo era un gran evento anual que siempre atraía a ricos y famosos. La verdad es que no lo había pensado.

Hudson sonrió al ver mi cara de estupefacción mientras me llevaba y sobrepasaba a los acomodadores; estos ni siquiera le pidieron la entrada, como a la pareja que iba a nuestro lado, que estoy segura de que eran el alcalde y su esposa. Sí, Hudson era mucho más increíble de lo que yo me había pensado.

Pasamos junto a la barra y entramos por la puerta principal de la sala de baile.

—Si te apetece beber algo, puedes pedirlo dentro. Mi madre estará ansiosa por conocerte.

Nos detuvimos cerca de la puerta y Hudson examinó la sala.

Yo me fijé en lo que nos rodeaba. Aquel lugar era excesivo, un antiguo teatro de la ópera al que habían equipado con tecnología moderna. El foco principal era la pasarela, que salía desde un escenario bajo. Un complejo sistema de iluminación, que parecía más apropiado para un concierto de rock que para un desfile de moda, colgaba desde lo alto. Había sillas alineadas a ambos lados de la pasarela y, detrás, unas mesas con manteles blancos rodeaban la sala. Tres niveles de palcos ornamentados se elevaban por las paredes hasta el techo de más de veinte metros de altura.

—¡Hudson! ¡Laynie! —Me giré al oír aquella voz familiar y vi a Mira acercándose a nosotros con toda la rapidez que su vientre abultado le permitía—. Oye, ¡estás increíble! —me dijo—. Este vestido queda genial con esos zapatos. ¡Y Huds va conjuntado contigo! ¡Qué lindo!

Hudson apretó el brazo sobre mi cintura, la única señal que me dio de que su hermana le molestaba.

—No eres la única de la familia que sabe de moda, Mirabelle.

—Por supuesto que no. Chandler es también muy entendido. Pero, por lo general, tú vas siempre demasiado estirado como para que se te pueda considerar algo creativo.

—Eso ha dolido —se quejó, aunque con una sonrisa. Hudson se sentía muy orgulloso de quién era.

Mira también sonrió. Entonces, su expresión se puso tensa de repente.

—Perdonad, sé que esto es toda una grosería, pero… —Tiró de la oreja de su hermano para acercársela a la boca y susurrarle algo que no pude oír.

El mentón de Hudson se endureció. Se enderezó y se apartó de Mira.

—Ella sabe lo de Alayna.

Mira hizo un gesto señalándome.

—¿Sabe ella que…? —Se interrumpió.

—Sí. —Sus palabras tranquilizaron a Mira, aunque solo ligeramente.

Yo quise parecer impasible, pero sabía que mi desconcierto era visible en mi cara. Estaban hablando de mí y de otra persona y, al parecer, yo sabía de la existencia de alguien o de algo, lo cual, claro está, dudé, puesto que Hudson no me había contado nunca nada de nadie. Mi curiosidad se impuso.

—¿Qué?

Mira dirigió los ojos hacia Hudson como si le pidiera permiso para responderme. Él permaneció inexpresivo y ella se lo tomó como una autorización.

—Celia está aquí. —Su boca se retorció—. No sabía si eso podía suponer un problema.

«Celia Werner». Él había dicho que yo sabía lo de ella, pero lo cierto era que no. Sabía que la familia de él quería que se casaran. Sabía que la familia de ella eran grandes accionistas de televisiones y medios de comunicación. Sabía que era guapa. Muy guapa. Y que adoraba al hombre que en ese momento me acariciaba la mano arriba y abajo con su dedo pulgar. Un hombre que no la adoraba a ella. Ni a mí, por cierto.

Si hubiera tenido la mano libre, me habría dado un chasquido en la goma elástica. Aquel no había sido un pensamiento sano.

Tragué saliva y mostré una alegre sonrisa.

—No, Celia no es ningún problema. ¿Verdad, H?

Él hizo un mohín al escuchar el diminutivo.

—Ninguno en absoluto.

—¿Dónde está?

Si esa furcia estaba allí, supuse que lo mejor sería enfrentarme a ella sin ambages.

—Allí —apuntó Mira discretamente.

Yo seguí su gesto. Allí estaba la mujer de las fotos, luciendo un vestido rojo de tela arrugada con un hombro al aire que acentuaba su esbelta figura.

—Eres más guapa que ella —dijo Mira.

No era cierto, pero agradecí el comentario. No era más guapa que ella en absoluto.

¡Zas! Otro pensamiento insano.

—Mirabelle, ¿tienes que ser siempre tan malévola? —Hudson me apretó la mano—. De todos modos, Alayna es más guapa que la mayoría de la gente.

Le besé. No solo porque me pareció una buena ocasión para que una novia recompensara a su novio por un cumplido, sino porque quise hacerlo. Quería recordarme a mí misma que fuera lo fuese lo que Hudson y yo tuviésemos juntos o no, era yo quien le besaba, era yo la que tenía que convencer a los demás de que él no debía estar con ella.

Hudson me devolvió el beso de esa forma suya tan reservada que supe que era para el público, deslizando apenas su lengua dentro de mis labios.

—No, joder. Huds liándose con una chica es lo último que quiero ver —dijo una voz interrumpiendo nuestro abrazo. Hudson se echó a un lado y detrás apareció un adolescente de pelo rubio y ojos azules vestido con una chaqueta puesta sobre una camisa y unos vaqueros—. Pero ¡bueno! —El chico me examinó de arriba abajo con una mirada lujuriosa—. Si alguna vez quieres subir en la escala social, puedes colocar esos labios sobre mí.

—Chandler, sé educado —le reprendió Mira.

«Chandler». El más joven de los hermanos Pierce. Había leído algunos blogs de cotilleos donde se especulaba con que el motivo de la gran diferencia de edad entre Mira y Chandler se debía a que los tres hijos no compartían el mismo padre. De hecho, al observar ahora a Chandler vi muy poco parecido con sus hermanos mayores.

—Alayna es nueve años mayor que tú —dijo Hudson con una expresión severa en su rostro.

—Cumplo dieciocho el mes que viene. —Los ojos de Chandler seguían fijos en mí.

Yo nunca le había dicho a Hudson que tenía veintiséis. No debía sorprenderme que lo supiera. El hombre que había desenterrado lo de mi orden de alejamiento claramente podría haber investigado más cosas sobre mí. Bueno, ahora estábamos en igualdad de condiciones. Si es que alguna vez podría estar en igualdad de condiciones con Hudson.

Hudson nos presentó de forma poco entusiasta:

—Alayna, este es nuestro hermano, Chandler. —Hudson golpeó el hombro de su hermano con un gesto que casi me pareció de broma—. Chandler, deja de desnudar a Alayna con la mirada. Está fuera de lugar.

Chandler se cruzó de brazos con una mirada de desafío y superioridad que solo podía proceder de un adolescente.

—¿Porque estamos en público o porque ha venido contigo?

—Porque no es así como hay que tratar a las mujeres. —El tono de Hudson era tenso pero sereno.

—¿Y eres tú quien va a enseñarme cómo tratar a las mujeres? —Se quedó mirando a su hermano mayor, una conversación silenciosa entre ellos durante esos pocos segundos. Entonces, Chandler se rindió—. Mamá me ha enviado a por vosotros. Quiere conocer a tu guapa acompañante.

Se dio la vuelta y miró una vez con indiferencia para ver si le seguíamos. Mira fue detrás y le agarró del codo para susurrarle algo al oído. Supongo que para corregir su insolencia.

Hudson soltó un suspiro.

—No le hagas caso. Es un adolescente salido.

—Se parece a su salido hermano mayor —susurré.

—No seas mala.

Me agarró de la mano. Yo me estremecí ante su tono imperativo y al sentir su piel sobre la mía.

Seguimos al menor de los hermanos Pierce por la sala de baile, serpenteando entre las mesas y la creciente multitud hasta que nos acercamos a una de las mesas que estaban más cerca del escenario.

—Esta es nuestra mesa —anunció Chandler. Señaló con el mentón a un grupo de gente que estaba hablando a pocos metros—. Mamá está allí.

Me quedé mirando la espalda de la mujer que supe que era Sophia Walder Pierce por las fotografías de Internet. Su cabello rubio oscuro estaba peinado en un moño alto que dejaba al descubierto su largo y elegante cuello. Incluso por detrás, era evidente que la madre de Hudson era una mujer hermosa e imponente.

Como si hubiera notado nuestra presencia, giró la cabeza hacia atrás para mirarnos, ofreciendo mientras lo hacía una sonrisa a sus conocidos.

Una oleada de inexplicable energía nerviosa me recorrió el cuerpo. ¿Y si no se creía nuestra farsa? ¿Y si yo lo echaba todo a perder?

Hudson debió de notar mi preocupación, porque me apretó la mano y se inclinó sobre mí susurrando:

—Vas a estar genial. No me cabe la menor duda.

Luego me besó en el pelo. Su distracción funcionó. Dejé de preocuparme por impresionar a su madre y me centré en preguntarme si su tierno beso había sido para mí o para quien estuviera mirándonos.

¿Y qué importaba aquello? No éramos una pareja. Aquello era una simulación. Los besos tiernos eran asunto del romanticismo y nosotros no teníamos una relación romántica. Sexual sí. Romántica no. Imaginé otro chasquido de la goma elástica. Estaba claro que no había contado con ir agarrada de la mano de Hudson todo el día cuando me puse aquella dichosa cosa en la muñeca.

Cuando volví a ser plenamente consciente de que todo lo que Hudson hacía era una simulación, Sophia ya había puesto fin a su conversación y se estaba acercando a nosotros. Tal y como me había imaginado, era muy guapa. Su cuerpo era esbelto y delgado y su tez perfecta. Tenía botox, su frente lisa e inexpresiva. O puede que no se tratara de una persona expresiva, lo cual era altamente probable, si se tenía en cuenta que era familia del señor Nada-de-mostrar-emociones-reales que estaba a mi lado.

—Hudson. —Su ligera inclinación de la cabeza se correspondía con la rigidez de su saludo.

Hudson respondió del mismo modo.

—Madre. —Los ojos de ella se dirigieron brevemente hacia mí—. Quiero presentarte a Alayna Withers. Alayna, esta es mi madre: Sophia Pierce.

—Me alegra conocerla, eh… —De repente, no sabía cómo llamarla. ¿Sophia? ¿Señora Pierce? Si hubiera dado a mi voz una inflexión distinta podría haberlo dejado en «Me alegra conocerla», pero había dejado la frase en suspenso y tenía que terminarla. Me decidí por la opción más segura—: Señora Pierce.

Solté a Hudson y extendí el brazo para estrecharle la mano a su madre, esperando que la palma no me sudara.

Mi preocupación fue infundada. Sophia Pierce no hizo esfuerzo alguno por estrecharme la mano. En cambio, me examinó con los ojos entrecerrados dando vueltas alrededor como un halcón.

—Es bastante guapa.

Bajé la mano e hice un esfuerzo consciente para cerrar la boca. Antes de que pudiera pensar si se suponía que tenía que darle las gracias, ella continuó hablando:

—¿Dónde decías que la has conocido?

Yo estaba atónita. Hablaba de mí como si no estuviera presente, como si fuese un cachorro que Hudson se hubiera encontrado en la calle.

Mira trató de salvarme.

—Mamá…

Sophia movió la mano para callarla y pude ver una muda disculpa en los ojos de Mira.

Recurrí a Hudson, pero su mirada estaba clavada en la de su madre.

—Ya te lo dije. Nos conocimos en un acto de la Escuela de Empresariales de Stern.

Sophia se rio alegremente.

—¿Qué demonios estabas haciendo en la Universidad de Nueva York? ¿Visitando los suburbios?

Yo me sonrojé de la rabia y apreté los puños a ambos lados de mi cuerpo.

Hudson también se puso rígido.

—Madre, no seas tan bruja.

Chandler sonrió abiertamente al oír las palabras que había elegido su hermano.

En cambio, Sophia no mostró señal alguna de haberle oído siquiera.

—Dígame, Alayna, ¿qué fue lo primero que le atrajo de mi hijo: su dinero o su nombre?

El calificativo «cabreada» no sirve ni para empezar a describir cómo me sentí. Estaba furiosa pero, aun así, mantuve el control. Sin perder la compostura, envolví con mi brazo el de Hudson y respondí:

—Ninguna de las dos cosas. Me sentí atraída por él porque es muy atractivo. Aunque me quedé con él porque es increíblemente bueno en la cama.

Sophia se quedó con la boca abierta. Me dio la impresión de que se trataba de una mujer que rara vez bajaba la guardia y ver que la había pillado desprevenida me entusiasmó.

Hudson miró sorprendido, pero no parecía disgustado. De hecho, por el brillo de sus ojos parecía que se estaba divirtiendo. Eso me animó a seguir.

—Mire, Sophia Pierce. Puede que no me haya licenciado en Harvard como su hijo o su marido… —Admito que me detuve al percibir la sorpresa de Hudson ante el hecho de que yo conociera detalles de su familia aunque él no me hubiera dicho nada. Una vez más, vi el brillo de sus ojos—. Pero estoy orgullosa de haberme licenciado en la Universidad de Nueva York. Y no he venido hoy aquí para que se burle de mis estudios una mujer que no terminó la carrera de Derecho.

Sophia dio un paso amenazante hacia mí. Yo era unos cinco centímetros más alta que ella por los tacones, pero ella lucía su estatura con autoridad.

—¿A qué ha venido hoy aquí?

Pensé que por muy bruja que estuviera siendo Sophia Pierce conmigo, no era mi madre. Y aunque mis padres habían muerto, habían sido buenos y cariñosos y nunca habrían tratado a nadie —mucho menos a alguien a quien supuestamente yo quería—con la malevolencia moralizante que ella me había brindado.

Entonces entendí por qué Hudson no tenía recelo alguno a la hora de mentir a su madre sobre su relación. Si yo tuviera que tratar con ella, haría lo posible por sacarla de mi vida.

Así que, en lugar de echarme atrás, me enderecé con el brazo aún envuelto en el del hombre que estaba a mi lado.

—He venido aquí porque Hudson quería que conociera a su madre. Parece que, por alguna razón, a él le importa su opinión. Y como yo le quiero… mucho, debo añadir…, he aceptado venir.

Hudson me pasó el brazo por la cintura para acercarme más a él. Sentí su sonrisa mientras me besaba en la sien.

El labio de Sophia se elevó con una leve sonrisa.

—¡Oh! —exclamó Mira.

Chandler parecía igual de sorprendido.

Al igual que antes, Sophia no hizo caso de las reacciones de su familia.

—Vamos a ir a nuestra casa de los Hamptons esta semana. Espero que venga con Hudson y con nosotros.

Abrí la boca para decir: «Gracias, pero no». Vale, puede que en realidad quisiera decir: «Vete a la mierda, zorra».

Pero Hudson habló antes de que yo pudiese hacerlo:

—Solo podemos ir el fin de semana.

Sophia pareció querer interrumpirle, lo cual no era nada comparado con lo que yo quería hacer.

—Es lo único que puedo prometerte, madre. Algunos nos ganamos la vida trabajando.

—Bien —respondió con un suspiro—. Ahora tengo que ir a hablar con algunas personas importantes. Disculpadme, por favor. —Levantó la mano para saludar—. ¡Richard! ¡Anette!

Vi cómo se alejaba, sorprendida por su repentino tono de voz agradable y simpático. Supuse que lo de fingir era algo de familia. Cuando volví a dirigir mi atención a los vástagos Pierce vi que todos ellos me estaban mirando.

—¿Qué?

Mira y Chandler intercambiaron una mirada y, a continuación, estallaron en una carcajada.

Yo fruncí el ceño, aún confundida.

Hudson me apretó entre sus brazos con una sonrisa en los labios.

—Alayna, eres increíble.

Empecé a derretirme con su abrazo, pero recordé que le había dicho a su madre que iríamos con ella a los Hamptons. Le di un pequeño puñetazo en el hombro.

—Tengo que trabajar este fin de semana.

—Quítatelo de en medio. —No era una petición, sino una orden.

No podía decirle que me era imposible librarme del trabajo porque, en fin, él era el dueño del local. Pero sería raro. Tenía concertada una reunión con David al día siguiente. Esperaba que me ofreciera un ascenso formalmente. ¿Qué se suponía que tenía que responder? «Gracias por el ascenso, ahora necesito el viernes y el sábado libres». Tendría que decirle que estaba saliendo con Hudson, aunque solo con pensarlo me daba vergüenza.

Aparte de eso, no quería ir a los Hamptons con Sophia Pierce. Me solté de los brazos de Hudson.

—Siento decírtelo, H, pues se trata de tu madre y todo eso, pero no podré estar con ella. No es nada agradable.

Él se rio. Después, me miró fijamente y me pasó el dedo por la mejilla con tanta ternura que me hizo estremecerme.

—No vamos a estar a todas horas con Sophia. Y, de todas formas, parece que has sabido arreglártelas con ella mejor que bien.

No pude evitarlo. Su sonrisa aniñada y sus ojos grises ejercían un poder sobre mí. Y había dicho que no estaríamos todo el rato con Sophia, lo cual hizo que mi imaginación se pusiera en marcha llenándose de imágenes de lo que haríamos entonces. Los pezones se me endurecieron al pensarlo. ¿Cómo podía resistirme a él?

—Vale, pero no soy responsable de mis actos si vuelve a comportarse así de nuevo.

Él se acercó para besarme.

—Cuento con ello —susurró.