Me sentía viva.
Los destellos que alternaban oscuridad y luces tenues, el ritmo palpitante de una remezcla de Ellie Goulding, el movimiento de cuerpos sudorosos bailando, apretándose entre sí, disfrutando unos de otros… El club Sky Launch se me introducía en las venas y me excitaba como no había permitido que nada ni nadie lo hiciera desde hacía tiempo. Cuando estaba allí —trabajando en la barra, ayudando a los camareros o al DJ— me sentía más libre que en cualquier otro momento del día. Aquel club tenía magia.
Y para mí un efecto sanador.
Con toda su vibración y su vida, el club constituía un refugio seguro para mí. Era un lugar al que me podía asir sin preocuparme por estar excediéndome. Nadie me iba a demandar por estar demasiado concentrada en el trabajo ni por dedicarle demasiado tiempo. Pero corría el rumor de que el Sky Launch, que llevaba en venta desde hacía un tiempo, estaba a punto de pasar a otras manos. Con un nuevo propietario, todo podía cambiar.
—Laynie —Sasha, la camarera que trabajaba en la planta de arriba, me sacó de mis pensamientos para devolverme al trabajo—, necesito un vodka con tónica, un ruso blanco y dos butterballs.
—Entendido. —Cogí el vodka del estante que tenía detrás.
—Es increíble lo lleno que está esto para ser jueves —dijo mientras yo le preparaba lo que había pedido.
—Es el público del verano. Verás cómo en una semana esto se pone a reventar. —Estaba deseándolo. El verano en el club era una auténtica pasada.
—Entonces es cuando esto se pone divertido. —David Lindt, el encargado del club, se unió a la conversación y sus ojos brillaron cuando la fuerte luz blanca que iluminaba la barra le alumbró la cara.
—Divertido de verdad. —Le dediqué a David una amplia sonrisa y le guiñé un ojo mientras colocaba las copas en la bandeja de Sasha y sentía que el estómago se me ponía tenso con un destello de deseo.
Él respondió con otro guiño, avivando la chispa de mi vientre hasta convertirlo en una pequeña llama.
David no era el amor de mi vida —ni siquiera el de aquel momento—, pero la pasión que compartíamos por el club provocaba algo dentro de mí. Mi interés por aprender más y ascender desde mi puesto de camarera parecía interesarle también a él. Más de una noche en la que me ponía al corriente del negocio había terminado con intensas sesiones de meternos mano. Aunque no me sentí atraída por él de inmediato, su pequeña estatura, su pelo rubio y rizado y sus ojos azules me fueron gustando cada vez más. Además, su entusiasmo por el trabajo y su excepcional estilo en la gestión eran cualidades que yo exigía en un hombre. Y, la verdad, la mitad de aquella atracción la causaba el poco efecto que provocaba en mis sentimientos. Teníamos una buena química pero no me hacía perder los papeles como me había pasado con otros tíos. Era prudente y firme y esa era para mí la definición del hombre perfecto.
Me puse a teclear la comanda de Sasha mientras David llenaba vasos de chupito —supuse que se trataba de un pedido de Todd, otro camarero que trabajaba junto a Sasha—. David rara vez se metía ya detrás de la barra, pero esa noche andábamos escasos de personal y agradecí su ayuda. Sobre todo, por el modo en que estaban aumentando los pedidos. Un cliente habitual estaba apoyado sobre la barra con sus amigos intentando llamar mi atención y, por el rabillo del ojo, vi a un tipo trajeado colocándose en el otro extremo de la barra.
Le di a Sasha la cuenta, pero David la detuvo antes de que se fuera.
—Espera. Ahora que estamos aquí al menos unos cuantos, creo que deberíamos brindar por Laynie. —Nos pasó los chupitos que había estado sirviendo. Tequila, mi bebida preferida.
Le miré recelosa. Aunque no era raro tomar uno o dos chupitos durante el turno, siempre lo hacíamos a escondidas, nunca delante del encargado y, desde luego, no por iniciativa suya.
—No te preocupes —dijo David chocando su hombro con el mío—. Es una ocasión especial.
Me encogí de hombros, sonreí y acepté el chupito que me ofrecía.
—Tú eres el jefe.
—Estamos demasiado ocupados como para hacer un brindis en condiciones, así que digamos simplemente que brindamos por Laynie. Estamos orgullosos de ti, guapa.
Me puse colorada y choqué mi copa mientras todos los que estaban alrededor, incluyendo el cliente habitual y sus amigos, gritaban «bien dicho» y «salud».
—¡Sí! —grité emocionada. Me había esforzado mucho para conseguir mi licenciatura. Yo también me sentía orgullosa de mí misma. Dejé el vaso de chupito con un golpe—. Dios, ¡qué bueno!
Consciente de que la gente se estaba poniendo nerviosa, Sasha se fue con su pedido mientras David preparaba el de Todd. Dirigí mi atención al cliente habitual, un tipo de cuyo nombre no me acordaba. Se inclinó hacia delante para darme un abrazo y yo se lo devolví. Puede que no le recordara, pero sabía cómo ganarme las propinas.
—Cuatro cervezas de barril —dijo levantando la voz por encima de la música, que parecía haber aumentado el volumen en los últimos minutos—. ¿Dónde está Liesl?
Le di las dos primeras jarras y empecé a servir las otras dos.
—Como va a hacer todos mis turnos de la semana que viene, descansa esta noche.
Claro, este era el tío que flirteaba normalmente con Liesl, otra de las camareras.
—Estupendo. ¿Y qué vas a hacer durante tus vacaciones? —Como no estaba Liesl, el cliente habitual exhibió sus encantos ante mí. Paseó sus ojos por mis pechos, pero reconozco que era difícil pasarlos por alto. Sobre todo, con mi escote pronunciado. Mis niñas eran bien bonitas, ¿quién podía culparme por enseñarlas?
—Absolutamente nada. —Quería que mi respuesta sonara como que estaba deseando que llegaran las vacaciones. Lo cierto es que me había cogido unos días libres para poder ir a casa y pasar un tiempo con mi hermano mayor. Pero esa misma mañana Brian había suspendido el viaje argumentando que estaba demasiado saturado de trabajo. Ni siquiera podría asistir a la fiesta de mi graduación.
Me tragué las emociones que amenazaban con aparecer en mi rostro. Además de sentirme decepcionada, estaba aterrorizada. No me resultaba atractivo no tener nada que ocupara mi tiempo. Varias veces estuve a punto de decirle a David que me incluyera en la planificación de horarios, pero cada vez que empezaba a hablar me sentía como una auténtica fracasada. Quizá una semana libre me vendría bien. Podría arreglármelas. ¿No?
Ahora no era el momento de preocuparse por la semana siguiente. Terminé de atender al cliente habitual y fui a ocuparme del tipo del traje que estaba en el otro extremo de la barra.
—¿Qué deseas… tomar…? —Mis palabras se fueron apagando cuando mis ojos se encontraron con los del trajeado y mis pulmones se quedaron sin aire, succionado de repente por aquella mirada que se cruzó con la mía.
Increíblemente guapo.
No podía apartar la vista. Su físico actuaba como un imán. Lo cual quería decir que se trataba exactamente del tipo de hombre que debía evitar.
Después de que me rompieran el corazón muchas veces, había descubierto que era posible dividir a los hombres por los que me sentía atraída en dos categorías. La primera podría describirse como de un polvo y a otra cosa. Estos hombres me llevaban a la cama, pero resultaba fácil dejarlos cuando era necesario. Solo me tomaba la molestia de estar con los de este grupo. Eran los seguros. David pertenecía a esta categoría.
Luego, estaban los hombres que eran de todo menos seguros. No eran de un polvo y a otra cosa. Eran de los de «¡joder!». Me atraían con tanta intensidad que me absorbían, y hacían que me concentrara por completo en todo lo que ellos hicieran, dijeran o fueran. Huía de esos hombres, lejos y a toda velocidad.
Dos segundos después de fijar la mirada en este hombre, supe que debía salir huyendo.
Me resultaba familiar. Debía de haber estado antes en el club. Pero, si había estado antes, no entendía cómo podía haberlo olvidado. Era el hombre más impresionante del planeta. Sus mejillas cinceladas y su fuerte mentón encajaban a la perfección con su pelo lacio y los ojos más grises e intensos que había visto nunca. Su barba de un día hizo que la piel se me pusiera de gallina, deseosa de sentir su calor sobre mi cara…, sobre la parte interna de mis muslos. Por lo que me pareció, su traje azul marino de tres piezas estaba hecho a la medida y era de un gusto excelente. Y su olor —una marcada fragancia a jabón sin perfumar, loción para después del afeitado y pura masculinidad—casi me hizo esnifar el aire alrededor, como una perra en celo.
Pero no eran solo su incomparable belleza y el exquisito despliegue de sexualidad masculina lo que me abrasaba entre las piernas y me hacía buscar la salida más cercana. Era su forma de observarme como ningún hombre lo había hecho nunca: un ansia de posesión en su mirada como si no estuviera sólo desnudándome en su mente, sino que hubiera decidido que, salvo él, nunca más habría ningún otro que me saciara.
Le deseé al instante y una punzada de obsesión empezó a arraigar en mi vientre —una sensación antigua y familiar—. Pero el hecho de que yo le deseara no importaba. La expresión de su rostro decía que me tendría lo quisiera yo o no, que era algo tan inevitable como si ya hubiera ocurrido.
Me aterrorizó. El vello se me puso de punta como prueba de mi miedo.
O quizá se puso así debido a la excitación.
«No, joder».
—Un escocés de malta. Solo, por favor.
Casi me había olvidado de que se suponía que tenía que servirle. Pensar en atenderle me pareció tan excitante que cuando me recordó cuál era mi trabajo casi me desviví por ponerle su copa.
—Tengo un Macallan de doce años.
—Bien. —Fue lo único que dijo, pero su respuesta con un tono de voz grave y firme consiguió que se me alterara el pulso.
Cuando le serví el whisky, sus dedos acariciaron los míos y me estremecí. De un modo evidente. Me miró ligeramente sorprendido por mi reacción, como si le hubiera encantado.
Retiré la mano con brusquedad y me la llevé al corpiño de mi vestido de tubo, como si la tela pudiese borrar el calor que ya se había desplazado desde el lugar donde me había tocado hasta el mismísimo punto de unión entre mis piernas.
Yo nunca acariciaba los dedos a los clientes. ¿Por qué lo había hecho ahora?
Porque no había podido evitar tocarle. Me sentía tan atraída por él, deseaba tanto algo que no sabía calificar, que habría aprovechado cualquier otra oportunidad para tocarle.
«Otra vez esto no. Ahora no».
«Ni nunca».
Me aparté. Me alejé rápidamente. Bueno, todo lo lejos que podía irme: me acurruqué en el rincón opuesto de la barra. David podía servir a ese tío si quería algo más. Yo debía mantenerme alejada de él.
Entonces, siguiendo con la mala suerte que tenía en mi vida, Sasha regresó.
—David, aquel grupo de la burbuja cinco está molestando otra vez a la camarera.
—Ya voy. —Y se dirigió a mí—: ¿Puedes quedarte sola un minuto?
—Lo tengo todo controlado. —No lo tenía nada controlado. No con el señor Atraeré-a-Laynie-aunque-ella-pierda-la-cordura sentado en el otro extremo de la barra.
Pero mi respuesta sonó convincente. David salió de detrás de la barra y me dejó sola con el del traje. Incluso el cliente habitual y sus amigos se habían unido a un grupo de chicas risueñas que estaban en una mesa cercana. Yo eché un vistazo hacia la pista de baile esperando atraer clientes mirando hacia aquel mar de caras. Necesitaba que me pidieran copas. De lo contrario, el del traje podría pensar que le estaba evitando escondida en mi rincón, lo cual, por supuesto, era cierto. Pero, para ser sincera, la distancia entre nosotros no consiguió difuminar la tensa bola de deseo que me daba vueltas en el vientre. Era una evasión sin sentido.
Suspiré y limpié con un trapo la parte de la barra que tenía delante, aunque no parecía que lo necesitara, solo para mantenerme ocupada. Cuando me atreví a mirar hacia el tío bueno que había invadido mi espacio, me di cuenta de que su whisky casi estaba vacío.
También me di cuenta de que tenía los ojos clavados en mí. Su mirada penetrante parecía ir más allá de la típica mirada de un cliente que intenta atraer al camarero, pero, consciente de mi tendencia a exagerar el significado de las acciones de los demás, rechacé aquella idea. Reuní valor y me obligué a preguntarle.
¿A quién trato de engañar? No fue necesario obligarme a nada. Me deslicé hacia él como si estuviera tirando de mí con una cuerda invisible.
—¿Otro?
—No, estoy bien. —Me dio un billete de cien. Claro. Yo había esperado que me diera una tarjeta de crédito para poder averiguar su nombre.
No, no. No era eso lo que esperaba. No me importaba cómo se llamara. Ni tampoco me fijé en que su mano izquierda carecía de anillo alguno. Ni en que seguía observando cada movimiento mío mientras yo cogía el dinero que me había dado y marcaba su copa en la caja registradora.
—¿Una ocasión especial? —preguntó.
Le miré extrañada y, después, recordé que había visto nuestro brindis.
—Eh…, sí. Mi graduación. Mañana me dan el título de un Máster de Administración de Empresas.
Su cara se iluminó con auténtica admiración.
—Enhorabuena. Brindo por tu éxito. —Levantó su copa hacia mí y dio el último trago.
—Gracias. —Yo estaba absorta mirando su boca, cómo sacaba la lengua para limpiarse la última gota de líquido de los labios. «Ñam».
Cuando dejó la copa en la barra, extendí la mano para darle el cambio, preparada para el estremecimiento del contacto que inevitablemente ocurriría cuando lo cogiera de mi mano.
Pero aquel contacto no se produjo.
—Quédatelo.
—No puedo. —Me había dado cien dólares. Por una copa de whisky. No podía aceptarlo.
—Sí que puedes. Y lo vas a hacer. —Su tono imperativo debería haberme exasperado, pero, en lugar de ello, me puse húmeda—. Considéralo un regalo por tu título universitario.
—Vale. —Su comportamiento hizo desaparecer mi intención de protestar—. Gracias. —Me giré para guardar el dinero en el bote de las propinas que estaba en la parte de atrás de la barra, enfadada conmigo misma por el efecto que ese desconocido provocaba en mí.
—¿Se trata también de una fiesta de despedida? —Su voz sonó detrás de mí haciendo que me girara para mirarlo—. No te imagino empleando tu Máster de Administración de Empresas para seguir trabajando de camarera.
Por supuesto, eso es lo que un tipo con traje pensaría. Probablemente se trataba de un hombre de negocios que compartía la opinión de mi hermano: que había trabajos que merecía la pena tener y trabajos que eran para los demás. El de camarera era de estos últimos.
Pero a mí me encantaba ese trabajo. Es más, me encantaba el club. La única razón por la que había empezado la licenciatura era porque necesitaba hacer más cosas. Algo que me mantuviera «ocupada» era lo que Brian había dicho cuando se ofreció a pagarme los gastos que excedieran de lo que cubrían mi beca y la ayuda económica.
Fue una buena decisión. La decisión correcta, pues básicamente había conseguido que mi vida dejase de dar vueltas en espiral sin ningún control. Durante los últimos tres años había dedicado mi tiempo a la facultad y al club. El problema era que los estudios habían hecho desaparecer casi todas mis preocupaciones. En cambio ahora, endeudada hasta el cuello por los préstamos para los estudios, tenía que buscar el modo de llegar a fin de mes sin dejar el Sky Launch.
Pero tenía un plan. Quería que me ascendieran. Había estado el año anterior ayudando en labores de supervisión, pero no había logrado conseguir el puesto de forma oficial porque los encargados tenían que trabajar a jornada completa. Ahora que había terminado los estudios, disponía de más horas. David me había estado preparando para ese puesto. El único obstáculo en mi trayectoria podría ser la aparición de un propietario nuevo. Pero no iba a preocuparme por eso. Todavía.
Aunque explicar cuáles eran mis intenciones a los desconocidos no resultaba nunca fácil. ¿Era inteligente sacarse un Máster en Administración de Empresas de la Escuela de Empresariales de Stern para dedicarse a la gerencia de un club? Probablemente no. Así que tragué saliva antes de responder al tipo del traje.
—Lo cierto es que me gustaría ascender aquí. Me encanta el mundo de la noche.
Para mi sorpresa, él asintió y sus ojos relucieron cuando se echó hacia delante bajo la luz blanca y brillante de la barra.
—Te hace sentirte viva.
—Exacto. —No pude ocultar mi sonrisa. ¿Cómo lo sabía?
—Se nota.
Guapo, rico y en consonancia conmigo. Era exactamente el tipo de hombre con el que me podía obsesionar, y no de un modo sano.
—¡Laynie! —El grito del cliente habitual de antes me apartó de los intensos ojos grises del desconocido—. Me voy. Quería felicitarte de nuevo y desearte buena suerte. Y mira, aquí tienes mi teléfono. Llámame alguna vez. Puedo ayudarte a mantenerte ocupada durante tu semana de descanso.
—Gracias, eh… —leí el nombre escrito en la servilleta que me había dado: Matt. Esperé a que se hubiera ido antes de lanzarla a la basura debajo de la barra y entonces crucé la mirada con el del traje.
—¿Haces eso con todos los teléfonos que te dan?
Me detuve. No es que no hubiera salido nunca con algún cliente, pero en ningún caso con un habitual. Era una norma. No quería volver a verlos. Demasiada tentación para volverme loca por ellos.
Sin embargo, no tenía ningún interés en mantener esa conversación con el del traje. Como su mirada estaba constantemente fija en mí, al final concluí que no era yo la única que se sentía atraída. No después de que me diera una propina tan generosa.
—¿Estás tratando de averiguar si tiraría tu número de teléfono?
Se rio.
—Puede ser.
Su reacción provocó mi sonrisa e hizo que la humedad que sentía entre las piernas se volviera más densa. Era divertido flirtear con él. Muy mal. Tenía que ponerle fin. Coloqué las manos sobre la barra y me incliné hacia él para que pudiera oírme mejor por encima de la música, tratando de no deleitarme con la abrasadora mirada que lanzó a mi pecho.
—El tuyo no lo tiraría. Nunca te lo cogería.
Entrecerró los ojos, pero la risa de antes seguía presente en ellos.
—¿No soy tu tipo?
—No es por eso precisamente. —Fingir que no me sentía atraída por él era inútil. Ya tenía que ser consciente de cómo reaccionaba ante él.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque estás buscando algo pasajero. Algo divertido con lo que jugar. —Me incliné aún más sobre él para asestar mi frase final, la que haría desistir incluso al más fogoso de los hombres—: Y yo soy de las que se encariñan. —Me incorporé del todo para ver su reacción—. ¿A que con esto te acabas de acojonar?
Esperaba ver el pánico reflejado en su rostro. En lugar de eso, vi un atisbo de sonrisa.
—Alayna Withers, tú puedes hacer de todo menos asustarme. —Y a pesar de lo que había dicho, se puso de pie y se abotonó la chaqueta—. Felicidades de nuevo. Todo un logro.
Me quedé mirándolo un buen rato mientras se alejaba, más alicaída por su repentina marcha de lo que estaba dispuesta a admitir.
Tardé unos cinco minutos desde que se fue en darme cuenta de que yo no le había dicho mi nombre.