… y esta mañana me he despertado solo.
La música llegaba a mis oídos los cortos intervalos en que la puerta del Balcón de la Lola quedaba abierta para permitir el paso de algún cliente. Yo estaba sentado al otro lado de la calle, allí donde Óscar me había dejado para no volver, entre dos coches, escondido, alzando la vista cada vez que alguien salía, sin esperar a nadie en concreto. Hacía algo de frío y de mi garganta salía un humo espeso, blanco, cada vez que expulsaba el aire vacío de oxígeno. Vacío. Vacío por dentro es como me sentía, después de engañarme a mí mismo tanto tiempo. Solo. Evitando a mis iguales, buscándolos sin aceptarlos. Sin aceptarme. Acostándome con unos, sintiendo lástima por otros, viviendo cada día una nueva aventura, comprimiendo en un mes las experiencias que otros viven en un año, y todo eso ¿para qué? Para engañarme a mí mismo y encontrarme una noche a las tantas de la mañana frente a la puerta de un pub de alterne con los pies doloridos, la lengua resentida y el alma vacía. Solo.
¿Qué haces ahí tú solo? —me dijeron desde detrás, robando la misma frase que yo había pronunciado un par de horas antes. Me volví y vi a Sergio, a mis espaldas, de pie sobre la acera.
Aquí, esperando. Tú también estás solo —señalé.
Se sentó a mi lado y se quedó mudo.
Antes te he visto con un chico. ¿Qué ha sido de él? —pregunté, sin poder aguantar más.
Era un estúpido, le he mandado a la mierda.
Ya veo —dije, queriendo decir más cosas, queriendo decirlo todo, queriendo abrir la boca y dejar salir una vomitona de ideas, de reproches, de promesas, de proposiciones.
Al principio de mi relato os he dicho que no os iba a contar la típica historia de amor con tiras y aflojas, con tórridas escenas de amor y sangrientas rupturas, y os he advertido que la vida real, las historias reales entre gays son más complicadas que todo eso. Cada cual cargará su cruz, de eso estoy seguro. En mi obsesión por Sergio, el parche mal pegado por el que se escapa el aire llegó para mí con lo siguiente que dijo.
Tengo que preguntártelo. Si no es asunto mío me lo dices y fuera. Pero es que te lo tengo que preguntar porque si no reviento. ¿Entonces, entre Txus y tú no hay nada?
No —contesté, incrédulo.
Ya me has dicho que sólo fue sexo, pero como antes me llevaba bien con él y desde que tú y yo nos acostamos en su casa no me ha vuelto dirigir la palabra, pensaba que igual estaba enfadado por eso.
Me quedé de piedra, mirándole, con cara de terror durante cincuenta años. Él se dio cuenta de que algo había pasado, porque hizo algún comentario al respecto que yo no puedo recordar. No había empezado siquiera a digerir lo que habían captado mis oídos. Helado, digo. Sin plantearme siquiera que no me lo podía creer, que era imposible. Eso llegaría después. De momento me quedé ahí, frente a él, como si me concentrara en sentir sus palabras rebotando contra las paredes de mi cabeza. «Desde que tú y yo nos acostamos», «desde que tú y yo nos acostamos». Podía haber pensado que era una broma, pero no fue así. Supongo que el subconsciente siempre echa una mano en ese tipo de situaciones, porque de inmediato tomé en serio sus palabras. Tardara el tiempo que tardase yo en reaccionar y asimilar.
Lo siento, pero yo no recuerdo lo que hicimos en casa de Txus —me disculpé y se echó a reír.
Tardé diez minutos hacerle comprender que estaba hablando en serio, que me había drogado, que iba muy bebido aquella noche y que realmente no recordaba nada, salvo que me desperté en ropa interior en una casa extraña y que me marché de allí con la cabeza embotada y un bollo en la mano. Se lo tomó con bastante filosofía, pero le cambió un poco la cara y de nuevo ambos guardamos silencio. No sé en qué estaría pensando él. Yo pensaba que en algún lugar de mi mente estaba probablemente el mejor recuerdo que ésta albergaría jamás y que, sin embargo, había ido a alojarse en ese oscuro rincón de los vasos rotos, las narices sangrantes y las camisas sucias que uno se encuentra por la mañana de un día cuyo ayer está inconcluso, a medio escribir.
Esta mañana me han despertado las manos amigas de Juan. Nunca agradeceré lo suficiente el corazón de este chico con aspecto de matón. Nuestra relación sigue sin estar definida (aunque está bastante claro lo que hay), y aun así, no le importa que aparezca por su apartamento a las tantas de la madrugada, y acompañado. Vuelvo a repetir que, si fuera hetero, no sólo me habría mandado a paseo sino que probablemente me habría llevado él a patadas.
Me ha despertado con el desayuno hecho, pero yo no he podido comérmelo. Aún tengo en la garganta el erizo que me he tragado cuando he comprobado que el sofá en el que he dormido junto a Sergio estaba vacío y sus ropas, que cayeron alocadamente sobre la alfombra, ya no estaban.
Vinimos aquí envueltos en carcajadas que intentamos sofocar para llamar a la puerta y ser recibidos por Juan en condiciones. Me estaba contando los problemas que me habían surgido en aquel primer encuentro en que yo estaba en tan mal estado, cuando alcancé el timbre y procuramos ponernos firmes. Sergio estaba visiblemente más cohibido mientras el anfitrión me alcanzaba un par de mantas pequeñas y se volvía a la cama, dejando a nuestra disposición los dos sofás. Mi acompañante examinó la casa con recato, deteniéndose en cada detalle y dejando escapar un gracioso bufido al reparar en la televisión disfrazada de casco de motorista de carreras.
Anoche volví a perder la virginidad. Una virginidad real como la primera, como todas las que suponen no haber probado nunca una experiencia mellante. Después de haber prodigado mi semen por el mundo sin la menor contemplación, de haberme entregado a abrazos de piernas ansiosas, de aprender con la experiencia los complicados pero primitivos procedimientos de satisfacción anatómica, de haber buscado el sexo salvaje e inmisericorde y de haber sucumbido tras un par de copas a miradas ávidas de carne, me encontré ante un hombre al que temía desnudar por desearlo demasiado. Un chico que había revivido mi pudor, y ante quien me daba vergüenza mostrarme desnudo.
Después de Moisés no había vuelto a prestar tanta atención a una anatomía como anoche. No había sentido la caricia de un susurro, ni había dejado que las cosas sucedieran a su ritmo normal en lugar de acelerarlas en virtud del orgasmo insípido. Anoche no había prisa. Ni pausa. No había necesidad. Ni obstáculos. Anoche no había violencia. Ni clemencia. Trataba de imaginarme cómo habría ido todo la primera vez. Mi incompetencia, mi gatillazo, mi dejadez. Anoche todo fue perfecto. En alguna fantasía anterior lo había llegado a imaginar confesándome que aún no había estado con ningún hombre, pero la realidad era mucho mejor, sin nada que enseñar a nadie, aprendiendo juntos, entregando mi piel a alguien que sabía acariciarla suavemente, con la ternura y la frescura que me desvirgaban.
Encontré en su tobillo un tatuaje en forma de dragón que me resultó ciertamente familiar.
Te pasaste toda la noche mirándolo —me informó.
Pero al verlo no era un recuerdo lo que sentía. Era otra cosa. Como si ese tatuaje en blanco y negro en forma de dragón enredado de alas espinadas y cola afilada estuviera en mi propio tobillo y no en el suyo, donde yo lo había visto tiempo antes.
Me gusta —murmuré.
Me dolió mucho. El tatuador empezó por la punta de la cola, y como ahí el hueso está muy cerca de la superficie me dolía tanto que lo agarré por el cuello y le dije que se olvidara del dragón, que me hiciera una flor o un corazoncito aprovechando las líneas que ya había dibujado, pero luego entré en razón —me confesó, y nos echamos a reír.
Yo sé lo que buscaba Sergio anoche. Buscaba compañía. Sentir por un momento que formas parte de algo grande, que alguien más está a tu lado, escuchándote, disfrutando de ti y haciéndote disfrutar de una cercanía de la que siempre has carecido. Buscaba el mismo remedio contra la soledad que buscaba Moisés y que he buscado yo desde siempre, inventándome un Óscar en el colegio, acostándome con muchos hombres con la infantil convicción de que cuanto más follara, menos solo me sentiría.
Pero esta mañana me he despertado en un sofá revuelto. Y vacío. Se ha marchado. Él se sentía solo, pero yo también, y sigo aquí. Sí, Óscar, sí, lo sé, me siento solo, me siento desconcertado, me siento confuso. ¿Cómo si no iba a enamorarme tan deliberadamente de alguien a quien a penas conocía? Me he enamorado. Lo acabo de decidir. Me he enamorado de este chico que me ha follado y se ha largado como tantos otros, como yo mismo en las ocasiones en que era la casa de otro. Estoy loco por este chico que anoche puso en marcha un experimento de búsqueda de sexo de una noche y fracasó porque no le gustó el sujeto del estudio, y acabó conmigo, aquí, en casa de Juan. ¿Seré yo simplemente el substituto del chico del High en su ensayo? Sexo de una noche. Es un término acuñado, cuatro palabras que se escupen juntas como si fueran una sola. ¿Por qué se ha marchado? ¿Se habrá arrepentido?
Nunca le he dicho a nadie lo que desearía haberle dicho antes de que se fuera. Nunca lo he dicho porque nunca he sentido esa necesidad. La empiezo a sentir ahora, y también empiezo a sentir que no hace falta definirse, que da igual lo que opine del ambiente si voy de vez en cuando y me lo paso bien, si trato sólo con la gente que me gusta e ignoro a las más aparatosas como hacen esos chicos sencillos como aldeanitos a quienes tanto me gustaría parecerme. E igualmente, siento que el momento en que Óscar debía marcharse ha llegado, y que en realidad no me ha abandonado. Que se ha ido pero me ha dejado un par de lecciones aprendidas.
Lecciones que significan, sobre todo, que mis vidas se pueden trenzar. Mi vida como apestado, como homosexual homófobo que no soporta la pluma, la superficialidad, la fragilidad de todo lo que surge de la fiesta nocturna y que se recluye en una burbuja antimaricas sin aceptar que al hacerlo, las maricas quedan fuera pero también dentro de la cápsula. Mi vida como la loca más loca que era capaz de inventar, ése Óscar que no era otro que yo mismo, o mi voluntad de atravesar la membrana de cristal, de propinar una patada a todo rubor protocolario y agarrar el algodón de azúcar con las manos desnudas sin mirar dónde piso. Mi vida como parte integrante, indiferente y prescindible de la fiesta más loca, la que he vivido cada noche sintiéndome hipócrita y que me ha hecho gruñir de mal humor cada mañana. Vidas distintas que una misma persona no puede vivir al mismo tiempo a no ser que aprenda a combinarlas. Vidas que, escindidas unas de otras, generan dolorosas tensiones anímicas que me hunden los ojos en el cráneo y el alma en las sombras.
Me he enamorado. No sólo de Sergio. También de César, con su recién estrenada sensibilidad y pudor poético, que ha sabido perder el miedo cuando todo lo demás parecía perdido y ha sabido afrontar la derrota con una inusitada cordura. De las tres gracias, esos muchachos de actitud ácida y subversiva que, después de todo, se rigen por un código de amistad que yo no he sabido llevar. De Txus, y su búsqueda de afecto, comportamiento más natural y generalizado que ningún otro, sólo que en él era un juego descarado, a la vista, y por ello, entrañable. Me he enamorado de todas esas cosas que nunca he sabido ver y que estaban allí, dándome pistas. Y sí, me he enamorado de Sergio.
Ésta es mi historia. Me llamo Bruno. Por supuesto, ése no es mi verdadero nombre, pero qué mas da. Como os decía, ésta es mi historia. Y mi historia está sin terminar. No me miréis así, no es tan extraño. ¿Acaso consideráis que la vuestra ya está escrita? ¿No hay nada que queráis hacer mañana? Yo en cuanto me levante de este sofá me dirigiré al hostal Amberes a buscar a Sergio, y si no está allí, no sé, ya veré. Pero creo que aún es posible que los dos aplaquemos juntos nuestra soledad.