Capítulo 8

… y todo el mundo tiene

algo que contarme

¿Tienes novio? —me preguntó Sergio. Horror.

¿Puedo saber a qué viene esa pregunta?

Era simple curiosidad. No hace mucho que he salido del armario, como soléis decir, y todavía me gusta preguntar. ¿Como solemos decir?, ¡no te jode!

Estábamos sentados en el umbral del portal que hay junto al Enigma, un amplio espacio iluminado que hace las veces de salón de reuniones desamueblado. Si se juntan, caben más de diez personas. Un lugar ideal para pequeños paréntesis, una escapada del bullicio, la celeridad y el tun turún tun tun. Las noches más aburridas morían dejándonos allí a la espera, enredados unos con otros, brazos con piernas, cuero con mármol, cotilleos con intercambios de números de teléfonos. Sólo nos arrancaba de nuestro campamento la salida del panadero a eso de las cinco de la madrugada, que nos obligaba a revolvernos para dejarle salir rumbo a la tahona a cocer como el pobre hombre que era. Más tarde hacíamos acopio de nuevas fuerzas para regresar al hogar arrastrando los pies bajo la luz de un nuevo día que aún llamábamos «mañana». Eso, las noches aburridas. No era el caso, así que estábamos solos mientras los demás quemaban alcohol en la pista del Conjunto.

Ya… pues no, no tengo novio.

Pero has tenido algo con Txus —instintivamente me coloqué a la defensiva, pero bajé la guardia a tiempo, antes de sacar las uñas para contestar. Me relajé.

Sí, bueno, fue una noche de sexo, pero nada más. Si te sirve de algo, el sexo sin compromiso es algo bastante habitual.

Ésa es una de las cosas que no me gustan de todo esto. ¿Puedo serte sincero?

Adelante.

Ya he observado esa promiscuidad, esa facilidad con la que ligáis todos las noches de los sábados cuando salís por el ambiente, y no me gusta. Me parece un tétrico baile de máscaras. El juego de dejarse ligar, llevarse a alguien a la cama y a la mañana siguiente, hacer borrón y cuenta nueva. Y si algún otro se acerca a tu presa levantas polvo pateando el suelo y te preparas para embestir. No sé, no es eso lo que yo soñaba de pequeño.

Vale, ahora no sé qué decir. No parecías el tipo de tío capaz de ir donde alguien a ponerle a caldo…

¡No, no me has entendido! No lo digo por ti, ni por nadie en particular. Lo digo por mí. Me gustaría pensar como tú y llevar una vida tan despreocupada, sé que me como demasiado la cabeza y desaprovecho muchas oportunidades. La promiscuidad no me parece mala, pero no me gusta para mí. Yo soy demasiado inseguro para eso.

¿Por qué me cuentas esto a mí?

Te va a sonar un poco estúpido, pero tú me caes bien. Vamos, sé honesto contigo mismo: eso es un nido de víboras —señaló hacia el Conjunto con la cabeza—. Si puedo elegir, prefiero mantenerme al margen de todas esas locazas, pero tú eres diferente. Andas con ellos, siempre estás con ellos, pero no eres como ellos. Eres más honesto, más sencillo que todos ellos, careces de la arrogancia y la malicia —aunque estaba sintiendo, por primera vez en muchos años, las mariposas en el estómago, no quise caer en el error de sobrevalorar la buena opinión que Sergio parecía tener de mí. Me había tocado la lotería: por lo visto se había estado fijando en mí y por fin me lo hacía saber. Mis pasos siguientes serían cruciales…

Oye, en fin, me estás hablando de mis amigos. Estoy muy halagado por lo que has dicho, pero no sé si me gusta que me hables así de ellos —lo confieso, era pura estrategia. Un chico que beatificaba mi sencillez y mi bondad tendría que impresionarse por mi lealtad hacia mis amigos, y con eso contaba yo al hablar.

¿Tus amigos? Dime cuántos de los que están ahí son verdaderos amigos tuyos.

César…

Te he visto cómo le miras y no creo que sea un verdadero amigo para ti.

Eduardo…

Vamos. Está claro que es un amigo de conveniencia. ¿Os tratáis entre semana?… Claro que no. Una amistad auténtica no se limita a las noches de los sábados.

Con eso sí que no contaba. Por alguna razón, sabía que no debía mencionar a Óscar, y no venía a mi mente ningún otro nombre que pudiera pronunciar. Supongo que es posible que, en parte, estuviera deseando darle la razón y contagiarme de su espíritu purista. Su inocente rebeldía. Pero admitir la vacuidad absoluta de mi vida era demasiado. Sí, me sentí atacado directamente. Como nunca antes me había sentido atacado. Y por la única persona que podía hacer llegar sus dardos hasta lo más profundo. Y aun así rebatir su análisis, a pesar de saberle equivocado se me hizo harto complicado, así que opté por callar y mirar hacia otro lado. En fin, comprendía perfectamente adónde quería llegar, el tema de siempre, el ambiente como nido de serpientes y los gays que lo habitan como bichos pérfidos y ruines. Ciertamente, creo que ésa es también la opinión más extendida entre la mayoría de todos ellos, y eso no se lo iba a discutir. No sé, adoptando una postura autocrítica, creo que hacer amigos en los locales de ambiente no era lo más honesto si piensas que son todos unas lagartas.

Nenas, nos vamos al High, que está todo lleno de viejos —era la Cobertura, bajando del Enigma con la sombra del alcohol en los ojos.

Sí, parece la piscina de Cocoon. Yo voy a ver si pillo con algún abuelo forrado de millones y me puedo retirar, ji, ji, ji —la Saldo iba colgada del brazo de la Cobertura. Llevaba un vaso en la mano.

Era cierto. ¿Qué puedo decir?, creo que ya ha quedado clara mi debilidad por la carne macerada en el fluir de los años. El High era un bar bastante oscuro y siniestro donde la media de edad disminuía considerablemente cada vez que entraba alguno de nosotros, y la broma de rigor de camino para allá era la de buscar a un empresario dueño de un montón de tiendas de ropa que te devuelva a casa cargado de bolsas o a un abuelo sin familia que se enamora de ti y te lo deja todo en herencia. Entre esos adolescentes orgullosos que se cubrían con maquillaje las espinillas reventadas e ignoraban que el camino más rápido hacia la mediocridad es preocuparse por evitarla corría la leyenda urbana de aquel chico conocido por el amigo de un amigo de todo el mundo que se despertó una buena mañana en la cama de un productor musical octogenario podrido de dinero que le grabó un disco y lo llevó a vivir con él a Miami. Pero todas estas historias se quedaban en la puerta, por supuesto, y una vez dentro nadie se acordaba ya de los abuelos millonarios; todos bebían y bailaban olvidando las bromas (¡demagogia!, puede, pero digo la verdad, nadie se dedicó realmente a buscarse el pan allí dentro, a no ser…).

No me avergüenza reconocer que del High saqué yo a varios de mis ligues. Imanol fue el primer hombre de quien recibí un regalo como descarado agradecimiento por mis favores sexuales. El primero que me hizo sentir un poco prostituido. No soy ningún terrorista por haber disfrutado de aquella sensación. Él era un hombre maduro, con el relajado atractivo de la edad aferrada a la piel. Alto, delgado, esbelto. Canoso. Pasamos juntos un par de semanas. Yo estaba en aquella época de estudio e investigación, y él estaba en aquella época en la que descubrir que aún puedes resultar atractivo para un jovencito es todo un halago. Un día me regaló un galán de ébano, muy clásico. Siempre sospeché que no tenía las cosas muy claras: a su entusiasmo por tener en brazos a un muchachito se oponía la voluntad por transformar a ese joven en todo un hombre adulto. Y creo que me regaló ese galán para introducir en mi mundo un toque de madurez, de sobriedad, de elegancia. Bien, yo acepté el galán. Luego nos vimos un par de veces más, y después todo terminó. No recuerdo muy bien el motivo. Pero en este caso, la falta de voluntad no estaba sólo en mí. Tampoco él había soñado nunca con presentarme a sus padres y/o amistades cercanas. Un día nuestros caminos se separaron. Sí, vale, me regaló una pieza de dormitorio bastante cara, pero es que él tenía dinero. No le costaba mucho esfuerzo desprenderse de él. Y no es como si me hubiera llevado a una de sus tiendas de ropa y me hubiera cargado de modelitos Calvin Klein (no tenía tiendas, él siempre insistió en que se dedicaba al diseño de motivos gráficos para alfombrillas de ratón, pero creo que bromeaba). Fue un regalo. Si nunca habéis recibido regalos, me dais pena. Pues bien, hay gente que regala cosas a sus compañeros sexuales. A mí me tocó esa vez, ¿qué pasa?

La conversación con Sergio estaba congelada, así que los dos nos pusimos en pie y nos unimos a los dos tercios de las tres gracias camino abajo, hacia la piscina de Cocoon, previa parada técnica en el Larrinoa para avituallarnos. Yo no tenía nada que añadir, pero aún me apetecía menos seguir escuchándole. No en aquel momento.

¿Me puedes poner un bocadillo de pavo y queso? Y te voy a coger un par de chupa-chups de estos ácidos con chicle, ¿vale? —Txus me recordaba, precisamente, a los chicles que vienen dentro de los chupa-chups. Chicles de baja calidad incrustados de estraperlo en la bola de caramelo y que rebotan contra el suelo cuando los escupes, en lugar de quedarse pegados. Chicles de pega, artificiales, sintéticos, de plástico.

Alrededor de los gays había mucho plástico, mucho artificio. Y yo tenía que meterme en ese saco. Al fin y al cabo, yo también malgastaba mi tiempo delante del espejo esparciendo la gomina y sujetando mechones para que se quedaran en su sitio. Eligiendo la ropa, el perfume, los complementos. Detallada labor de ornamentación estética destinada únicamente a la caza. Es posible que este objetivo final quede diluido en algunos casos por la costumbre, y uno ya no recuerde por qué se prepara: se prepara y punto. Pero desde el primer momento hay un motivo para todo ese ritual. Debajo de ese aroma de Gaultier, de ese algodón y lycra de Ovlas, de ese pvc de Glam, del elástico de Calvin Klein y de la definición muscular debida a la l-carnitina se esconde una carne que debe ser saciada, una carne que exige el encuentro con otra carne, con muchas carnes, con muchas semillas con las que enjugar la suya. Es una fuerza primaria y natural más potente que ninguna otra, y como tal, tiene sus templos y sus ceremonias de adoración. Y verme metido en ese juego como un peón más era abominable. Sí, después de todo admiraba con secreta envidia la naturalidad de esos chicos sencillos que salen de vez en cuando por el ambiente con una actitud mucho más relajada y una presencia más informal, en vaqueros y camisa de cuadros, con el pelo seco. Sentía que ellos eran realmente los que tenían el orden de prioridades en su sitio, y limitaban las paredes de una discoteca y los muelles de una cama fácil a donde les correspondía. A un lugar secundario eclipsado por los valores verdaderamente importantes de sus vidas.

Chicos como Sergio.

Entiendo… —murmuré. Mi voz se oyó por debajo del silbido de la cortadora de embutidos, y Txus y los otros chicos que estaban a la cola rompieron a reír.

Tú y todas, nena.

Yo no —dijo alguien. Alguien que entendía. Allí todos entendían. Pero yo estaba entendiendo. Algo totalmente distinto.

La entrada de César en el colmado produjo cierto revuelo. Traía de la mano a un chico con quien parecía estar compartiendo más que un paseo hasta la tienda de fiambres. Un chico tan artificial como él, como Txus y como todos. Una camiseta de marca rociada con perfume de marca. Un chicle de relleno de chupa-chups.

Eduardo se puso sensiblemente nervioso y comenzó a hablar rápido sin decir nada excesivamente coherente.

César, ¿qué haces aquí? Yo he venido a por un bocadillo, ¿quieres? ¿Y éste quién es?

Me llamo José.

Sin duda era una conquista más. Yo no comprendía. El aire en el interior del establecimiento se había transformado y yo no entendía nada. Todos se miraban unos a otros mientras yo trataba de encontrar en César y en su acompañante algún detalle fuera de lo normal, como una herida sangrante o un pingüino atado con una correa. César, con su sutileza de tren de lavado de coches, también notó algo extraño, y se llevó al otro del brazo sin esperar su turno para comprar.

Esto no me lo pierdo —susurró Txus, visiblemente animado.

Caí en la cuenta de que en algún momento de la noche alguien me había mencionado algo sobre darle una sorpresa a César, y que a cierta hora aparecería Samuel por allí, haciendo las delicias de nuestro joven chico trocito de pan. Bien, supongo que nadie contaba con que ambos serían los sorprendidos. Y si todo aquello tomaba el rumbo en que parecía encauzarse, ciertamente prometía ser como para no perdérselo.

Me congratulé por la ausencia de Sergio, quien había pasado de largo junto a la puerta del Larrinoa y no estaba allí para ver cómo, con cierto desinterés (lo prometo), yo también me dejaba arrastrar por la corriente de curiosos ávidos de bronca. No podía imaginar que el definitivamente sorprendido de la noche sería yo. Seguí los pasos de la camarilla de lagartas hasta el High y en cuanto atravesé la doble puerta me vi sumado a un grupo de personas que buscaban con la mirada.

Allí, al fondo, bajo la imagen de Logan Reed montando sobre Mike Lofton en un banco de piedra proyectada sobre una pantalla gigante, estaba Sergio besando a un tío.

No entiendo qué sentido tiene eso de ir por ahí idolatrando iconos comerciales, lanzando sujetadores a los escenarios, forrando las paredes con todos los libros publicados por determinado autor, llenando todas las baldas del cuarto con fotografías de fulanito… Quiero decir que, en cualquier caso, se trataría de un acto de veneración sólo digno de una deidad absoluta, todopoderosa, y no creo que ninguno de esos sujetos lleguen tan lejos, pues al fin y al cabo, sólo son personas, al igual que aquellos que se desviven por adorarlos. Continuamente se desmitifican esas mismas estrellas permitiendo que corran rumores, ¿quién no ha oído que determinada cantante de moda se mete por la nariz hasta el yeso seco que se despega del techo, o que tal otra se ha operado de no sé qué parte de su anatomía porque en realidad es una presumida y no sólo una artista bohemia como pretendía hacernos creer? Vanidad, debilidad… defectos propios de seres humanos, pues al fin y al cabo eso es lo que son. Humanos. Con sus necesidades. Con todo lo bueno pero también todo lo malo. Como Sergio. ¿Por qué si no se iba a pasar más de un cuarto de hora colgado de la lengua de un tío al que decididamente acababa de conocer allí mismo, besándolo como si hubiera decidido engullir el local enterito empezando por él? Porque era humano, le apetecía, y punto. O por lo que fuera, en realidad da igual. Toda su perorata de moralina y falsa virtud se iba al traste, ¿y qué?. No sería yo quien le reprochara nada. Por no sé qué historia de tirar la primera piedra, ya me entendéis.

La justificación puede servir, a veces, de atenuante para ciertos sucesos. Pero estaba destrozado, lo admito. Tenía motivos. Parecía que todo se derrumbaba, que el suelo iba cediendo bajo mis pies. Y para colmo tampoco pude luchar contra mi naturaleza morbosa, que me hacía clavar la mirada en cada movimiento de sus bocas y manos. Como cuando vas por la autopista, acercándote al escenario de un accidente y dices «no voy a mirar, no voy a mirar», pero luego llegas y no puedes apartar la vista mientras piensas «voy a apartar la vista, voy a apartar la vista». Aquello no era para mí. Dejé mi copa a medias (whisky, yo nunca pido whisky, lo había pedido de medio lado sin pensar, atónito como estaba por la impresión) y salí de allí haciendo eses.

Experimento, eso es. Sergio había mencionado algo así como que en realidad le gustaría tener la sangre fría que tenemos los demás con eso del sexo… un momento, puede que, además, yo le hubiera animado en ese sentido. Sí, algo sobre disfrutar del sexo sin compromiso. ¿Era posible que Sergio estuviera ahora en manos de un extraño que mañana ni siquiera recordaría su nombre como consecuencia directa de nuestra conversación? Quise robarle el vaso a alguien, estrellarlo contra el suelo y utilizar un cascote de cristal para cortarme la lengua, pero no había nadie bebiendo en la calle. Además, la lengua comenzaba a picarme, y no sabía por qué.

Tenía que seguir caminando, andar bajo aquel gélido cielo estrellado, caminando entre la bruma que surgía a cada exhalación.

Hola —era César, sentado en un portal. Solo.

¿Qué haces ahí tú solo?

Samuel ha venido desde Madrid para darme una sorpresa —hablaba mirando al suelo, sin inmutarse.

¡Qué bien, estarás encantado de la vida!

Me ha dejado. Me ha pillado enrollándome con otro, hemos discutido y me ha dejado. Se ha marchado al hostal. Ha hecho el viaje para nada.

Lo siento.

Da igual. Estoy bien. No te preocupes. Je, je, vuelvo a estar soltero.

Hombre, por lo menos todo tiene su lado positivo —me apresuré a compartir su optimismo, sin estar muy convencido.

César guardó silencio unos segundos, observando el vaho pálido que se alejaba de nosotros.

Tú y yo tenemos que hablar. No te tomes a mal todo esto que te voy a decir, pero creo que nunca te has molestado en hablar conmigo con el corazón en la mano. Ya sabes, con total sinceridad. No, no me interrumpas… Nos conocemos bastante bien, pero tengo la sensación de que yo doy mucho más de lo que recibo de ti. No te preocupes, no es eso lo que me importa, no te voy a pedir que te vuelques más en mí, ni nada de eso, pero sí me gustaría que te sinceraras conmigo. No he conseguido entenderte, ¿sabes? A pesar de todo el tiempo que pasamos juntos, nunca he sabido de qué va exactamente lo tuyo con Juan, o quién es ese amigo tuyo del que hablas siempre y que ni siquiera existe, o por qué te alejas de mí cada vez que trato de acercarme —y yo había dejado media copa sin terminar en la barra del High. ¿Cuántas veces en mi vida habré lamentado no estar más borracho?—. Sinceramente, creo que no eres muy listo, ¿sabes? Yo no he hecho más que darte pistas todo este tiempo, y tú no has sabido o no has querido verlo. Empecé a salir con Samuel sólo para darte celos, por eso me busqué un novio tan lejos, para tener vía libre. Pero no resultó. Yo contaba con que, al ver que me perdías, te dieras cuenta de que habías podido tenerme y te pusieras manos a la obra, pero no fue así. De modo que empecé a ponerle los cuernos para que pensaras que, a pesar de todo, aún estaba disponible, pero ni por esas. Fue una estupidez, lo sé. Una chiquillada. Me ponía nervioso cada vez que hablaba contigo de Rober, o cuando me preocupaba de que tú fueras testigo de todo lo que hacía con José. Sé que no me he comportado con mucha dignidad, ¿qué le voy a hacer?

Escucha, yo no sé a qué…

No, no me interrumpas. Verás, si me atrevo a decirte todo esto ahora es porque mis sentimientos han cambiado. Esta noche. Cuando Samuel me ha visto y ha empezado a gritar, de pronto, he tenido unas ganas terribles de poner fin a toda la estrategia, olvidarme de ti y volver a dejar las cosas como estaban antes de esta noche. Después de tanto fingir estar enamorado y feliz para despertar tu interés, ha resultado que necesito a Samuel mucho más de lo que esperaba. ¿Qué te parece?

Que tienes un problema.

¿Puedes imaginarte lo mal que me siento? —se le veía realmente destrozado. Nunca había detectado en su voz una sinceridad tan categórica y doctoral.

No sé cómo habrán quedado las cosas —sentía la necesidad de ayudarle a toda costa—, pero hasta mañana no vas a poder hacer nada. Yo creo que mañana deberías hablar con él, y si se lo cuentas absolutamente todo como me lo has contado a mí, seguro que sale bien.

Samuel ha roto con César —le dije a Óscar. Me lo había encontrado en media calle, tiritando, esperando frente a las puertas del Balcón de la Lola, cuando yo volvía de la parada de los taxis adonde había acompañado a César. Le había dejado abatido sobre la tapicería roja, murmurando. Me da pena, estaba fatal.

Conmigo no tienes que fingir, sé que te da igual lo que le pase a ése.

No, hablo en serio. Me ha dado la sensación de que realmente está mal. Me ha dicho que no se había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que le necesita, y se ha marchado a casa. Dice que mañana le va a llamar a primera hora para intentar arreglarlo todo. ¡Y estamos hablando de César!

Pues claro, ¿qué esperabas? Está un poco alocado y no es un chico que destaque por su sentido común, pero todos acabamos necesitando a alguien en algún momento. Puede que, sin quererlo, haya encontrado la compañía que nunca supo que necesitaba —hablaba sin prestarse atención a sí mismo, como quien suelta una cantinela que se sabe de memoria—. La soledad no es tan rara, y tú sabes perfectamente de lo que estoy hablando. Por eso estoy aquí.

Me ha sorprendido, eso es todo.

¿Por qué? ¿Porque es una locaza que necesita salir y pasárselo bien bebiendo y ligando? Las personas cambian, unas antes y otras más tarde, incluso en el ambiente.

Era la segunda vez en esa misma noche que alguien me sorprendía con su lucidez. Aquello parecía la escena final de una película de ésas de producción independiente y de tipo experimental en las que durante una hora y cuarto pasan cosas sin conexión ni trascendencia aparentes y al final, en una última escena sobrecogedora y colicuada en cierto tinte surrealista, todos los personajes cambian de actitud para sentarse cara a cara con lo acontecido y darle sentido uniendo todas las piezas. El alcohol no parecía haber causado ningún efecto en mi organismo, como si éste lo hubiera dejado pasar sin empaparse, consciente tal vez de que debía conservarse fresco para prestar mayor atención a esa escena final. Escena en la que Sergio abandonaba sus ideales y se dejaba arrastrar por una mirada sugerente y una copa llena de proposiciones; en la que César abandonaba su naturaleza lasciva y hedonista para caer de sopetón en los brazos del sentimiento más aplastante que jamás hubiera imaginado; escena en la que Óscar abandonaba la superficialidad en la que parecía confinado para bucear con toda naturalidad en un análisis drástico y directo que, de puro convincente, parecía haber estado siempre en su cabeza.

Y aquella visión tan diáfana que Óscar ideaba no abarcaba sólo a César. Siguió hablándome de por qué no podía yo concebir tanta sensibilidad en alguien como aquél.

Tu problema es que te encanta salir por el ambiente y ser tan loca como la que más, pero te odias por eso, y ahí está tu trauma. No te sientes identificado en un grupo al que te obstinas en pertenecer. Vienes teniendo el mismo problema desde que eras un renacuajo, llamando mariquita a aquel niño de la escuela que jugaba con muñecas mientras te rascabas las manos hasta sangrar preguntándote en silencio si acabarías siendo tu también un mariquita, porque él jugaba con barbis pero a ti te gustaba Ernesto, el amigo de tu padre, y querías que te abrazara y te metiera en su cama y dejara a Rita encerrada fuera, en el pasillo.

»Bien, entonces lo superaste y asumiste que debías llevar tu vida de homosexual lo más dignamente posible. Pero no olvides los jirones de piel sangrante en tus uñas, ni las almohadas encharcadas en lágrimas por las mañanas, ni tu amigo imaginario con el que todavía hablas. ¿Qué piensas hacer ahora? Vuelves a cometer el mismo error. Reniegas de ti mismo porque aborreces aquello de lo que, en el fondo, deseas formar parte, y te odias a ti mismo por ello. Pero escúchame bien, llevar ese doble juego cuando ni siquiera tú mismo lo controlas es muy peligroso. Si no te decides pronto te consumirás en esa dicotomía, podrido por tu propia repulsión y por el pus de una falsedad confusa. Y pasará el tiempo, y cada vez será más difícil que controles tu situación. Y llegará la soledad, la marginación. Y el tremendo pesar, y el sudor sangriento, nadie lo sabe tan bien como yo: Pues el que vive más vidas que una más muertes que una debe morir[3].

La soledad. Un remolino que volvía hacia mí arrastrando consigo una cortina de polvo de tiza con olor a forro para libros y los sonidos de la escuela. Las risas de mis compañeros, de las que yo no formaba parte. Las palabras de mi profesora, que iban dirigidas a todos menos a mí, que pasaban resbalando por mi piel para estrellarse en los demás. Nunca nadie se fijó en aquel chico raro. El chico raro tenía que quedarse sólo en un rincón mientras los demás jugaban durante el recreo. El chico raro se quedaba siempre apartado porque nadie contaba con él para nada. El chico raro tuvo que quedarse toda una mañana en el despacho del director porque no había sitio para todos en el autobús que los llevaba de excursión a Pedernales. El chico raro tuvo que inventarse un amigo imaginario que rellenara sus agujeros y cubriera sus defectos, un amigo desenvuelto, atrevido, lanzado, social, al que bautizó con el nombre de Óscar y que tardaría quince años en rebelarse contra su creador, poniéndole los puntos sobre las íes con la destreza y la fuerza de que había sido dotado desde siempre.

Óscar nunca ha existido. No sabría decir con certeza hasta qué punto creí en él. Me refiero al grado de mi delirio al pasarme toda mi adolescencia creyendo real a un chico que no existía y al que sólo yo podía ver, inventando inconscientemente todo tipo de artimañas para justificar que sólo se comunicara conmigo. Yo mismo me creía mis mentiras, pero no sé hasta dónde. En el fondo nunca ignoré quién era el único que se acostaba con Juan, o quién era el responsable de la correspondencia mantenida con Kyle Parker, el actor porno, o quién era el que ejecutaba todo tipo de osadías que yo, en mi mente, atribuía a mi amigo. Pero a pesar de ello, había creído ciegamente en Óscar y en todo lo que él representaba.

Y ahora Óscar se quería marchar.

Quería dejarme solo, pero con un par de lecciones aprendidas. No podía estar más de acuerdo con sus palabras, que no eran otras que las que yo mismo quería decirme. Mi soledad.

Estaba solo porque yo mismo quería estarlo. Porque no sabía decidir si odiaba o amaba el tipo de hombre que era. Quién era. No hay mejor forma de aislarse del mundo que envolverse en un disfraz para agradarse con un falso aspecto y perder así la identidad, porque uno se olvida a sí mismo. ¿Me estaba perdiendo yo a mí mismo? ¿Había traicionado en algún momento a quien había dentro de mí?

Aborrezco a las locas, y cuando digo locas no me refiero a esos gays amanerados y modosos cargados de buenas intenciones y de exquisita educación, adoradores de sus madres y de las cosas en su sitio, sino a esas abanderadas del critiqueo de cafetería de moda que gritan por la calle «nena, nena», que siempre tienen que decir algo ingenioso, como que esa es tan fea que seguro que llora cuando se ducha, que se ahuecan como palomos cuando alguien habla mal de las locas y dicen que sí, que las locas son lo peor, porque en realidad ellas son tan engreídas que creen que pueden mirar a las demás hacia abajo, como desde fuera. Y lo sé porque supongo que soy como ellas. Aunque lo deteste, en momentos puedo ser la más loca, y a pesar de ello, mirad cómo las trato. Tampoco en eso me diferencio. Una más…

Siento en la punta de los dedos de los pies las cosquillas de la ignorancia, la egolatría banal y la adoración gratuita de símbolos perdidos, mientras buceo entre las luces, mirando hacia abajo, a esos rostros satisfechos henchidos de inocencia, y entonces descubro horrorizado mi propio rostro bajo mis pies, sumergido como una anémona más que se sacude dúctil por efecto de una misma corriente, al compás de las demás, indistinguible, engullida por la masa global. Una más…

Óscar se marchaba, pero me dejaba una tarea pendiente. Delegaba en mí la obligación de aceptarme a mí mismo, de reconocerme con todas mis virtudes y defectos y de decidir cuál era mi lugar en el mundo en función de ese autorretrato en el que tenía que poner mi voluntad más objetiva y honesta. Había terminado el período de formación, de recolección de datos y de experimentación durante el que había podido contar con su ayuda. Ahora era yo quien debía dedicarse a contrastar. A reconocer. A identificar la clase de hombre que era y a tratar de cambiar hacia el tipo de hombre que quería ser. Y, sobre todo, dejar de ser una más…

La última noche que el grupo de tercero de BUP del Colegio Trueba de Artxanda pasó en Mallorca de viaje de estudios, las desavenencias surgidas durante la convivencia habían segregado a los estudiantes en varios frentes, cada uno de los cuales salió con rumbo a una discoteca diferente. Una vez más, servidor se mantuvo al margen de todo. Y ni siquiera así, con mi neutralidad, conseguí escaparme a la ola de hostilidades. Desde el día en que mis compañeras de habitación «olvidaron» despertarme para ir a ver la catedral, yo empecé a «olvidar» todo tipo de acuerdos sobre el mantenimiento del orden en el cuarto y a pasar de ellas como de comer mierda sin cubiertos.

Esa noche irían a BCM, pero aún no habían hecho la maleta a media tarde, por lo que yo dejé la mía lista con la malévola intención de quedarme tumbado en mi cama, leyendo una revista, con una sonrisa camandulera y la bolsa preparada, un cuarto de hora antes de la salida del autocar hacia el aeropuerto, mientras ellas maniobraban a mi alrededor a toda prisa buscando sus ropas con el maquillaje de la noche anterior a medio despegarse. A veces tengo la suerte de hacer ese tipo de cosas que, después, resultan serme tan convenientes.

Aquella noche, el resultado fue que ninguno de los grupos que se formaron se tomó por grupo numeroso, por lo que no hubo discoteca en la que se consiguiera trato preferente.

A media tarde, antes de que todo eso estuviera dicho, se respiraba en el vestíbulo del hotel un ambiente tenso del que los mismísimos empleados de recepción eran conscientes. Corrillos de muchachos con las cabezas altas se cruzaban aquí y allá, sin dirigirse palabra. Yo, para variar, apenas pude rescatar algún retazo de información, referente a una pequeña cantidad de speed que alguien se metió cuando no debía, con la complicidad de unos y a espaldas de otros, a raíz de lo cual empezaron a no cuadrar cuentas y a ponerse malas caras.

Cuando me llegó el momento de posicionarme y decidir a qué grupo me unía yo, mis motivos fueron más bien ajenos al tema en controversia. Mi sitio estaba en el Maxy. Como era una discoteca pequeña, no hubo muchos que quisieran ir allí a correrse la última juerga, en la que, en general, todos tenían unas expectativas especiales. De hecho sólo cuatro chicas más fueron allí.

Tenemos una fiesta esta noche, tenéis que venir —me había dicho Moisés.

Verás, la gente no se está poniendo de acuerdo, pero voy a tratar de convencerles. Te mantendré informado.

Su oferta incluía un autobús que nos llevara y nos trajera, pero sólo si íbamos todos. Al final, como sólo íbamos cinco, tuve que acercarme a él con cara de corderito.

He conseguido convencer a unas cuantas, pero sólo somos cinco en total, ¿cómo podremos ir hasta allí?

Él adoptó gesto de camarada y aseguró:

No hay ningún problema si os llevo en la furgoneta de la compañía, je, je.

Inmediatamente se apoderaron de mi mente cientos de imágenes en las que yo, como organizador de la visita a la discoteca Maxy, acompañaba a aquel muchacho en el asiento del copiloto, con mi mano apoyada a escasos centímetros de la suya, tratando de articular alguna oración sobre el cielo estrellado y la generosidad del clima.

Me esforcé para que el tema de la furgoneta afianzara en mis compañeras la decisión de ir a esa discoteca y no a otra, y de repente, sin saber cómo ni por qué, tuve que dejar que fuera la gorda de Arantxa de Diego la que se sentara en el asiento del copiloto, justo entre Moisés y yo. Efectivamente mi calidad de intermediario me había procurado un sitio en la parte de delante de una furgoneta que resultó tener tres asientos delanteros. El corto trayecto me lo pasé mirando por la ventanilla, sintiendo las hormonas de Arantxa atravesar sus pantalones para estrellarse contra las paredes del vehículo, y sonriendo tontamente ante el comportamiento políticamente correcto de Moisés para con las cuatro mozas que no dejaban de hacerle preguntas y gastarle bromas mientras cuchicheaban y se reían por lo bajo.

El Maxy estaba lleno de gente nueva, todos ellos recién llegados grupos de estudiantes que habían elegido la segunda semana de las vacaciones para hacer el viaje porque les salía más barato. Las cuatro gordas que me acompañaron se perdieron de vista nada más entrar, aunque supongo que ellas dirían lo mismo de mí. Yo me quedé sentado en uno de los sofás de terciopelo granate, estudiando tranquilamente a los circunstantes y buscándole a él.

Ese mismo curso, mi profesor de Filosofía me había explicado que hay varias etapas en el desarrollo del hombre, durante las cuales la urgencia de posesión viene representada por un acto bien distinto. En la primera etapa, cuando uno es un bebé, el mecanismo de apropiación del entorno es la digestión, y uno tiende a llevarse a la boca todo lo que encuentra por delante. Más adelante, durante la infancia, la posesión tiene un carácter más materialista, y el niño busca la conquista mediante la acumulación de bienes, juguetes que le compra la madre y que él puede llevar al cole para enseñárselos a sus amigos y ponerles los dientes largos. Cuantos más juguetes, mejor. La fase más adulta de este comportamiento es también la más científica, y en ella es el conocimiento la herramienta que lleva a la posesión. Poseemos a través del conocimiento, estudiamos las cosas para apropiarnos de ellas. En este sentido uno se convierte paulatinamente en dueño de algo según su conocimiento sobre ese algo aumenta. O sobre ese alguien.

A medida que nos introducimos más y más en la esencia de una persona, pasamos a formar parte de ella, y ella parte de nosotros mediante la integración en nuestra experiencia vital, como un filete de buen solomillo que viene a regenerar nuestra masa muscular después de la digestión intelectual.

Por eso un muchacho de dieciséis años puede pasarse toda la noche bebiendo del monólogo sembrado y prolijo de un atractivo relaciones públicas que no tiene ningún reparo en abrirse a él. Resultaba ofensiva la naturalidad con que Moisés desnudaba su historia, aquél lastre que parecía arrastrar con pies erráticos mientras regalaba su leve sonrisa envuelta en papelitos azules. Ofensiva porque no me quería dar ni pedir nada. Hablaba conmigo como si yo no estuviera, hundiendo sus ojos en un invisible cúmulo de las desilusiones que podía soportar un chico de veinticinco años después de descubrir que sus sueños estaban vacíos, que la apasionada juventud que lo empujaba en los primeros meses de deambular de discoteca en discoteca se había tornado en un vacío absorbente y pesado. Y yo escuchaba porque cada palabra que salía de su boca nos unía más, me acercaba más a él. Así es cómo Moisés, sin quererlo, se entregó a mí, obsequiándome con cada pieza del mobiliario de su alma. Movido quizá por una necesidad primaria que nadie antes había sabido saciar, impulsado por la deferencia del chico que lo escuchaba. Me pregunto cuánto tiempo llevaría esperando a alguien que quisiera prestarle atención más allá de lo referente al Maxy y a las botellas vaciándose sobre los hielos.

Esa noche sus jefes no debieron de quedar contentos. Una vez que ocupó un sitio en mi sillón no volvió a levantarse hasta el cierre. Ni siquiera cuando Arantxa de Diego llegó a nuestro lado enarbolando la propuesta de volver al hotel.

No te vayas —me había dicho, sin dejar marcharse de su rostro la expresión apagada de aquella tenue amargura.

Puedo quedarme un rato, he dejado lista la maleta —aseguré. Él miró de nuevo a la gorda, como queriendo transmitir un «lo siento» pero propalando tan sólo unos puntos suspensivos, un vacío de comunicación.

Ella se alejó con el ceño fruncido en dirección a la pista de baile, donde las cuatro muchachas permanecieron unos minutos más, volviendo descaradamente la vista hacia nosotros una y otra vez. Al final se marcharon.

Moisés siguió perorando sobre lo vacía que era en realidad una existencia consagrada a unos focos de colores, a grupos numerosos de interés comercial, a cubalibres y a consumiciones gratis. Y yo pude ver más allá. Alcanzando una nueva cima en la reciente conquista de su persona, creí o quise ver un dolor detrás del ofuscado velo de vagabundeo emocional que él dejaba mecerse entre sus divagaciones. Vislumbré una cadencia que me resultaba familiar.

Yo pensaba en esas chicas que lo asediaban allá donde iba y al que él no sabía ver más que como posibles clientas a las que llevar al Maxy cuando estaban fuera, y como clientas ya no potenciales, sino de facto, a las que mantener contentas para labrar un buen prestigio a la discoteca que le pagaba el sueldo cuando ellas estaban dentro. Y pensaba en que quizá yo entendía mejor de lo que él pensaba por qué sentía invariablemente la necesidad de huir de ellas. Pero no dije nada. Preferí seguir escuchando, bebiendo del fluir desorientado de sus palabras antes de que la fuente se secara.

Intentar transcribirlos aquí aquella disertación me resultaría inútil, debido a la profusión de sus reflexiones en vivo y en directo y a la molesta presencia de música y efectos luminosos, que complicaban mi asistencia a la escena. Pero sí hay un dato más que puedo aportaros, y es que en su voz no encontré rastro alguno de depresión. Tampoco él parecía de los que se deprimen. Destilaba hastío, cansancio. Estaba frustrado. Pero seguía transmitiendo la misma seguridad en sí mismo que me cautivó el día que llegué al hotel Son Duy por primera vez. Una seguridad madura, sobria, dibujada ahora con la tinta oscura de la resolución frente a la fatalidad.

Cuando encendieron las luces que anunciaban el cierre del local, sus ojos se contrajeron dolorosamente, heridos por el resplandor. A mí me sucedió lo mismo, pero curiosamente, sin pensarlo, me esforcé en mantenerlos abiertos para no perder de vista a aquella criatura maravillosa que se emborronaba entre los lagrimones que la luz arrancó a mis ojos apretados.

Acompáñame a casa. No quiero dormir solo —me dijo.

He tardado varios años en comprender el verdadero sufrimiento de aquel chico, que se aparecía como una revelación juvenil y desenvuelta, que vivía continuamente enfundado en el apremio de una vida atareada cuajada de interesantes citas sociales, que iba de discoteca en discoteca vendiendo un encanto natural y una inquebrantable belleza, por qué negarlo, y que llegaba a casa cada madrugada exhausto y solitario, cansado y vacío. Estaba solo. Llevaba la vida de un ser solitario rodeado de gente. Y yo, inocente de mí, un muchachito con ilusiones, alimentándome de la esperanza de que sus tambaleos emocionales se debieran a la misma homosexualidad que yo pateaba distraídamente sobre mi asfalto. Si sólo hubiera sido eso…

Vivía en un estudio de alquiler, muy pequeño pero con la ventaja de la calefacción central que, a principios de Abril, aun funcionaba a todo trapo. Al salir de la discoteca pareció que toda nuestra energía se hubiera diluido con la bebida y escurrido piernas abajo, hasta sumirse por la boca del desagüe más cercano, y llegamos a su casa con los ojos rojos y la boca tragando brazos invisibles. Estábamos muy cansados. Su cansancio, además, era anímico, por lo que excusé sus faltas como anfitrión. Tuve que orientarme allí por mí mismo mientras él se lavaba la cara y se aseaba.

Lo siento, sólo tengo una cama, vamos a tener que compartirla —gritó desde el dormitorio-salón mientras yo estaba en el baño. Se me cortó la meada. ¿Dormir juntos? Todavía ni siquiera había empezado a fantasear con eso (lo terminaría haciendo más temprano que tarde, pero aún así…).

Salí del aseo y me lo encontré vestido únicamente con un calzoncillo ajustado negro, de algodón. En el elástico ponía Seth. Como el demonio, pensé. Era muy delgado y definido, de esos que no necesitan ir al gimnasio porque las grasas les salen con la misma facilidad con que les entran. Tenía un moreno color tierra, como si tomara el sol en la Toscana. Yo nunca he tomado el sol en la Toscana, ni conozco a nadie que lo haya hecho. Me miró con una sonrisa cómplice, demudada al fin de tanto mal sabor, despojada de sus amargas palabras como si se le hubieran desprendido con el paso del agua del grifo. Se metió en la cama y se revolvió, avanzando hacia el otro extremo, haciéndome un hueco en el lado por donde asaltado la colcha.

Aturdido, me desnudé hasta quedarme con el slip de ositos (desde aquella noche sólo uso calzoncillos largos de ésos que en la caja pone bóxer). Le seguí hasta el cálido cobijo de las sábanas que susurraban en mi piel imágenes de carne, brazos y piernas, de suavidad, ternura y caricias, de mordiscos, gemidos y arañazos.

Estás preocupado —dijo—, y comenzó a reírse. Se puso a horcajadas encima mío, algodón contra algodón, y comenzó a hacerme cosquillas mientras amenazaba con explotar de risa. Tranquilo, tonto, que no vas a perder el avión. A primera hora te acerco hasta el hotel, ja, ja, ja.

Dejó de reír y se quedó así, dejando que su rostro recuperara la seriedad lentamente, como un resorte elástico que recupera cadenciosamente su posición natural.

No te saltes ningún párrafo, salido. Moisés y yo no follamos aquella noche, y aquella noche fue la última que pasamos juntos. Una noche muy larga, porque yo no pude dormir. Cuando se apartó de encima mío, ya estaba dormido antes de recuperar la horizontal: cayó dormido a la cama, estoy seguro. Y todavía así conservaba la melancolía del ser desatendido que era. Tumbado sobre su costado, abrazándose a sí mismo, sin emitir un sonido. Para alguien que escucha despierto, alguien que no emite ningún sonido es tan molesto como alguien que ronca, porque el silencio más absoluto taladra el tímpano con la misma violencia que los repentinos estertores nocturnos de un fumador asmático.

Un par de veces corrigió su postura, y durante unos segundos quedó accidentalmente sobre mí en un abrazo muerto, fláccido. Quise mirar mi reloj para recordar aquel momento, yo todavía era virgen y aquello era lo más cerca que estaba de mi debut, pero opté por quedarme quieto y respetar la pose. No quería perder ni un segundo de su abrazo.

La mañana siguiente, mucho más sobrio y distante, cumplió la promesa y me llevó hasta el hotel. Recuperado el caparazón, recuperado el control, como si nunca me hubiera confesado lo vacío que se sentía, lo poco que le gustaba la vida que llevaba. Llegué al hotel hecho un guiñapo, con unas ojeras que se arrastraban dos escalones por detrás de mí, y con la resolución de visitar Ibiza (Pachá) ese mismo verano.

La zorra de Arantxa de Diego había hecho público todo lo que había podido observar de mi tonteo con Moisés, y cuando nos vieron llegar juntos los más organizados que ya estaban en el vestíbulo con las bolsas cerrando la salida en recepción saltó la chispa. Mi aspecto no era el de alguien que ha dormido, y era tarde para venir de una discoteca. Nunca me importó menos lo que la gente pudiera decir de mí.

Durante el viaje en avión, ese chico raro que no tiene amigos y que nunca habla con nadie y que en los recreos desaparece del centro hasta minutos antes de que suene la campana se convirtió, por el viejo arte del rumor, en la comidilla que toda reunión forzada y vacía de más de dos horas necesita, ya sea una fiesta o un vuelo de regreso. Esa vez, como los muy imbéciles ya eran más maduritos, se abstuvieron de tirar al maricón por la ventana. Gracias, chicos. Sois todo gentileza.