Capítulo 7

… y salir por Bilbao es casi casi

como salir por el tablero del juego de la oca

A mi furiosa salida del armario la siguió un periodo de esparcimiento sexual, de búsqueda del placer que tanto tiempo me había sido negado. Fascinado por la liberación, hipnotizado por la liviandad propia del mariconeo bilbaíno me convertí en una especie de funambulista capaz de saltar de cama en cama sin posar los pies en el suelo. Me apasionaba el sexo (aún hoy me sigue pareciendo imprescindible), sin plantearme apenas el cuando, el cómo, el dónde, y el con quién. Esa etapa me duró unos meses, pero se alojó en mí como un rasgo de mi personalidad: me había convertido en un chico fácil capaz de disfrutar con el sexo sin acordarme ni remotamente del sentimiento de culpa. Mi recién adquirido Orgullo del Arco Iris me decía que de alguna manera no había razón para darle importancia, que considerar trivial ese comportamiento era el mejor rasgo que un gay del año 2000 podía exhibir. En fin, qué puedo decir. Por fin era marica y estaba donde debía estar. Apenas estaba entrando en la primera adolescencia y ya tenía hombres a mis pies. Este cambio supuso una fiesta de hormonas en mi organismo. Estaba encantado. Por fin podía sentir el tacto de un miembro viril, tantas veces imaginado y finalmente, tan simple y vulgar. Por fin podía besar los labios de otro hombre, ¡y en público!. Podía despertarme en la cama de otro chico (su nombre era lo de menos), vestirme apresuradamente y correr a casa a darme una ducha no porque me sintiera sucio, sino porque ésa sería la guinda del pastel.

Aprendí a evitar cualquier tipo de compromiso que exigiera mi atención más de lo que yo consideraba estrictamente necesario. ¿Amor? Creo que me había olvidado de eso. Aún podía arrellanarme en el sofá hecho una pelota y emocionarme con Meryl Streep, Winona Ryder, Marisa Tomei, Julia Roberts. Pero en cuanto me ponía la gomina en el pelo y salía a la calle daba luz verde al animal que llevaba dentro. Una fiera nocturna despojada de todo sentimiento romántico.

Más tarde la cosa cambió. Me relajé, empecé a tomarme las cosas con más calma, llegaban las primeras luces de aviso, que a grandes rasgos eran las siguientes: enfermedades venéreas leves y el sexo como guarrada, la naturaleza malévola de las maricas que me rodeaban, la gilipollez de muchos de mis amantes, que con el tiempo me demostraron poseer un número impar de cromosomas. Pero no era un cambio en el sentido riguroso de la palabra, sino una disminución de intensidad. La luz del semáforo seguía estando verde, pero brillaba menos. Las mañanas de recoger mis calzoncillos en un sofá extraño fueron cada vez más distantes entre sí.

Y entonces, esa evolución encontró uno de sus vértices más significativos. No sabría decir en qué momento ocurrió exactamente, pero el proceso de evolución me había llevado a un lugar desde el que no podía alcanzar a ver el punto de partida. Quiero decir que el cambio comenzaba a ser considerable. Ya me había colgado antes de muchos tíos. Con algunos había acabado a golpe de pelvis, con otros no había tenido tanta suerte. Pero lo que me estaba sucediendo ahora era algo nuevo. No voy a decir que era amor, por dos razones: la razón número a es que, como ya he dicho, me parece que recurrir a él para explicar un sentimiento de atracción es algo que no se debe hacer a la ligera, es una falta de respeto a las pocas parejas sólidas, reales, irrefutables, esas historias tipo Meryl Streep, Winona Ryder, Julia Roberts; la razón número b, más cercana e importante, es que aunque no fuera tan escrupuloso y me permitiera a mí mismo hablar del amor sin ese recelo, tampoco lo haría en este caso, sencillamente porque no tengo muy claro que fuera amor lo que me intoxicaba y monopolizaba mi pensamiento concentrándolo en aquel muchacho.

No. También había más cosas en el mismo baúl. Estaba cansado. Cansado de follar con todos y no hacer el amor con nadie. De estar solo. Me estaba zambullendo, sin darme cuenta, en el típico abatimiento de gay que descubre que lleva demasiado tiempo puteando y si no sienta la cabeza, acabará solo. Lo habría llamado el síndrome de Pretty Woman si Julia Roberts hubiera sido realmente una golfa en algún momento de la película y no sólo una inculta con voluntad de enmienda. En fin, tener esa crisis a mi edad era todo un logro. Ese era el único consuelo que tenía frente al trágico hecho de estar convirtiéndome en un topicazo. Porque, lo reconozco, odio ser un topicazo. Aunque tenía otra ventaja, y es que sabía de memoria las salidas que me quedaban: o quitarme el barro con mierda y duplicar las sesiones de sexo hasta que se me pasara y me olvidara, o teñirme el pelo de azul, o la mejor de todas, sentar la cabeza, buscarme un novio formal, darle muchos hijos y olvidarme de la soledad.

Creo que el gran problema estaba ahí. En la soledad en la que yo mismo me había encerrado. Desterrando cualquier posibilidad de romance. Evadiendo la responsabilidad. Echando a la gente de mi lado. Por primera vez en mucho tiempo, dediqué unos segundos a Jesús, a Héctor, a José, a Juanjo. A todos esos buenos chicos que me conocieron en un mal momento y se cansaron de que no les devolviera las llamadas.

He de reconocer que durante un tiempo, antes de todo aquello, me consideré un sujeto de segunda, una visita inesperada en el ambiente que debía pedir perdón por estar ahí, rodeado de pectorales y camisetas de diseño. Pero claro, luego llegaron mis primeras conquistas, la historia de Juan, y mi etapa zorra. Gustas a los chicos. Ellos te gustan. ¿Por qué no tomar lo que quieres? Y una vez más la evolución resultó ser cíclica, describiendo un círculo que concluía en el mismo comienzo. Y yo quería recuperar mi inocencia, como Luz, y reencontrarme con la muda discreción del inexperto. Ese chico que da más valor a la carne que el de un par de copas y que sitúa la castidad poética por encima del devenir del lubricante. Quisiera ser lo que era cuando quería ser lo que soy. Lo he leído en una camiseta.

No sé si habréis notado que he evitado utilizar la palabra depresión. Aborrezco esta palabra y a todos los que la usan, a esos que dicen «estoy deprimido» o a esos otros que envían a su particulares emisarios del dolor que los excusan con frases como «no, hoy no va a salir, es que está muy deprimido». Me ahorraré clases de falsa ética diciendo sólo que, a mi entender, una depresión sólo se justifica con la defunción de un familiar de primer grado de consanguinidad. Sé que suena un poco fuerte, pero así lo veo yo. ¿Qué depresión puede tener si no una persona normal que vive en occidente, en la civilización y a la que la vida le va más o menos bien? No soporto a la gente que tiene depresiones por capricho, como recurso dramático. De modo que, con semejante panorama, yo no podía permitirme el lujo de tener una depresión.

Salir por Bilbao es casi casi como salir por el tablero del juego de la oca. No hay muchos sitios, y cada uno tiene su horario: vamos todos como borregos siguiendo un camino desgastado por el uso, de modo que la mañana del domingo puedes ver bailar en Distrito 9 a las mismas personas que unas horas antes tomaban un café en la penumbra del Bristol. La sucesión de pubs y discotecas es la misma cada noche, con muy pocas variaciones posibles.

Las dos grandes citas ineludibles eran Conjunto Vacío y Distrito 9. También el Bristol, si se adelantaba la hora de salida, y el Home, si uno tenía previsto atiborrarse de fármacos. Con Óscar, Eduardo y César escoltándome, yo solía saltar del Lamiak (22:00h) al Kasko (pequeña ermita erigida en pos de la santificación de la camiseta de lycra, la gomina de colores, los abalorios imperdonables y los pectorales anabolizados), de ahí a Conjunto y tiro porque me toca (cómo voy a dejar a Óscar sin su dosis de pódium), saco séis y voy al Enigma a ver a las bolleras (en realidad el local está prácticamente dividido en dos y el contacto entre gays y lesbianas es innecesario, se mantienen como el agua y el aceite, y no porque ellas sean más viscosas, sino porque los chicos siempre se quedan al fondo), repito tirada y a lo mejor bajo al High a que me vean todas las locas que pasan de la cuarentena (me da igual lo que digan de ellos, para mí un hombre mayor siempre será más hombre y más experto), un poquito más allá está el Balcón de la Lola (con balcón y con Lola y todo, una especie de garaje donde el peligro acecha en cada placa de metal que cubre el suelo), y finalmente Distrito 9, el santuario, el Valhala donde las walkirias sólo son camareras y los placeres los dispensan los chicos de la pista (una mezcla entre Kasko y Conjunto, pero con más clase, más fashion, y a veces, hasta con famosos). En este tablero las casillas especiales las componen el Larrinoa, una especie de colmado muy raro con dependientes aún más raros, y el Quirófano, destino final de los más vigorosos, ensalada de músculo, cola cao, látex, croissants, drag queens, pinchos de tortilla, éxtasis y feromonas.

Si te gusta el folclore gay y la cultura del saludo con un beso, te encantará vivir en Bilbao. Rozar con tus labios los de todos los conocidos en un extendido ritual de mutua aceptación, de elevación del orgullo por vía oral. Y si prestas atención a la intención de quienes participan, cada encuentro entre grupos y la consiguiente tanda de saludos se convierte en un caleidoscopio de miserias humanas. La bruja que no soporta a ese pobre chico sólo porque es natural y espontáneo y eso está muy mal visto y lo pone verde en cuanto se da la vuelta le da un beso en los morros al grito de «¡nena!». El pobre chico natural y espontáneo que está coladito por ese monitor de aeróbic y que se pone a temblar de los nervios, que se ve a la legua, cuando se acerca para besar a su objeto de deseo, pero no sólo junta sus labios, sino que se las ingenia para que el labio inferior de aquél encaje perfectamente entre los suyos en una maniobra que dura el tiempo justo para no resultar sospechoso. El monitor de aeróbic, que siente repeluco cuando besa a ese camarero de cafetería porque siempre tiene los labios demasiado húmedos. Si uno es un poco observador, se queda con todo.

¿Qué tal por Tenerife? —me preguntó Eduardo, el monitor de aeróbic, mientras caminábamos del brazo hacia la puerta de Conjunto Vacío, entre farolas, bajo el cielo estrellado más despejado de las últimas semanas.

Bien, no hemos parado. Pero no me preguntes tú también a ver si te he traído un chulo, porque no he traído nada para nadie.

Vale, vale, tranquilo. He visto a la Cobertura y me ha dicho que casi no salisteis.

Hemos hecho mucho turismo, por las mañanas nos levantábamos temprano, así que por las noches estábamos rendidos. Sólo salimos la última noche —Eduardo guardó silencio unos instantes, evaluando lo apropiado de su siguiente pregunta.

¿Has hablado con Txus? —Bilbao es un puto pañuelo. Todo el mundo se conoce.

No, ¿por?

Está que trina contigo, tío. No sé lo que le habrás hecho, pero arréglalo cuanto antes, porque no para de hablar mal de ti.

¿Y qué dice? —no os confundáis, en realidad me daba igual lo que dijera, pero ya que me estaba llegando la información, podía aprovechar e informarme del todo.

No sé, eso ya es cosa vuestra, ya lo arreglaréis entre vosotros. Y ahora tira para adentro, que tenemos prisa. Dentro de nada llega la sorpresa para César.

Era la tercera o cuarta vez que alguien me comentaba más o menos lo mismo. Yo no sabía exactamente lo que le había podido pasar a Txus, pero atribuí parte de la responsabilidad de la situación a mi famosa espantada la noche de la borrachera, cuando lo conocí.

La abundancia de clichés entre las locas ya me había dado lecciones sobre cómo tratar a muchas de ellas. Txus encajaba en el cuadro clínico del chico indeciso ansioso por ser tenido en cuenta, capaz de cualquier cosa por llamar la atención de alguien en concreto y lo bastante inseguro como para echarse atrás a la menor señal de peligro. Ya me había dado suficientes pistas sobre la atracción que sentía por mí, y a falta de una negativa contundente, había optado por llamarme la atención arrastrando mi nombre por el lodo y haciéndome llegar su desprecio vía lenguas viperinas, con la esperanza, seguramente, de que mi sentido común me llevara a arreglar las cosas con él en una conversación en la que él depositaría todas sus ilusiones.

Tomé la resolución de terminar definitivamente con aquel macabro juego del gato y el ratón y quitarme de encima aquel lastre. Me sentí un poco andereño[2] responsable de aclarar ciertas cosas a un párvulo obsesionado que, para colmo, ni siquiera me resultaba interesante en ningún sentido.

No recuerdo la conversación. Puedo asegurar que me acerqué a él con el porte regio de quien ha visto su orgullo amenazado pero en absoluto herido, y que en un par de certeros sablazos a sus defensas, vi confirmadas mis sospechas. Txus estaba ansioso por aclarar las cosas, pedirme disculpas en un repugnante acto de sumisión (puedo verlo, al muy guarro, empalmándose mientras se clavaba de rodillas frente a mí deshaciéndose en explicaciones). Lo que sí recuerdo perfectamente es que, durante aquella escena, mientras él y yo nos desgañitábamos el uno en el oído del otro en las escaleras de Conjunto, Iñako apareció con su pose de chico tinieblas bunbury total, apoyado en la barandilla, séis escalones por encima de nosotros (de mí), y con los labios apretados en una soberbia sonrisa de la que deduje que él me creía en esos instantes blanco de un fuego a discreción. Cuando captó mi mirada, la retuvo con un gesto de la suya y movió la mano indicándome que lo siguiera hasta el piso de arriba en cuanto terminara lo que estaba haciendo. Tuve la impresión de que yo debía sentir pánico en aquel momento. Pánico a un enfrentamiento con alguien tan poderoso, miedo a entrar en conflicto con una psique tan compleja y desarmonizada con la mía.

Pero estaba tranquilo. Mi conversación con Txus, al margen de algún comentario que no supe interpretar y un abierto resquemor por la noche de la fiesta de Juju en que me desperté en su casa, ya estaba llegando a su lacrimógeno final en plan «todo ha sido un malentendido, en realidad no hay ninguna razón para que tú y yo nos llevemos mal…». Me sentía equilibrado, relajado. Como encajando las piezas de un puzzle sin esfuerzo. Relaciones…

Con éstas, y la promesa de compartir un chupito en la barra de arriba, Txus y yo subimos entre risas. Iñako estaba allí, apoyado en la columna, mirándonos seriamente, atónito ante la visión del par de locas alborotadas que pasaban frente a él. Dejé que Txus siguiera caminando y me acerqué al artista.

¿Qué querías?

Nada, nada —dijo en voz baja, casi inaudible bajo la reiterativa percusión de la música, y se llevó rápidamente el vaso a la boca.

Entendí que Iñako se había envalentonado ante la perspectiva de cantarme las cuarenta cuando alguien más estaba en ello, como un cobarde sumándose a una partida de linchamiento, y que se había acobardado después al verse solo con semejante cometido. Carroñero. Ni siquiera creo que estuviera tan molesto conmigo. Probablemente, enterado del enfado de Txus pero de poco más, había presenciado nuestra discusión y había decido sumarse a las reprobaciones y montarme un pollo sólo por hacerme seguir pasando un mal rato. Buitre.

Apenas di un paso cuando pude ver el motivo de la localización de Iñako. Porque Iñako era así, si estaba en un lugar y no en otro, siempre era por algo. Éste era alto y ancho cual armario sin empotrar y trataba de disimular los resultados del gimnasio bajo la piel de un chaquetón granate a pesar del calor que hacía. Tenía los ojos hundidos en una amplia cara brillante, como de cera. Mi relación con el artista no era muy densa (no era muy nada), pero yo ya conocía sus gustos, y supe al momento que aquel ejemplar de encefalograma plano y pictograma exponencial era su objetivo en aquellos momentos. ¿Os gusta ser malos? La pregunta la he hecho yo, así que me voy a olvidar de contestar. Sólo diré que aproveché el cruce de miradas con el armario dos por dos para sugerirle una de esas invitaciones que sólo se lanzan con la mirada. Por supuesto, yo no pensaba ir más allá con aquel chico, y si Iñako lo vio todo fue únicamente porque ésa era mi única voluntad. Ésa, y que el cachalote diera muestras de aceptar mi falsa convocatoria, punto éste en el que también me vi gratamente satisfecho.

Seguí caminando y vi a Txus en la barra, con los chupitos ya servidos junto a él mientras hablaba con Sergio.