Capítulo 6

… y visité Tenerife

y volví sin acento canario, «muyayo»

Si durante la primera adolescencia sufres una especie de autismo voluntario, una tendencia al aislamiento y a la automarginación creativa, ser el raro de tu grupo en el colegio es una bendición. Los compañeros pasan de ti la mayor parte del tiempo. Es probable que tengas que enfrentarte, en toda tu vida de estudiante, a cinco o séis situaciones incómodas con un embarazoso protagonismo no buscado en el que quedas como mártir: un zarandeo en los cuartos de baño, levantado diez centímetros del suelo por los cuellos de la camisa a manos del equipo de fútbol, una zancadilla en las escaleras, una misteriosa caída desde la ventana del aula de manualidades que, para colmo, tienes que encubrir si no quieres que la próxima vez vayan más allá de un costurón en la cabeza. Cuando llegas a los ciclos superiores, parece que la gente madura un poquito, y te margina lo justo. Puedes faltar toda una semana, que nadie te va a preguntar qué te ha pasado. Puedes llegar un día a la primera clase de la tarde sangrando por la nariz y nadie se va a levantar de su silla. Puedes tener los mejores apuntes de la clase, que a nadie se le ocurrirá pedírtelos (y yo encantado, claro, no es que me hiciera ilusión desprenderme de mis cuadernos y tener que andar pendiente de exigirlos al día siguiente).

Puedes quedarte dormido mientras todo el grupo visita la catedral de Palma de Mallorca el tercer día del viaje de estudios, que nadie se va a preocupar por el chico raro que no se ha montado en el autobús.

En la ausencia del habitual alboroto, me desperté a las tres de la tarde en mi habitación del hotel Son Duy. A pesar de que la compartía con tres chicas, estaba solo. Era muy tarde para bajar a desayunar, y la comida que habíamos pagado estaba en el autobús. Mis tripas gorgoteaban mientras a varios kilómetros Jon Torrente, nuevo capitán del equipo de fútbol y portavoz del grupo por aclamación popular, protegido del sol de primera hora de la tarde por la sombra más fresca de la isla, la de la imponente catedral, se encontraba con que un bocadillo y una lata de coca-cola escapaban al reparto, quedándose huérfanos en la bolsa. Y yo muerto de hambre.

Moisés estaba en el recibidor del hotel, con todo su encanto desplegado ante cualquier estudiante dispuesto a prestarle atención. No se había registrado nadie después de nosotros, y la gran mayoría de los estudiantes hospedados en el Son Duy habían pasado ya por el Maxy, de modo que el chico estaba bastante relajado, sin mucho trabajo.

Tú eres del grupo de Bilbao, ¿verdad?

Así es.

No me digas que te has quedado solo.

No te lo diré.

Ja, ja, ja— me pregunté, encandilado, cuánto habría de profesional en su risa.

Un grupo de chicas escandalosas bajó por las escaleras y apareció junto a la recepción. Moisés se alejó de mi lado, acariciándome el brazo con la mano en un gesto cordial.

Buenos días chicas, ¿ya tenéis plan para esta noche? —las chicas, visiblemente afectadas por la encantadora confianza del apuesto chico, respondieron confusas, revueltas, mirándose unas a otras— Hoy, por ser lunes, damos una fiesta en el Maxy, y no habrá otra como la de hoy hasta el jueves, ¿qué me decís?

No podemos ir, porque mañana por la mañana nos vamos de excursión al norte de la isla, y a las calas —una chica corpulenta como una jugadora de rugby parecía la jefa del grupo. Tendría un par de años más que sus compañeras.

Si queréis os puedo enseñar el local esta tarde, a puerta cerrada, sólo para que lo veáis. La discoteca Maxy se encargará de pagaros el transporte e invitaros a un par de copas a todos si decidís visitarla esta noche.

Lo siento, esta tarde vamos a bajar a la playa, pero el fin de semana sí saldremos de discotecas.

Estupendo, yo estaré por aquí toda la semana, así que en cuanto queráis verla, me lo decís.

Las chicas se alejaron, cuchicheando con las cabezas juntas, hundidas en los hombros, como una melèe. Moisés se quedó de pie, viéndolas alejarse. Se volvió lentamente y, al verme, apuró la distancia que nos separaba con cara de adulador.

¿Qué me dices tú? ¿Te apetece conocer por dentro la discoteca Maxy?

En fin, tanto si él sabía que ya había estado dentro con todos mis compañeros dos noches antes, como si realmente lo había olvidado, creo que rehusar habría sido un gran error, de modo que guardé silencio.

Un par de horas después, cuando yo ya me había llevado bocado al estómago y me había apretado la cabeza pensando (me arreglo, no me arreglo, si me arreglo demasiado…), me subí a su coche y partimos hacia la discoteca. Un camino sensiblemente más corto en su compañía que en un autobús. La discoteca, efectivamente, estaba aún cerrada y vacía. Nunca me había parado a pensar que estos locales, además de las luces estroboscópicas y los lásers y los proyectores y las pantallas poseen un juego de lámparas normales, luces blancas que iluminan el local como si fuera una librería o una farmacia.

¿Quieres tomar alguna cosa?

Beefeater con kas de limón, por favor.

Me hizo pasar a la barra y prepararme yo mismo la copa, y divertido con mi torpeza, me enseñó a hacerlo como un profesional, hielos al aire, vaso tamaño sidra rodando en la mano como una peonza, malabarismo de botellas y gin-kas listo para beber. Yo rompí un vaso.

Lo siento —dije, acongojado.

No pasa nada —aseguró, y estrelló otro vaso en el suelo, junto al mío, y se rió.

Bebimos nuestras copas sentados en la barra. Y unas segundas y unas terceras, tras las cuales yo ya podía describir las condiciones de su contrato, su calendario de actividades estivales, y todos los grupos considerados de interés para las distintas discotecas en las que había trabajado.

Tienes que ligar muchísimo —le dije.

Pues lo cierto es que sí. Y no te creas que es tan divertido, porque cómo se le dice a una niña de quince años que estás agradecido pero que tienes que decirle que no.

Pero también habrá chicas mayores interesadas.

Sí, pero la situación es la misma, estás haciendo tu trabajo, mostrándote cordial, siendo amable, sonriendo, invitándolas a copas, y de repente te encuentras con que ellas se lo han tomado todo por otro lado y que tienes que pararles los pies.

¿No os permiten confraternizar con las clientes?

No es eso, es que esto es trabajo, y yo no vengo aquí a ligar. La otra noche, por ejemplo, una de las chicas del grupo que trajimos se puso pesadísima, y era muy guapa, pero…

Ya, no te gustaba.

No es eso, no sé cómo explicártelo, vaya, que no… no me mires, no me mires, nomenomemires, no me mires que no sé cómo mirarte.

Moisés encontró la forma de dar a mi atracción adolescente el impulso que necesitaba para lanzarse al vacío desde el acantilado de la imaginación, de modo que me convirtió, sin querer, en un amasijo de hormonas revueltas y de bajas pasiones que caía a plomo y sin paracaídas.

El vuelo salía a las nueve de la mañana, por lo que resolvimos pasar la noche en casa de Juan para que fuera él quien nos acercara al aeropuerto a primera hora. Convertimos su salón en una especie de cuartelillo, todo lleno de maletas y bolsas (otro de los muchos sellos de los gays: no saben viajar sin todo su ropero embutido en un mínimo de cuatro maletas), que, con su pobre decoración parecía el almacén de objetos perdidos de la Iberia. Por la mañana un frenético baile de cuerpos en calzoncillos desfilando por el apartamento no consiguió turbar a Juan, que preparaba el desayuno mientras yo me vestía, César se cepillaba los dientes por enésima vez —después de todo, iba a besar a su novio— y Óscar se secaba la cabeza maldiciendo a todos los trabajadores de «Crazy Colors, tintes para cabello». Lucía ahora una cabellera de un ceniciento azul que se desteñía en determinadas zonas dejando entrever sus cabellos decolorados. Parecía uno de esos cojines hippies de peluche que hubiera pasado años al sol.

¡Ay! ¡Irascible! —le gritó a un sofá, con los dedos del pie descalzo arrugados y pelados por la patada que acababa de darle.

Después de abandonar el apartamento cargados de bolsas, tuvimos que volver tres veces, una de ellas a por los billetes que César había olvidado en algún lugar de la cocina. Suelen decir que quien no tiene cabeza ha de tener pies. A pesar de su conocida facilidad para el despiste, era el encargado de controlar los pasajes por el sencillo e indeleble hecho de que era él quien los había pagado.

Señores pasajeros, el Comandante Cuevas y su tripulación les dan la bienvenida al vuelo de Air Europa número cinco siete siete con destino Tenerife Norte. Una chica de rasgos escandinavos y una belleza vacua e indiferente nos daba la bienvenida. Su sonrisa prefabricada me hizo pensar que realmente consideraba que ese avión era su avión. El aparato estaba medio vacío (o medio lleno, ¿cómo es eso?), «tres horas de viaje…», pensé, y cerré los ojos esperando quedarme dormido de inmediato, perspectiva que se dibujaba imposible con Óscar a mi lado peleando con cada botoncito, cada palanca y cada chisme.

Aún estaba turbado por las vibraciones y el estruendo que habían sacudido la cabina durante el despegue cuando las auxiliares de vuelo comenzaron a deambular por el pasillo. Todas chicas, todas rubias, todas estupendas, todas sonrientes. Y todas con el mismo estúpido traje azul y la misma estúpida blusa blanca con banderitas de Air Europa. Una de ellas se detuvo a mi lado y me ofreció, en silencio, un paquetito de cacahuetes. Yo lo acepté sin prestar atención. Lo dejé en la mesita abatible y dirigí la mirada al pasillo, como en trance, consciente de que me esperaba un vuelo largo.

Siempre me gusta ir sentado junto al pasillo en los viajes en avión. Lo de la ventanilla está muy bien, es muy bonito, pero el pasillo es muchísimo más práctico. Entonces lo vi. Era un chico de unos veintipocos años, alto, moreno y con el pelo muy corto. Vestía la versión masculina de ese mismo traje azul (quizá no tan estúpido, después de todo), y empujaba un carrito con bebidas, chocolatinas y souvenirs de la compañía, dispensando él también cacahuetes y refrescos. Me recordó a ese ídolo homoerótico que era para mí Jesús Vázquez. Tenía bastante parecido. Recordé al artista con cara de polla y el apartamento lleno de fotos de Jesús y me complací al entender que se trataba ahora de un ídolo homoerótico cuyo atractivo había cruzado el charco, mientras me preguntaba si el cliente que había encargado aquel mosaico sería el propio Kyle o algún otro amigo: desconocía si habían mantenido el contacto, pero suponía que sí. Sin dudarlo un instante, pulsé el botón de llamada que se encontraba sobre mi asiento. Él se incorporó, aún con la sonrisa, y buscó el piloto encendido. Lo encontró, estaba justo encima de mi cabeza. Me miró un instante y comenzó a empujar el carrito hacia mí. Volví la cabeza hacia Óscar y César. Ambos estaban inclinados sobre la ventanilla, buscando Burgos. Cuando el chico llegó pude reparar en pequeños detalles, como el alfiler de su corbata, con la bandera tricolor de Air Europa, o la tarjeta de identificación: se llamaba Simón. Me estaba sonriendo. Era muy atractivo, más incluso de lo que me había parecido en un principio.

¿Qué desea? —me preguntó. Me estaba sonriendo. Maldije el protocolo de a bordo, esos buenos modales con los que te atienden los auxiliares de vuelo: el condenado tenía una sonrisa encantadora. Me puse muy nervioso.

Creo que estos cacahuetes irían mejor acompañados por una coca-cola.

Por supuesto —dijo él. Inmediatamente se inclinó sobre su carrito, sacó una de esas latas de refresco de tamaño reducido que sirven en los aviones y me la sirvió en un vaso de plástico, que me tendió envuelto en una servilleta de papel. Que aproveche —espetó. Vuelta a sonreír y vuelta a maldecir. Esta vez había algo en su sonrisa que me hizo sospechar que no me estaba despachando como a un pasajero más… «tonterías».

Con el vaso en la mano y ese extraño presentimiento, lo vi alejarse de nuevo por el pasillo.

Media hora más tarde la misma voz de la misma rubia anunció con el mismo tono robótico que se serviría un almuerzo caliente a aquellos pasajeros que lo desearan. A mí me alegró la idea de tener nuevamente a mi servicio al chico coca-cola. Y mi alborozo aumentó al ver que era él quien llevaba el reparto de bandejas de comida caliente desde la parte delantera del avión. Volví la vista hacia la cola y observé que, por allí, también se repartían bandejas, y la azafata que lo hacía iba avanzando hacia delante. Traté de calcular mentalmente a quién de los dos le correspondería servir mi asiento, pero fui incapaz. Al otro lado del pasillo, a mi altura, una monja contemplaba con mirada atónita mis vacilaciones. Al verla, le sostuve la vista unos instantes, a lo que ella respondió con un gruñido, y luego se volvió hacia el frente.

El sobrecargo me va a venir muy bien para untar con la salsa —afirmó Óscar, con una exagerada expresión de ansiedad.

Yo lo he visto primero —dije.

¡Ay! Serás puta… Pues olvídate, porque tú te habrás fijado en él, pero él se ha fijado en mí.

Yo estaba impaciente. Observaba nervioso cómo ese chico servía bandeja tras bandeja, fila tras fila, avanzando hacia mí con una lentitud asfixiante. No me miró ni una sola vez, pero había algo en su actitud, en su sonrisa, en su forma de contonearse delante de su carrito, de espaldas a mí mientras se acercaba, que me sugirió la posibilidad de que estuviera llevando a cabo una especie de ritual de seducción, y que todos aquellos movimientos me iban dirigidos a mí.

Como contagiado por mi entusiasmo, mi estómago comenzó a gruñir. Agradecí esta muestra de solidaridad abriendo ansioso la bandeja abatible, tratando de eliminar la posibilidad de que la mesilla plegada le diera a entender que no quería su comida.

Ya estaba cerca, pero la rubia que venía desde la cola tampoco llevaba mal ritmo. «Qué bobada,» pensé, «esto no es una carrera, seguro que ellos tienen sus zonas asignadas». No podía contener la tensión. Era muy atractivo, y yo ya había comenzado a desearle. Llegó por fin a los asientos que se encontraban justo por delante de mí. Con mucha profesionalidad fue extrayendo las bandejas del carro y repartiéndolas entre los ocupantes de los asientos, comenzando por los situados junto a las ventanillas y terminando por los del pasillo. Cuando entregó la última bandeja yo tenía la mirada clavada en su precioso culo, que aquel pantalón de uniforme realzaba con lúbrica maestría. Estaba yo perdido en la caída del pantalón cuando, al concentrarme de nuevo en su rostro, me topé de lleno con su mirada refulgente de complicidad. Esta vez no había lugar a error, las señales eran inequívocas: me estaba provocando. Pude sentir en mi oreja el aliento de Óscar, que permanecía tan expectante como yo.

De pronto una bandejita de comida me cruzó por delante, a escasos centímetros de mis ojos. Era la rubia, repartiendo el almuerzo en mi fila: primero César, Óscar no quería, finalmente, yo. Volví la vista hacia ella. Al otro lado del pasillo, justo detrás del uniforme azul, la monja me sonreía con mirada soberbia. Si no me pareciera imposible, juraría que la vieja sabía perfectamente la frustración que yo sentía por no haber sido atendido por el tal Simón, e incluso llegué a sospechar, por esa mirada burlona, que estaba disfrutando.

Después de que dos azafatas recogieran los restos del almuerzo se anunció la emisión de una película. La misma chica de siempre advirtió que un auxiliar de vuelo se encargaría de repartir los auriculares para aquéllos que quisieran escucharla. Al oír esto, me puse de nuevo alerta. Y sí, era mi sobrecargo quien se paseaba entre los asientos con un cesto lleno de juegos de cascos para quienes se los iban pidiendo.

Cuando llegó hasta donde yo me encontraba tendió una caja a cada uno de mis vecinos (la monja incluida). Yo alcé la mano hacia él, en ademán petitorio, pero él me ignoró deliberada y descaradamente. Al hacerlo, sin dirigirme la vista, sonrió. Nuevamente fui consciente de que, aunque sonreía al vacío, ese gesto era para mí. Él se alejó hacia la cola, deteniéndose en cada fila para repartir los auriculares, y yo me quedé desconcertado.

¡Mira, si nos van a poner Batman Forever! —dijo Óscar señalando con la cabeza a la religiosa y sin molestarse en bajar el tono de voz. Mira la monja, qué moderna ella con sus cascos —no parecía que se hubiera percatado del extraño juego del tripulante de a bordo.

La película comenzó. Había una pantalla para cada cinco filas de asientos, y la que a mí me correspondía estaba a unos tres metros: la distancia adecuada. No obstante, yo sólo podía ver cómo Jennifer Aniston se contoneaba frente a Kevin Bacon y movía los labios sin pronunciar palabra.

Media hora después, la mitad del pasaje se había quedado dormido. Yo no lo había conseguido, seguía obsesionado con el mozo. Conseguí verle un par de veces desde lejos, trabajando en el departamento para azafatas que hay junto a la cabina del piloto. El aparato entero estaba sumido en un onírico mutismo. El pasillo en calma, y los pasajeros en silencio. Poco a poco conseguí relajarme y trasponerme.

De pronto una mano se posó sobre mi hombro y me arrancó de mi sueño. Abrí los ojos, sobresaltado. Era él. Estaba reclinado sobre mí. «Simón», decía la tarjeta que colgaba de la solapa de su uniforme. Provocación impresa en cinco letras. Me estaba sonriendo, pero no con la sonrisa de antes, ésa que utilizaba porque era su trabajo y que formaba parte del uniforme. No, me sonreía con malicia. Al ver que yo me había despertado se incorporó y se marchó hacia la cola. Entendí que debía seguirle. Miré a ambos lados y vi, satisfecho, que tanto Óscar como la monja tenían la cara hundida contra el respaldo del asiento, mientras César seguía buscando barquitos en el mar.

Avancé un par de metros por detrás de él, hasta que lo vi meterse en el cuarto de baño. «Mierda —pensé—, me he equivocado». Me disponía a dar media vuelta y volver a mi asiento cuando reparé en que la puerta del toilette seguía abierta. Es curioso, sólo utilizo la palabra toilette para referirme al cuarto de baño de un avión, y aunque pienso que puede deberse a que es eso lo que pone en el cartelito de la entrada, lo cierto es que en aquel toilette lo que rezaba la puerta abierta era lavatory. Me aproximé lentamente, aún temeroso de haber malinterpretado las señales recibidas mientras emergía del sopor. Me acerqué hasta que pude verlo dentro, de pie, sin hacer nada, mirándome y sonriendo. Entonces recibí una inyección instantánea de confianza y entré. Tuve la impresión de que la diferencia entre un toilette y un lavatory es de dos metros cuadrados frente a uno.

Él se acercó a mí, hasta que pude sentir su aliento en mi mejilla. Me rodeó con el brazo y tiró de la puerta. De espalas a ella pude oír cómo la cerraba y hacía girar el pestillo. Me estaba mirando a los ojos y seguía sonriendo, respirando junto a mí. El pestillo ya había pronunciado su chasquido, pero él no se apartó. Siguió con su brazo flanqueándome el costado, esperando. Para facilitarle las cosas me acerqué un poco más, y él respondió haciendo lo mismo. Nuestros cuerpos se tocaban. Cuando rocé sus labios con los míos, él entreabrió la boca y me besó salvajemente. Tan típico como suena.

Todo empezó a ir mal en cuanto detecté en su piel el olor del after-shave que utilizaba mi padre y un impulso visceral me forzó a quitarme el anillo que heredé de él. Fue un polvo rápido. Desaparecido el temple que el chico había mostrado hasta entonces, se mantuvo visiblemente más preocupado por los ruidos que provenían de fuera que por lo que se traía entre manos. Yo, conmovido por su profesionalidad, mezcla de inocente adhesión a un código ético entre azafatas y de un pudor bastante inoportuno, decidí ponerle las cosas fáciles y concentrarme en proporcionarle placer y relax. El considerable tamaño de su pene me ayudó también a tomar esta decisión.

No logró superar la ansiedad de saberse travieso, de estar ausente mientras sus compañeras trabajaban, por no hablar del temor que exhalaba por los poros a ser sorprendido en semejante tesitura, de modo que me folló allí, sobre el lavabo, a toda velocidad, como un conejito hipertenso, mientras yo veía por el espejo su cara de preocupación. Cuando terminó se corrió por todo el habitáculo. Yo me derramé sobre la pila de aluminio, y apenas me había dado tiempo a relajarme cuando Simón ya me estaba alcanzando mis ropas y azuzándome para que me vistiera a prisa.

No os confundáis. Como sexo, no estuvo mal. Yo disfruté, casi tanto con el coito como con el análisis al que sometí su interesante comportamiento. No tendría más de veintitrés años, y lo que parecía en un principio que iba a ser una corrida salvaje con un macho rotundo había sido al final una breve pero intensa acometida pélvica con un púber temeroso, una travesura con un postadolescente desorientado. En fin, he tenido experiencias muchísimo peores. Quiero decir que, en un primer momento salí del baño bastante alegre.

De nuevo la señal de prohibido fumar. «Turbulencias», había dicho la chica robótica. No, aún no estábamos llegando. Faltaba una hora. Cuando se apagó el piloto del cinturón de seguridad me liberé la hebilla y me levanté. Me recliné sobre Óscar. Trataba de mirar por la ventanilla: vi el mar. Volví a sentarme, absorto. Me encontraba a gusto, relajado. Entonces Simón pasó a mi lado, caminando hacia el morro del Boeing 727, y yo sonreí. Nadie a mi alrededor se había percatado de nada. Tan sólo César, que atribuyó mi ausencia a una visita al excusado. Y no se equivocaba.

La banda sonora de los créditos finales de esta historia la puso la chica de voz mecánica, al decir:

El comandante Cuevas y su tripulación se despide de ustedes deseando que hayan tenido un vuelo agradable y confiando verles nuevamente a bordo, gracias y buenas tardes.

En la terminal del aeropuerto de Los Rodeos, abstraído en el icónico ritual de localizar mi equipaje en la cinta transportadora, reparé en que ya casi había olvidado la tórrida escena del avión. Las imágenes de carne contra carne abordaban mi mente emergiendo de la oscuridad de la memoria con el paso indolente de los viejos recuerdos teñidos de color sepia. Parecía que hubieran pasado años. La relajación inmediatamente posterior al coito que me estrechaba el estómago cuando alcancé mi asiento junto a Óscar y que aún me hacía sonreír al bajar la escalerilla bajo el estruendoso huracán de las turbinas había dejado en su lugar, tras desprenderse de mi cuerpo lentamente en algún lugar de la zona de embarque, un vacío de insatisfacción, que sólo consiguió desviar mi atención hacia lo obvio: algo me estaba sucediendo.

No soy ninguna puta, pero siempre he sabido disfrutar del sexo sin sufrir remordimientos. Quizá las primeras veces me sentía observado al caminar por la calle después de haberme acostado con algún tío, pero esa sensación apenas duró dos o tres asaltos más allá de la pérdida de mi virginidad. No, siempre he sabido dar al sexo su importancia justa, unas veces más, otras menos, dependiendo de la intención, pero nunca, jamás, me he sentido culpable o avergonzado, ni mucho menos arrepentido. Ni siquiera con Txus la noche del mando a distancia. En aquel instante, por supuesto que me arrepentí de haber bebido tanto y haber terminado en su apartamento vete a saber cómo, pero a la postre me tomo esta y otras experiencias similares de un modo más pedagógico, como pequeños males didácticos. Arrepentimiento, nunca. Hasta ese día, en el aeropuerto de Los Rodeos, en que, recién olvidados los placenteros efectos de un encuentro fortuito en el cuarto de baño, deseé que no hubiera sucedido, deseé haber tenido el decoro de conservar cierta castidad, contemplando la abstinencia como una inyección de vitaminas espirituales, un suministro de pureza que, por alguna razón, parecía querer darle a mi cuerpo.

Samuel era un chico bastante atractivo, aunque soberanamente vulgar. El tipo de chico que me podía imaginar saliendo con César. Siempre bien peinado, cuidadoso de su atuendo más allá de la discreción. Una especie de Ken de perilla estudiadamente descuidada y áurea cabellera californiana.

Tenerife, en cambio, me sorprendió un poco más. El paisaje árido y húmedo, el relieve áspero, la sencillez de la gente. Allí el que no era guiri, empleado de banca o comerciante, bajaba todas las mañanas a la bananera en su Derby California. Aparte de los cambios escénicos, nuestra excursión estuvo salpicada de detalles irreales que contribuían a intensificar la sensación de sorpresa permanente que embarga a uno cuando viaja. Óscar, en un impulso, se gastó quinientas pesetas en una botella de medio litro de agua tirolesa, de cristal tintado y alto contenido en oxígeno, que acabé quedándome yo porque a él no le cabía en la maleta (aún conservo la botella vacía en una balda de la cocina). El hotel era de lo más moderno, y nuestras habitaciones poseían varios aparatos de climatización que se manejaban todos con el mismo mando digital: al encender un aparato, se encendía el mando, pero al encender el siguiente, el mando se apagaba, y a partir de ahí, un delirante juego de habilidad para tratar de establecer la misma temperatura en todas partes.

Visitamos los pueblos de Masca, mágico paraje de apariencia fantasmal y una belleza sólo posible en esas latitudes, e Icod, pueblo costero de curiosas tradiciones. Y en todas, todas, todas partes, César y Samuel nos mostraron lo empalagosas que dos personas pueden llegar a ser y lo pasteloso que puede resultar ver a dos amigos enroscados en un permanente beso de tornillo. Eché de menos el frío, el viento helado de Bilbao. Eché de menos el cemento que se yergue a mi alrededor y cubre el cielo. Eché de menos el humo de los coches. Eché de menos los grafitis, interesantes obras pictóricas de la mano de jóvenes artistas con un apreciable talento gráfico y un cuestionable talento caligráfico. Samuel nos mostró también la capital, una urbe bastante industrializada y decadente de cemento desconchado por el sol llamada Santa Cruz.

Nena, parece que vienes de limpiar la freidora de un McDonald’s —una voz muy familiar.

¡Hooombre, caaaari!—Óscar sabía ser muy diplomático. Batería, Cobertura y Saldo, cada cual con su modelito, nos habían visto desde el otro lado de la calle y habían cruzado sólo para saludarnos. O al menos para criticar mi chándal— ¿Qué hacéis aquí?

Nada, ya ves, que nos hemos venido de vacaciones a ver si pillamos algún nativo estupendo —la Saldo, en posesión de la palabra. O lo que sea.

Sí, ya, de vacaciones, ¿no será que os han echado y ya no podéis volver?

¿Echarnos? Uy, nena, si medio Bilbao anda detrás de mí y el otro medio en el cuarto oscuro.

Me temo que detrás de ti sólo pueden andar los pocos que quedan por llevarte al catre.

Ji, ji, ji (forzadas risitas generales). De todas formas, nena, no sé cómo os atrevéis a salir del hotel con esas pintas. Hay que cuidarse más, que el aspecto es muy importante.

No te creas. Ya veo que tú sigues pidiendo permiso de obras para reformarte la jeta a pesar de estar tan lejos de tu ayuntamiento.

Ya —se amilanó. Guardó silencio unos segundos en un severo rictus y añadió. ¿Y a ti qué te ha pasado con Txus? No hace más que ponerte verde, que si te has aprovechado de él, que si encima de humillarle y darle la patada te atreves a burlarte de él en su propia casa…

¿A qué se refiere? —pregunté.

No lo sé, tú sabrás —me volví hacia Óscar, quien me miraba con cara de estar tan sorprendido como yo—. En fin, oye, ¿qué vais a hacer esta noche? Saldréis de marcha, ¿no?

Nos fue difícil evitar sus propuestas de salir juntos de marcha. Tuvimos que improvisar un apretado calendario de actividades que hiciera imposible cualquier contacto con las tres gracias durante toda la semana. Por fin, encontramos-fingimos-encontrar un hueco la noche antes de volver a Bilbao. Esa última noche la pasamos en el Puerto de la Cruz, donde la zona de ambiente estaba bastante recogida, y localizada (agárrate que viene curva) en la Avenida del Generalísimo.

La discoteca Vampis era una especie de híbrido entre cabaret, jaula de grillos y macrodiscoteca ultramoderna. Más de las primeras y menos de la última. Allí bebimos nuestros últimos cubatas insulares. Allí bailamos nuestras últimas canciones antes de coger de nuevo el avión para casa. Y allí bailó César con Samuel la única canción lenta de toda la noche, especialmente dedicada a ellos.

Cuando la loca de la mesa de DJ anunció sus nombres, todo el mundo se hizo a un lado. Ellos, sin vacilar, se agarraron y empezaron a bailar, despacio, abrazados, sonriéndose. César apoyó su cabeza sobre el hombro de Samuel, con la vista perdida en el otro baile que los acompañaba, el de las lentejas de luz que llovían del techo, bajo la candente mirada de Cobertura y Saldo. Batería, fiel a su disciplina de «primero repostar, luego descontrolar», estaba sentado a la barra engullendo vasos de Red Bull con licor de melón de un solo trago. Entonces César acentuó la curva de sus labios y alzó la mirada, con las cejas enarcadas. Me estaba mirando fijamente, expectante.