… y Juju dio una fiesta
y a mí me violó una polilla gigante
Llegaba la Semana Santa. Bilbao es una ciudad muy fría en invierno, y un par de semanas de vacaciones en esas fechas no son más que lo que la gente necesita para salir en estampida. Faltaban tan sólo unos días, pero ya se respiraba en el aire esa tensión, ese denso silencio que trepana a los corredores de cien metros lisos segundos antes de la salida. Yo, por supuesto, me mantenía al margen de este siniestro ritual, sintiendo, al caminar por la calle, como si la gente observara por las ventanas de sus casas, conspirando y tramando la inminente desbandada.
Óscar y yo habíamos decidido no movernos de Bilbao. Aunque quizá decidir sea una palabra un tanto inexacta. La inercia se había encargado de decidir por nosotros. Estábamos en mi furgoneta, trasladando un diminuto ciprés, mi último capricho. Me habían dicho que, aunque se trata de un árbol muy grande, crece a un ritmo tan lento que pasarían años antes de que tuviera problemas de espacio en mi apartamento. También me habían hablado de su extraordinaria resistencia, a la cual ahora yo invocaba, pues todo el vehículo se agitaba sobre el asfalto al ritmo de los berridos de Mariah Carey. A Óscar le encantaba seguirla en sus agudos gritos de ratita parturienta, y al sonar Bliss se deshizo a mi lado en cómicos silbidos guturales que acompañó meneando su larga melena rubia.
X-Girlfriend fue interferida por un juego de pitidos que tomaron los altavoces de pronto.
¡Mensaje! ¡De alguien que me quiere! —gritó, esperando el sonido del teléfono móvil que le confirmara la llegada de ondas a su aparato. Sus expectativas se vieron frustradas: el teléfono que empezó a sonar era el mío, y no era un mensaje, sino una llamada— Juju, dime… sí… sí… bien, vale, estupendo… ja, ja, ja!… vale, iremos… sí, cielo, un beso— dije, y colgué.
Juju —si es que Óscar es muy listo.
Sí, era ella. Va a dar una fiesta esta noche en su casa para celebrar la llegada de las vacaciones. Algo así como una gala de apertura de temporada. Quiere que vayamos. Va a haber mucha gente.
Tengo una idea —concluyó.
No quiso decirme de qué se trataba. Cuando llegamos a mi piso entró corriendo hasta el cuarto de baño, dejándome sólo con mi ciprés, de modo que tuve que arrastrarlo como pude hasta mi cuarto mientras lo oía a lo lejos remover todos los cajones del lavabo. Había contado de antemano con su opinión para introducir este nuevo elemento decorativo. Estaba difícil. El panorama era el mismo de siempre: hojas de periódico por el suelo, de la última vez que busqué la cartelera para ir al cine, la cama deshecha, ropa interior sobre la madera barnizada, una camisa vieja colgando del galán de ébano. Óscar pasó corriendo junto a mí, llevándose a su paso las últimas páginas de la Zero, arrancadas salvajemente en un violento acceso de fanatismo por el modelo del anuncio de Acqua di Giò. Ni siquiera cerró la puerta al salir. Yo mientras tanto, me incliné por ser práctico: el ciprés encontró su lugar bajo la ventana, donde podía recibir luz directa casi toda la mañana.
La afición de Óscar por dar la nota era por todos conocida. Fui hasta el baño y vi, horrorizado, mi máquina de afeitar eléctrica sobre el lavabo. Estaba enchufada, esperando ser usada. Era una de esas completas máquinas para recortar barbas y afeitar cabezas, con un accesorio regulable para elegir la longitud del cabello cortado, pero a Óscar el pelo le llegaba por los hombros en una caída recta y graciosa, y aquella máquina daba un margen máximo de dos dedos. No, decididamente, yo no quería tener nada que ver con aquel baño de sangre. Sabía de sobra (miles de veces se lo había escuchado decir) que aquella preciosa melena costaba horas de lavado, mascarillas de camomila, cariñosos aclarados… En ocasiones lo oí hablar en susurros mientras se lavaba el pelo, y sospecho que realmente conversaba con él, como si fuera un ficus. ¿Que se lo quería cortar? Genial, pero que no contara conmigo.
Volvió con el mismo brío con que se fue, y traía consigo algo que insistió en ocultar. Se dirigió a mi cadena hi-fi. Otra vez Mariah Carey. El mismo disco, las mismas canciones (yo sólo tenía en casa el último álbum que había en el mercado: Rainbow, con el mismo X-Girlfriend y el mismo Bliss y el mismo Petals que le había oído versionar libremente en la furgoneta). En un descuido, pude arrancarle la caja de la mano. «Crazy Colors, Azul Marino. Tinte para cabello». De mal en peor.
Durante la hora siguiente, tuve que ejercer de esa profesión relegada a gays y negada a mis ineptas manos: peluquero. A diferencia de otros, yo no insistiré en que digáis estilista, porque me da igual. Yo no cogí unas tijeras (me parece un trabajo de precisión). Me limité a pasar la máquina con las manos temblorosas de quien se sabe director de orquesta de una sangrienta masacre que lo supera. Largos mechones rubios cubrieron las baldosas de mi cuarto de baño, mientras el espejo (recortado con bombillas blancas, como el espejo de un camerino), me devolvía un rostro conocido pero distante, ajeno, extraño. Cambiado.
Los vapores del decolorante taladraban mis fosas nasales hasta disolverse en mis sesos. Tenía las manos hundidas en un pegote de crema que trataba de esparcir sobre la cabeza de mi víctima, que tenía la cara hundida en el lavabo. Las primeras lágrimas que me asaltaron los ojos me hicieron comprender que había hecho la mezcla (cosa suya, por supuesto) demasiado potente: quería un rubio blanco radical antes de aplicar el azul.
Ya verás, voy a ser lo más. Seguro que Juju, con lo que es, va a llenar la casa de chulazos, y uno de esos va a ser para mí, porque voy a estar estupendo de la muerte.
Cuando se aclaró la cabeza, la mitad de sus cabellos se fueron por el desagüe y le había salido un eczema. Trastornado por el pánico, metió la cabeza en agua fría durante media hora mientras hipotetizaba. No es nada, no es nada. El decolorante siempre me escuece un poco. Siempre me escuece. Siempre. Por fin, me hizo salir del baño con unos rápidos aspavientos y cerró la puerta en mis narices. «Genial —pensé—, lo que necesita este apartamento es una marica enajenada jugando con tintes y potingues en el cuarto de baño». Pude oír su frenético periplo por todos mis frascos de crema y leches hidratantes. Me contuve exasperado cuando oí estrellarse un montón de cristales contra el suelo. «Córtate las venas y acaba con todo esto. ¡No! No se te ocurra hacerlo aquí».
Me hundí en el sofá y quise utilizar uno de los cojines para asfixiar a la recauchutada que insistía en perseguir al arco iris por el salón. Ahora recordábamos a su difunta hermana. Nunca he entendido esa costumbre tan gay de idolatrar a una mujer artista. Conocía a una Mariah Carey, a una Yola Berrocal, a una Whitney, a una Jennifer López, a tres Mónica Naranjo y, por supuesto, a una decena de Madonnas. Yo me veía obligado a empatizar estas admiraciones y preguntarme por qué yo no me había fijado. Una vez, en el colegio, me enamoré de mi profesora de lenguaje. Más tarde me di cuenta de que lo que en realidad quería era ser como ella, e incluso, si fuera posible, ser ella. Era toda una señora, de visita a la peluquería una vez por semana, modelitos impecables y mil y una leyendas tórridas circulando por las aulas, que dudo que ella ignorara, y que la hacían aun más interesante, en toda su digna y recia majestuosidad disfrazada de distanciada severidad. Cautivado por sus sobrias minifaldas, sus camisas de caballero vestidas con un premeditado descuido, sus pantalones de todos los colores y tejidos, quise perderme en su ropero y morir entre sus prendas, quise rescatar modelos de temporadas (cursos, en su caso) pasadas y ser Marimar a escondidas de los ojos de un mundo que aun consideraba hostil. Años después, en la época de mi viaje de estudios a Mallorca, me daba por deprimirme en mi habitación escuchando los dramas de Alanis Morissette bebiendo cerveza y exigiendo al mundo que apreciara mi existencia: quedarse en casa un sábado por la tarde con las luces apagadas y en silencio era un grito de socorro. Ni qué decir tiene que en seguida tuve claro que quería ser una compositora adolescente multimillonaria con una vida agitada y un montón de ex novios a los que reprochar mil cosas. Pero ninguna de las dos fueron ídolos. Creo que la devoción de mis amigos por sus divas encontraban en mí su equivalente en lo que yo pude sentir por Brad Pitt cuando aún buscaba la postura más cómoda dentro del armario y alejaba de mi organismo todo impulso de rebelión, Boris Izaguirre cuando las perchas empezaban a estorbar demasiado y Rupert Everett o Jesús Vázquez o Terenci Moix o Eduardo Mendicutti cuando descubrí que había todo un mundo gay fuera de esas puertas de conglomerado barato del armario-crisálida. Y quizá un retorno a Brad Pitt cuando se puso macizo que te cagas y rodó El club de la lucha. No es que forrara mis carpetas con sus fotos (nací vago y moriré vago), yo me conformaba con verlas en las revistas, pero supongo que disfrutaba casi tan intensamente como Óscar cuando encontraba a su Mariah en la Supertele, o César cuando podía asistir en vivo y en directo, por vía catódica, a la última trastada de Yola «Más Colágeno» Berrocal.
Supeditada a su obsesión por destacar, Óscar tenía otra pasión oculta que lo llevaba a buscar la entrada más espectacular. No estaba contento si no podía tener toda la atención sobre sí desde antes de entrar en la habitación, y al hacerlo, no podía defraudar. Esta vez, solo para mí, su estrategia fue la del turbante. Con una toalla enrollada en la cabeza y un enigmático rostro vacío de gestos (a excepción de un gracioso tic en el ojo tipo me voy a subir a un tejado con una metralleta), apareció frente a mí, apoyado en el marco de la puerta como si se sintiera en la obligación de sujetarme la pared. Avanzó un par de pasos, se detuvo y la toalla voló por el cuarto, agitando el aire a su paso. Cuando alcanzó el suelo a mis pies, tenía ante mí una visión espectral: el color azul hacía palidecer aún más su tez, y su pelo, ahora seco y con cierta lozanía recuperada, parecía el felpudo de un teleñeco azul. Muy azul.
Atónito y sin preparación escénica para salvar un drama como aquél con la suficiente diplomacia, me dirigí a mi ciprés y le di varias vueltas en busca de su mejor perfil.
El próximo lunes, sin falta, me apunto a un gimnasio —sentenció.
Saltaba a la vista que Juju provenía de buena casa, aunque jamás se supo nada concreto con certeza. El único vínculo familiar que le quedaba era su verdadero nombre, y ni siquiera era un dato que corriera por las calles libremente, saltando de boca en boca y rellenando cuadrículas de agendas, pues ella se había molestado en impedir que todo el mundo supiera que su madre, en un acceso de beatitud, había decidido llamarla Pura. Y aunque no ocultaba que tuviera dinero de sobra —desconozco hasta qué punto necesitaba trabajar— pululaba por las empresas de trabajo temporal desempolvando su título de fisioterapeuta de rehabilitación y grapando a su currículo un contrato basura tras otro. Trabajos por los que pasaba con la misma displicencia con que un perro cruza frente a la puerta de una licorería.
Juju fue despedida de su último trabajo, añadiendo así el último capítulo a una maldición escrita a base de dimisiones, ausencias injustificadas permanentes y adelantos acordados en la fecha de vencimiento del contrato motivadas por diferencias irreconciliables entre los encargados y nuestra heroína. Cuando por fin consiguió un buen trabajo en un hospital geriátrico, haciendo aquello para lo que había estudiado, y cuando parecía que se había librado de la amenaza de despido que se cernía sobre ella motivada por la misteriosa desaparición de gran cantidad de fármacos (en su mayoría sedantes y todos ellos durante los turnos de Juju), la jodió llevándose a media docena de dulces abuelitas al Charol a ver un striptease masculino integral del que las ancianitas salieron catatónicas perdidas.
Llegamos a su casa cuando la fiesta ya había comenzado. No parecía el mismo lugar de la última vez, la decoración había sufrido un desarrollo sobrecogedor. Parecía que Agatha Ruiz de la Prada hubiera roto aguas sobre un ventilador conectado a la máxima potencia, distribuyendo pliegos de su placenta de peluche por todas las esquinas y tiñendo las paredes de todos los tonos de un repertorio frutal propio de los decorados de Barrio Sésamo. También daba la impresión de que el mismísimo Boris Yeltsin hubiera aportado su destreza estética de mini-bar. Había botellas por todas partes. Botellas llenas, botellas vacías, botellas sin abrir, botellas rotas. Y un montón de gente (lo siento, por lo visto hay quien se fija primero en la gente y luego en la priva, pero yo no soy de ésos). A simple vista, así como por encima, pude ver a sus majestades las Tres Gracias poniéndose a punto el maquillaje. También Txus deambulaba por allí, vaso de plástico en mano, amenazando con derribar las paredes con sus estrepitosas carcajadas. Y Eduardo.
Ya me he enterado de que el otro día estuviste de visita en casa de Iñako… —es así como Juju me dio la bienvenida. Guardó silencio durante unos segundos, adoptando un mohín a medio camino entre el reproche y la resignación y haciéndome ver que era yo quien había de rellenar los huecos— En fin, tú sabrás lo que haces.
Juju puso un montón de pastillas en mi mano y se alejó de mí, envuelta de nuevo por el fragor de la fiesta, entregada a su obligación de controlar la fervorosa muchedumbre como una buena anfitriona, y me dejó con un montón de éxtasis y un pensamiento: Iñako me odia y habla de mí. Habla de mí con Juju, mi amiga. ¿Para que ella tome partido e interceda a favor del buen entendimiento? ¿O tal vez para hacerla ver que soy un gilipollas capaz de ir a insultar a alguien a su propia casa? No sé como tomarme todo esto. Lo cierto es que me quedo un poco impresionado. No quiero dar explicaciones sobre el asunto, me gustaría que nadie le diera importancia, que todo el mundo lo considerara tan trivial como yo. No quiero entrar en un juego de lavados de imagen, de hipocresía protocolaria, de «Oh, querida, estás estupenda (tendrá valor, ponerse esos pantalones pasadísimos con esas caderas de zampabollos que tiene)». No quiero ser de ese tipo de gente. No quiero ser una marica servicial que encubre una solapada perfidia. No quiero ser ese tipo de chico. Mi problema es que no quiero ser ningún tipo de chico, y esa obstinación por escapar de los estereotipos me hace picotear de todas partes y no coger nada de ningún lado, diluirme en una abundancia indefinida y confusa que me precipita hacia la nada, hacia una ausencia total de identidad propia que para colmo, no me resulta tan desagradable. Estoy cómodo así. Me temo que una marica nihilista no encaja en el ambiente.
Txus ya estaba borracho como una cuba. Se acercó a mí flotando en una brisa marina de intensa fetidez etílica, arrastrado por la virulenta corriente de su ciclón de Beefeater con un paso torpe y una sonrisa húmeda y viscosa, con la consistencia de un yogur.
Sigo pensando en ti —me dijo, soltando mucho aire a pesar de que hablaba bajito. ¿Hay alguna posibilidad de que un chico como yo seduzca a un chico como tú?— sus labios decían seducir, pero en su turbia mirada de perrita en celo (con las cataratas del alcohol) se veía desenfocada la lasciva imagen del sexo, mal impresa en el seno de una retina reblandecida y acuosa.
Sentí pánico. Realmente me daba miedo. Un chico capaz de colgarse así por un lío de una noche, inconcluso para más señas y cuyo único recuerdo relevante es, para rematar, el de negarse a relajar el esfínter por un mando a distancia, no entra dentro de mi idea de galán seductor irresistible. Y a decir verdad, también se aleja bastante de la indefinida descripción que yo tengo de la cordura.
Lo siento, creo que no —sonreí, le metí una pastilla en la boca, me tragué otra en la boca y me alejé hacia César, que estaba solo al otro lado de la sala y me lanzaba su mirada como un flotador salvavidas que tiraba de mí, arrastrándome entre la gente, dejando atrás al proyecto de psicokiller con su marejada de ginebra y pepitas de limón en vaso de plástico.
Mientras me servía mi primera copa, César me contó sus últimas novedades con el chico de Madrid, un tal Sebastián, o Simón, o Samuel. Samuel. Guapísimo. Atentísimo. Todo un caballero. Tengo que conocerle. Me va a caer superbién. Está pasando las vacaciones de Semana Santa en Tenerife. Tenemos que ir. Y así lo conozco. Pero que no se me ocurra echarle los tejos a Samuel. Samuel es sólo de César y de nadie más que de César. Sí, tenemos que ir. César me invita. Así conozco a Samuel. Guapísimo, atentísimo. César espera que yo no me ponga celoso, ¿eh?, je, je. Que se siguen llamando. Que de momento no consiguen bajar de las dos horas diarias de conversación y que cada día están más tristes. Que se echan muchísimo de menos. Pero que qué se le va a hacer. Que se van conociendo cada vez más y que sienten que encajan. Que están enamorados.
Yo sé que hablar de amor en este tipo de relaciones es muy peligroso. Al escuchar a César no pude abandonar una postura condescendiente. No obstante también conservo una especie de fe infantil, una inextinguible creencia en la idea del amor a primera vista, que se conserva como un residuo gaseoso de mi inocencia perdida casi en su totalidad, y que se compunge y resiente en sus esfuerzos por tratar de mantenerme unido a esas pequeñas pero importantes ilusiones de la niñez que dibujan el mundo de colores maravillosos de una paleta pigmentada de alegría, amor, felicidad, gominolas y algodón de azúcar. De modo que mi actitud paternalista hacia la simplicidad de los sentimientos de César se acercaba, como quien no quiere la cosa y sin que yo pudiera impedirlo, a una sensación de complicidad y apoyo. Y envidia.
Pero no siempre había pensado así. Ni había permitido que el merengue salpicase mis elucubraciones con semejante impunidad. Tuve que aceptar que estaba bajo unas anónimas circunstancias especiales. Y aunque una figura rondaba mi mente ansiosa por saltar al escenario y abrir los brazos bajo los focos, luché por no ceder. No puedo estar enamorado. A mí no me pasan estas cosas. Es una tontería. Es el alcohol. Sube a mi cabeza, me ablanda, me confunde y me hace ver las cosas de otra manera. A veces me pasa como con el hachís, unas veces me da mucha marcha y otras me da sueño. Y otras me unta en melancolía y en un insoportable espíritu romántico. Sí, es eso. Es el alcohol. ¿Cuántas copas llevo ya? Un par. ¿Cuántas pastillas? Sólo con Juju. Sólo con Juju.
Rives fabrica unos zumos muy concentrados que se venden como licores sin alcohol. La mayoría de ellos resultan muy empalagosos, pero si no te importa beber dulce, puedes mezclarlos con cualquier tipo de licor de gradación media. Uno de mis cócteles preferidos es el vodka con lima. El Rives de lima tiene un profundo sabor ácido que facilita el paso del alcohol por la garganta. Después de un par de tragos, sólo eres consciente de lo ácido que está. Después de un par de copas, dejas de ser consciente de muchas cosas. Y si son copas de las que prepara Juju, dejas de ser consciente de casi todo.
Me acerqué al televisor de plasma. Era una maravilla de la ingeniería de un montón de pulgadas por todas partes y pantalla ultraplana, cuya caja no tendría más de diez centímetros de fondo. Estaba sintonizada en un canal de los que pasan continuamente vídeos musicales, pero para verlos había que rebuscar entre los cientos de simbolitos y numerajos iridiscentes que cuajaban la pantalla, porque Juju, con todo lo fina que trataba de componerse, era incapaz de encender el televisor sin apretar todos los botones a la vez, abriendo un pelotón de menús de contraste, programación, sintonía y demás ajustes que quedaban desplegados cubriendo la imagen.
Agito levemente mi copa (de cristal y con hielos, yo soy un privilegiado en casa de Juju, y lo de los vasos de plástico no es para mí) sentado junto a la enorme pantalla de televisión modelo pista de patinaje vertical, atento a los vídeos musicales. El alcohol hace rato que se ha aferrado a mis párpados y tira de ellos suavemente con un agradable cosquilleo. También parece haberse alojado un espíritu en mis rodillas, que han perdido contundencia y amenazan con ceder a una flexibilidad incontrolable. Los grillos del arco iris están por toda la habitación. Han salido de mi copa y quieren jugar conmigo. Con mi inminente borrachera. Será memorable. Son piojos de todos los colores, revoloteando, disgregando reflejos de los tonos más rutilantes del espectro catódico. La fiesta se tambalea suavemente, en este caleidoscopio tropical. Una camarera rubia esquelético-difunta se monta una Plaza Roja en la barra y empieza a invitar a vodka a todo bicho viviente. Chulo Macizo acepta su trago y al segundo siguiente está volando por el techo boxeando con la bola de espejos. Mel C. está en la fiesta. Está aquí, con nosotros, agitando sus carnes entre las rocas y los lásers de una playa ensangrentada por el atardecer, bañada de un tono violeta contra el que se recortan las sombras de los pódiums en los que bailan los gogós y en los que César abraza a Chulo Macizo con voracidad mientras lo devora comenzando por los morros. No entiendo cómo pueden decir que esta chica (Mel C.) está anoréxica. Veo un amasijo de lycras de colores, pantalones de pvc con las costuras jaspeadas y miembros que se electrizan para darme la bienvenida a la jungla, welcome to the jungle, donde el suelo está pegajoso y el ruido es ensordecedor y Whitney Houston abre esa boca tan grande y Shania Twain da patadas al suelo en un granero inundado. Imágenes reticuladas que se deslizan viscosamente por la líquida turgencia de mi cerebro alcoholizado incapaz de retener nada, que deja que la fiesta se escurra.
De pie sobre la mesa roja agresión, bailando con Óscar, repitiendo el tan manido juego del flirteo por puro exhibicionismo, desplegando un socorrido juego de magreos y licencias calenturientas. Contoneos independientes de la música, manos que revolotean sobre la ropa, que quieren coger y apretar un pecho, que buscan un pene a través del pantalón, que se dejan caer entre piel y tejido, lenguas que raspan, que humedecen, que tibian. Andamiaje de piernas sobre el plástico rojo sexo conceptual, estructura de carne y hueso palpitante y hedonista.
Nos está mirando todo el mundo —le advierto yo.
Tienen envidia —me asegura él.
Sí, a ti.
¡Ay! Te parto la cara así —me amenaza, blandiendo ante mí toda una mano llena de dedos.
De pronto los grillos de colores desaparecen. La gente corre y grita desordenadamente y me invade una primitiva sensación de terror y no sé dónde meterme y me acurruco en el sofá. La sala ha sido allanada por una enorme criatura de aspecto polvoriento y quebradizo, con un abultado y jugoso abdomen enmarcado por unas alas fibrosas y secas, que corre por la barra-granero-pista de baile ahuyentando a todos. Este bicho no pica. Te arrincona, te acojona, te viola.
La gente corre en todas direcciones, entre las patas del Gregorio Samsa no invitado, entre botellas rotas, entre charcos de alcohol, entre medias deshiladas y chicas llorosas que han caído al suelo arrastradas por una maraña de piernas histéricas y brazos latigueantes. Llantos y risas, carcajadas macabras y llantos dolorosos. Y yo no hago nada. Ni siquiera respiro. Lo veo todo, aterrado, inmóvil. Cierro los ojos y quiero bucear en el negro, en la oscuridad. Me pierdo en mi propio paisaje interior donde no está ese insecto gigante, donde sólo estoy yo dibujado en blanco y negro caminando desnudo por un escarpado terreno granate. La sensación de caída es intensa. Dicen que eso es lo que sienten los astronautas durante la ingravidez, mientras efectúan paseos espaciales, maniobrando, reparando cables del tamaño de pequeños pelos microscópicos, examinando el fuselaje del transbordador espacial, y no entiendo cómo pueden trabajar con el estómago en la garganta y el sudor frío y las manos húmedas y tanta saliva en la boca.
Noches alegres, mañanas tristes. Me tocó confirmarlo una vez más aquella dolorosa mañana en que me levanté desorientado y entumecido en una cama que no conocía, rodeado de mi propia ropa esparcida por el suelo y de una habitación extraña. Tenía la boca seca, como si hubiera estado toda la noche comiendo arena con sabor a colonia. A una colonia estropajosa. Y me dolía la cabeza. Pude oír ruidos al otro lado de la puerta, así que salí, tambaleándome. Al final de un breve pasillo encontré una cocina llena de gente. Todos vestidos y yo, en calzoncillos. Enseguida comprendí que mi desnudez era absolutamente intrascendente: por las caras que pude contemplar, la gente aún seguía de fiesta, y la mayoría de ellos iban bastante drogados como para reparar en mi ropa interior. No me hubiera importado en absoluto, de no ser por un detalle. Sergio estaba allí. Completamente sobrio. Completamente fresco.
Creo que esa mañana, a pesar de la resaca (por no mencionar los retazos de una borrachera que aún insistía en dar sus últimas señales), me vestí en tres segundos y en cinco estaba de nuevo en la cocina, con la cara lavada, atándome los cordones de las botas. César también estaba allí. Y Txus. Sergio me miró y se acercó a mí con un bollo suizo.
Buenos días —me dijo, y me besó en los labios. ¡Horror! Es cierto que entre gays siempre nos hemos saludado con un breve roce de labios, pero sólo entre amigos o para guardar las formas (esta última opción, tipo «oh, querida», siempre he procurado saltármela). Y con Sergio era algo totalmente inédito. César se acercó a mí e hizo lo propio (en su caso, por enésima vez, el pan de cada día), pero no me impresionó tanto.
Buenas… —dije, mientras jugaba con el anillo de mi padre, traspuesto.
¿Qué tal has dormido? —me preguntó Sergio.
Fatal… ¿qué hora es? ¿cuánto tiempo he dormido?
Son las dos. Habrás dormido tres o cuatro horas —César, mirando su reloj metálico con la esfera escondida tras un diafragma plateado.
¿Dónde estamos?
En casa de Txus. Jo, cari, tienes una cara horrible. Mira que cogerte esa castaña… Anda, vámonos a casa, que te acompaño.
Me agarró del brazo y me sacó a rastras de allí, con el bollo que Sergio había colado entre mis dedos aún sin empezar. Por el camino le lancé una última mirada y lo vi inmóvil, sonriente, mirándome, sin pestañear. Las escaleras eran de madera antigua, muy estrechas y escarpadas. Todo un peligro para alguien en mi estado. Fue un alivio salir a la calle y sentir el aire helado en mi rostro. Un frío atroz, de los que escarchan los huesos y te dejan aterido, sintiendo helado incluso el aire que queda en contacto con la piel entre los pliegues de la camiseta, entre los glúteos, contra el slip, en la caída del pantalón. En Bilbao, cuando hace frío, la comida se puede conservar en las ventanas. En Bilbao se puede ver el frío, como un borrón pálido, confuso, un espíritu luminoso que abandona los objetos en una lenta llamarada.
No sé qué hacer —dijo César, como para sí mismo al dejar atrás la puerta del portal. Parecía empeñado en no dejar que mi resaca evolucionara favorablemente.
¿Hmm?
Yo quiero mucho a Samuel. De verdad, no quiero perderle. Creo que no se lo voy a contar. En fin, ha sido un desliz. Si él hiciera lo mismo, yo creo que preferiría no saberlo. Quiero decir que como no va a volver a pasar y ha sido como quien dice un accidente, no tiene sentido tirar por la borda lo nuestro por una tontería. No, no se lo voy a contar —hablaba muy rápido, alterado, con la mirada perdida y apoyando cada frase con una sacudida de su mano abierta palma arriba. Yo comía mi bollo sin entender nada. De todas formas, como la semana que viene está lo de Tenerife, ya veré allí como están las cosas y si merece la pena que se lo cuente o no. Ay, menos mal que vas a venir conmigo.
Y entonces recordé. Tenerife. No sabría decir si llegué a aceptar su invitación o no. Desconocía hasta qué punto me había comprometido a acompañarlo en su viaje. Como cosidas a la escena de la conversación con César fueron llegándome otras imágenes a la mente. El vodka con lima, los vídeos musicales en la pantalla gigante, Txus dándome la paliza. Todo en casa de Juju. No podía recordar cómo habíamos llegado a casa de Txus.
¿Por qué vinimos a casa de Txus?
¿No te acuerdas? Fue una caña. Allí estábamos, Roberto y yo pegándonos el lote en la cocina de Juju cuando empezamos a oír gritos. Salimos a la sala y todo el mundo estaba chillando, corriendo de un lado a otro, y entonces vimos una polilla enorme, pero enorme, no sabes lo grande que era, como mi puño, en serio, muy gruesa y asquerosa, metiendo mucho ruido al volar. Total, que todo el mundo histérico huyendo del bicho, cuando alguna lista sacó un vaporizador del bolso y empezó a pulverizar siguiendo a la polilla, echando spray como una posesa. Pero la muy lerda no se enteró de que lo que estaba echando era spray antiviolación, y no insecticida, y hay una ligera diferencia. Así que nos pusimos todos a llorar y a toser, que no se podía respirar, que escocían los ojos una barbaridad. A Charo le dio un ataque de asma y su novio se la llevó a urgencias. Y los demás nos trajimos la fiesta a casa de Txus. Que por cierto, anda diciendo unas cosas muy raras sobre ti.
¿Qué cosas?
¿Te has acostado con él?
Vale, entiendo. ¿Quién es Roberto?
Si te lo acabo de decir. Es el chulazo con el que me enrollé anoche. Y me ha dado su número y todo, pero no le voy a llamar. Es que fue un desliz. En serio, no quiero quedar con él. Yo estoy con Samuel. Bueno, no sé. Tengo que aclararme las ideas. La semana que viene, en cuanto haya un vuelo disponible, nos vamos a buscarle.
¿Dónde está Óscar? Déjalo, da igual.