… y soy humano
y hay gente que me odia
Me he enamorado —César estaba realmente alterado. Te lo juro, he conocido al hombre de mi vida. Se llama Samuel. Lo conocí la otra noche. Es guapísimo, rubio, con melena y una perillita de estas que te pinchan toda la cara. Y es un encanto. Pasamos el domingo juntos. Y llevamos todos los días llamándonos, una hora de conversación sin parar.
Pues chico, si no os conocíais, ¿de qué habláis?
… ¡de nada!
Ya, típico.
Es un encanto, es majísimo. Te quiero decir que parece que hemos conectado.
¿Y por qué no te lo has traído para que lo conociera? —mostré un interés que resultaba más sincero de lo que yo mismo habría esperado.
Ése es el problema. No vive aquí, vive en Madrid. Y eso pilla bastante lejos. Vino a pasar aquí el fin de semana con unos amigos porque tenía un cumpleaños, pero ya se ha marchado. ¡El domingo dejó tirados a sus amigos para estar conmigo! Mi pecho crepitó al paso del brote de una semilla que germinaba en el interior, empujando, presionando. Por alguna razón, su torpe relato me afectaba. Ser oyente del posible nacimiento de un idilio me estaba haciendo soñar, y eso era nuevo.
¿Y cuándo os vais a volver a ver?
Yo quería ir ya, pero él me ha dicho que espere. No sé, tengo miedo. A ver si al final no me voy a encontrar lo que yo espero… Me refiero a que no sé si el va al mismo ritmo que yo. Me gusta mucho.
Aparté la mirada y tuve un infarto virtual. Frente a mí, a dos mesas de distancia, estaba el chico del mando a distancia. No podría asegurar si él me había visto. Estaba sentado con otro chico moreno que me daba la espalda. Parecía que mantenían una conversación divertida. Quise vivir en Australia.
Concentrado en aparentar naturalidad, hundí la cabeza en los hombros y la cara en el plato de aceitunas, y me puse a jugar con éstas sin prestarles atención.
Dentro de dos meses se va a pasar quince días a Tenerife, y me ha invitado. Dice que le gustaría que nos viéramos allí, pero a mí me da reparo. Es todo demasiado raro. No sé —César tenía la mirada perdida. Hablaba más solo que conmigo—. Me ha dicho que le debían días de vacaciones en la oficina, o no sé qué.
Cuando alcé de nuevo la vista, la última aceituna en atravesar mi garganta hizo una parada en seco a medio camino, pues Sergio, MI Sergio, estaba allí, de pie, con una taza de café en cada mano avanzando hacia mí. A pesar de ser más de lo que mi mente podía procesar a esas alturas, tardé muy poco en comprender, como si la escena se desarrollara a cámara lenta mientras yo asociaba datos a la velocidad de HAL: Sergio avanzaba con dos tazas de café, el imbécil del mando a distancia estaba ahora solo en su mesa, el chico moreno que antes estaba sentado con él dándome la espalda… sí, habría jurado que llevaba ese mismo jersey de punto de color crema que ahora se aplastaba contra el pecho que se escondía tras las tazas de café. César seguía farfullando, Sergio avanzaba, yo buscaba en mi organismo el olvidado acto reflejo de la respiración y el chico del mando oteaba las mesas hasta llegar a la mía en el mismo instante en que la mirada de Sergio se enlazaba a mis ojos y su sonrisa ilegal asaltaba de nuevo la fachada de su rostro. Y todo sucedía en un mismo fotograma, uno de esos fotogramas con un giro inesperado que cambian radicalmente el rumbo de una película. Sonreí (quiero dar gracias a la Academia…). Sonreí para ambos, desviando mi sonrisa de uno a otro con celeridad de antena de radar. Comprendí que iba a tener lugar una escena importante.
… encontrarte una enorme polla en el culo cuando lo aprietas para correrte, pero él insist… ¿qué pasa? —dijo César, mientras volvía la cabeza en busca de aquello que hubiera cautivado mi atención.
Sergio aterrizó las tazas en su mesa y siguió caminando hacia la nuestra.
Hola, chicos —mi vientre palpitaba hechizado por aquella jugosa sonrisa de la que no me sentía en condiciones de disfrutar.
Hola, Sergio —se me adelantó César.
He venido con un amigo a tomar un café… —pero entonces el chico del mando ya lo había alcanzado y también sonreía. En este caso, yo sólo habría querido abofetearle y hacerle rodar por el suelo detrás de sus empastes.
Buenaaaas. Tú eres un desconsiderado. Menuda manera de marcharte, sin darme tu número de teléfono —todas las miradas se clavaron en mí, y yo no pude evitar dirigir la mía directamente a Sergio, en busca de su reacción y concentrándome en no parecer estar pidiendo disculpas. Él se mantuvo inmutable, cruelmente sensual—. Hola, César. A ver si llamamos más a menudo, que te daba por muerto.
Oye, Txus, bonito, que tú tampoco me has llamado —Txus no le estaba escuchando, me estaba mirando a mí con su sonrisa más seductora y una mirada que trataba de infundir lujuria descaradamente—. Que yo sepa, tú también tienes teléfono y mi número, y un dedito bastante funcional. Por aquello de marcar, te digo.
«Panda de cotorras —pensé—. Vámonos, Sergio, vámonos tú y yo juntos a otro lugar, lejos de aquí, solos, a algún lugar apartado donde sólo tengamos por compañeros la cálida ducha de luz solar y la suave caricia de un agua cristalina».
Sentaos con nosotros —César no es una persona sutil. Resultaba obvio que era el único en mantenerse al margen de la tensión que el resto estábamos experimentando.
Y tuvieron que sentarse con nosotros, y yo tuve que hacerles sitio, y César tuvo que empezar a hablar. La conversación estuvo completamente monopolizada por el cotorreo acelerado y continuo entre César y Txus —el chico mando—, que parecieron establecer entre ellos una línea privada de descarga rápida de información que yo no me molesté en tratar de seguir. Txus parecía muy interesado en hacerme participar. Había en él algo muy extraño, y por un instante temí que siguiera desarrollando en su mente la escenita de nuestra noche de los horrores, pero enseguida desalojé esta idea. Yo observaba con curiosidad, arrugando la nariz, la sucesión de aspavientos y sacudidas de sus miembros superiores, los gritos histéricos, y trataba de evitar infructuosamente la fuerza invisible que tiraba de mi vista hacia Sergio. Él parecía atender al diálogo de las maricas con la misma devoción que yo (sustitúyase devoción por copioso caudal de bostezos, nota del autor). Allí estaba él, en el centro mismo del gallinero. Mi chico hipotenusa. En un momento en que fue consciente de mi mirada, se volvió hacia mí y arqueó las cejas en un gracioso gesto de resignación ante el bochornoso espectáculo, gesto que yo decidí calificar de «cómplice». Me vio sonreír, pero no sabía que aquella sonrisa nacía del pensamiento de «esto nos acerca más al altar, cariño».
No podía dejar de preguntarme hasta qué punto le habría calado el evidente hecho de que Txus y yo nos hubiéramos acostado. «Esto me pasa por puta». Y caí en la cuenta: «Espera un momento —pensé, y mi cabeza comenzó a trabajar a un ritmo frenético, enlazando ideas, cayendo por un empinado camino desgastado que no había distinguido antes entre la tupida y escabrosa pendiente—, él ha venido aquí con Txus, son amigos, luego no tiene por qué tener tan mal concepto de él como tengo yo; por otro lado, si la situación fuera a la inversa… en fin, yo estoy aquí con César, y no somos precisamente Zipi y Zape; de cualquier forma, creo que ha quedado claro que pasé de él, y eso sólo puede beneficiarme, ¿no?». Sin estar seguro del todo, traté de hacer una nota mental: pasar de Sergio, por ser amigo de Txus. Acto seguido hice una pelota con la nota mental y la arrojé a la papelera mental. Observé a Sergio. Emanaba paz, una especie de efluvio de sosegado equilibrio y sencillez. Quise ser sencillo, de ese tipo de personas que no se comen la cabeza evaluando cada dato, puntuando y sopesando las consecuencias de cada nuevo movimiento. Creo que por un momento, quise ser César.
Podríamos hacerle una visita, seguro que le hace ilusión. Tuve que centrarme. Sí, aún resonaba en mi cabeza el último nombre mencionado: hablaban de Iñako, un artista desequilibrado y excéntrico, adicto a las adulaciones y al gimnasio. César estaba proponiendo ir a visitar a una vieja gloria de la noche local.
A mí se me ha hecho tarde —concluyó Sergio—. Tengo que irme.
Se despidió de nosotros a las puertas del Quirófano y se marchó. Yo me dejé llevar, abatido, por entre las callejuelas más olvidadas de Dios, preguntándome qué impresión se llevaría de mí, hasta un portal de madera desvencijada y raída, de la que la pintura marrón caía desconchada. Las escaleras, también de madera, ascendían irregularmente, retorciéndose piso tras piso en torno a la reja del hueco del ascensor, estropeado desde hacía años, por lo que pude deducir. Iñako vivía en un desván, y las escaleras que ascendían hasta él se separaban de las otras, a modo de precaria vía secundaria, mucho más estrecha y de apariencia inestable. César llamó al timbre, que llegó hasta nuestros oídos a través de la puerta como un violento graznido eléctrico. Cuando la puerta se abrió, pude comprobar que aquel hombre no había cambiado desde que lo conocí.
Se trataba de un individuo bastante extravagante. Con una musculatura hiperdesarrollada y absolutamente rasurado (cabeza incluida, a excepción de un pequeño mechón bajo el labio inferior y un par de abundantes y espesas cejas negras), parecía que todo él componía una masa de carne bruta y compacta. Sorprendentemente, se trataba de un ser callado, sobrio, con una sensibilidad especial aunque con una notoria tendencia a ser el centro, a desviar las miradas sobre sí mismo y sobre su arte, y a tratar de que todo lo que dijera sentara cátedra, como si se esforzara por escribir una importante cita tras otra. También era bastante devoto del sexo indiscriminado y contemplativo, afición esta última menos conocida. Un par de años antes, había sido todo un icono, invitado a todos los saraos, exento de pagar entrada en ninguna discoteca, y en ocasiones imitado. Una estrella ahora venida a menos y apartada de los círculos sociales de costumbre. Sobre Iñako Aldabaldetreku había pesado una acusación de asesinato que no llegó a procesarse, y que la opinión pública se había encargado de difundir, de modo que cuando pareció que la Justicia se había olvidado de él, la gente de la calle ya lo había juzgado. Con o sin información acerca de los hechos. Bastaba con saber que todo sucedió una noche de sábado, en una callejuela oscura, en una reyerta de la que uno de sus amigos salió envuelto en una lona naranja.
Yo sólo había coincidido con Iñako un par de veces, mucho después de que todos los rumores se hubieran suavizado y de que esa macabra aura se hubiese evaporado de su persona, dejando tan sólo el susurro de una turbia memoria borrosa y oscura.
Nos hizo pasar adentro sin decir nada. Su buhardilla era bastante sencilla, desordenada. Para un extraño, una pocilga. Para nosotros, el único marco en que podíamos imaginar la morada de Iñako. Oscura, húmeda, fría, las paredes desnudas, grises. Olía a hierba. Entraba algo de luz rojiza a través de una especie de ojo de buey en el techo abuhardillado, pero iba a estrellarse inclinada contra una de las paredes. Apenas tenía muebles, de modo que nos sentamos en el suelo, repartidos en torno a una extraña mesa redonda, de cobre o algún otro metal dorado, surcada en su totalidad por pequeños motivos arabescos. Sobre la mesa había un par de brochas empapadas en un pegote de lo que parecía ser cola extraída de un bote situado junto a ellas, un librillo de papel OCB, una bolsita de plástico llena de marihuana y un vaso con unos coágulos violáceos, probablemente de vino. Yo fui a parar a un rincón, entre un caballete, un montón de botes de pintura y una enorme estructura de madera en la que el artista debía estar haciendo algún tipo de mosaico.
Prepararé un té macrobiótico —anunció el anfitrión, sin mostrar ningún tipo de reacción frente a la visita.
Yo podía sentir un gran peso hundiéndose en mi espalda. Era la mirada de Txus, clavando entre mis omoplatos su inquietante presencia. Mi pensamiento desembocó nuevamente en Sergio y en la naturaleza de aquellos lazos que parecían unirlo a este personaje más bien propio de un escaparate de Zara. Seguí contemplando el mosaico. Un montón de caras recortadas de fotografías (de revistas unas, originales las demás) se esparcían por el suelo y otras tantas se distribuían encajadas unas con otras a modo de piezas de puzzle, pegadas a la tela con una cola pastosa sobre la estructura de madera. Sonreí divertido al comprobar que todos los rostros pertenecían el mismo sujeto.
Estábamos en el Quirófano, tomando una coca-cola, y se me ha ocurrido que podíamos venir a visitarte —César, dando más explicaciones de las necesarias. Iñako no parecía el tipo de hombre que despilfarra conversación. No contestó.
Txus comenzó a llenar un papel OCB con la marihuana de la bolsa. No sé hasta qué punto se sentía en confianza en aquel lugar. Yo, por mi parte, opté por seguir concentrado en el mosaico. Pude distinguir que el orden de las fotos sobre la tela perseguía aprovechar el tono que predominaba en cada una de ellas para componer una imagen general, aun inconclusa en la obra. Había una zona donde predominaba un tono anaranjado, y otra donde el color era más indefinido, mezclando con violencia rojos, azules, negros… Supuse que un par de meses más tarde, cuando la obra estuviera lista, ofrecería una ilustración global sólo visible desde lejos. César se acercó a mí y echó un vistazo.
Me encanta este hombre. Me alegro de que se decidiera a salir del armario —una opinión para todo.
Estoy de acuerdo —dije.
Iñako volvió con cuatro tazas que dejó sobre la mesa antes de sentarse. Debía de estar meditando la mejor manera de romper el silencio.
En realidad es un encargo. Esta obra es un capricho de un cliente. Me la han pedido de San Francisco— por supuesto. De San Francisco. Me pregunté cuánto tiempo habría tardado en mencionarlo si no se lo hubieran puesto tan fácil.
¿Conocen allí a Jesús Vázquez? —inquirió Txus.
Mi cliente sí, ha venido mucho por aquí. Está haciendo una colección de retratos de gays famosos. El mes pasado le terminé una obra en relieve de papel maché con la figura de Petronio a la mesa de un banquete romano con canapés en forma de zodíaco y todo.
Yo me moriría por echar un polvo con él, míralo qué bueno está, si es que es perfecto —dijo César, que parecía no dar abasto con todas las fotos.
He oído que está enrollado con el bailarica —Txus se llevó el porro a la boca y lo encendió.
Si ahora mismo estuvieran aquí, en el suelo follando, me pondría malísimo. Estaría dispuesto a pagar lo que fuera por verlo —contestó César. Yo permanecí en silencio, e Iñako se dio cuenta.
No te molestes. Jesús Vázquez no existe, está hecho por ordenador.
¿Qué piensas tú? —me preguntó. Por alguna razón, sentí que me estaba sometiendo a algún tipo de examen.
No creo que quisiera conocerlo, está demasiado bueno.
Explica eso.
Me gusta. No quisiera estropear esa impresión conociéndole personalmente. Correría el riesgo de que dejara de resultarme interesante— sí, ya, demasiado poético, lo sé, pero recordad que yo sentía que me estaban examinando, no podía conformarme con dar una respuesta monosilábica, tenía que esforzarme. La demagogia se imponía. No sé lo que Iñako esperaba exactamente. Guardó silencio unos instantes y al cabo, sonrió.
¿Qué es de tu vida? ¿Sigues sin hacer nada? —supongo que aprobé el examen. La sonrisa ondeaba en su rostro a modo de bandera blanca.
Sí, sigo siendo un parásito inútil de la sociedad —le hice un guiño recordándole nuestra última conversación.
Ocurrió muchos meses antes. Óscar y yo llevábamos semanas quejándonos de la gente de Bilbao. Sencillamente, nos dio el punto de querer un cambio. Empezamos a pasar las noches de los fines de semana encerrados en casa, bebiendo, bailando, cantando, haciendo playbacks de Mariah Carey, the Corrs, the Cranberries, Cher, y peleándonos con los cojines. Pero no era muy divertido, porque por las mañanas encontrábamos lámparas rotas, muebles destrozados. Un día llegamos a despertarnos hundidos en un montón de polaroids pseudo-eróticas con nosotros como sensuales modelos desnudos. Tratamos de encontrar gente nueva desplazándonos hasta Madrid y Barcelona. Pero desistimos por lo pesado del viaje. Intentamos cambiar de aires visitando las zonas de marcha de barrios separados de la ciudad, como Basauri, Galdakano, pero fue inútil, pues allí no encontrábamos «nuestro ambiente». De modo que un día Óscar tomó una decisión que me afectaba, pero no me tuvo en cuenta.
Estábamos en el Bristol, un coqueto bar de ambiente con un reservado especialmente apartado: unas escaleras subían por detrás de la barra hasta un pequeño habitáculo de dos metros cuadrados, el espacio justo para una mesa y un par de sillas; una hilera de botellas de colores divertidos tapaban aquel rincón de las miradas de los clientes y un letrero que decía «clausura» daba la bienvenida a sus visitantes. Óscar pegó un sorbo del Malibú con piña y sacó un sobre de su abrigo. Observando sus movimientos con curiosidad, reparé en que el sobre tenía escritos mi nombre y dirección, junto a unos sellos que no reconocí. Extrajo una foto del sobre y me la dio sin mediar palabra. En ella un hombre de unos treinta años, rubio y bronceado, dirigía a cámara su mejor pose, en una playa dorada. Estaba totalmente desnudo, y lucía un cuerpo impresionante, musculado, untado en aceite.
¿Qué te parece? —dijo Óscar, al fin.
Está estupendo —dije yo, sin comprender.
Se llama Kyle Parker. Es actor porno. Es de San Francisco.
¿Cómo has conseguido su foto? —estaba empezando a temerme lo peor.
Me la ha enviado él. Se anunciaba en la sección internacional de una revista de contactos y le contesté. Ya me ha enviado un par de cartas. Va a venir a conocernos, le hemos gustado.
No entiendo, ¿cómo que le hemos gustado? A mí no me ha visto.
Bueno, en realidad sí que te ha visto.
¿Qué quieres decir?
¿Recuerdas aquel día que gastamos todas las cargas de Polaroid que tenía haciéndonos fotos en tu casa?
Espera un momento, en esas fotos yo estaba completamente desnudo… ¿QUÉ HAS HECHO?
Está deseando conocernos. Llega mañana.
Kyle Parker resultaba aun más impresionante en persona que en fotografía. Era bajito, pero precisamente por ello su musculatura apretada cual racimo nudos marineros resaltaba aun mas debajo de su ropa. Al clásico estilo americano, llegó con una gorra de béisbol, unos pantalones vaqueros muy ajustados y una camiseta de culturista roja, muy amplia y sin mangas, que pedía a gritos ser arrancada salvajemente. Lo rodeaba una especie de espíritu salvaje, animal. Mientras dejaba su maleta en un carrito (él lo llamó trolley), nos confesó que había contactado con otro chico de la ciudad que también debía acudir a nuestra cita en la terminal. Decidimos castigar su frivolidad descartando la posibilidad de hacer un trío con nosotros dos en el mismo instante en que dejó claro que ésa era su ilusión. Esperamos durando veinte minutos, y por fin llegó el cuarto hombre. Se trataba de un sujeto tan musculoso como él, pero más alto, con la cabeza afeitada, unas modernas gafas de sol de Moschino que hacían juego con la chupa de cuero y con el atrevido corte de su perilla. En la hebilla de su cinturón, una pequeña c parecía despiojar a una k de mayor tamaño. Se me antojó como un tipo bastante izquierdo. Se llamaba Iñako Aldabaldetreku.
Kyle pasó todo un mes en la ciudad. El sexo con él resultaba muy gratificante, después de todo era un profesional. Sexo intrascendente, sin consecuencias, como de niños. Conseguía que las cosas surgieran con mucha naturalidad, despojando al acto en sí de toda su turbadora esencia, de su espectro de tensión por estar haciendo algo sucio. Muchas veces he añorado aquella sencillez a la hora de asaltar la cama, y he soñado volver a encontrarla en mis amantes. Durante la primera quincena se esforzó en pasar el mismo tiempo con todos nosotros (inocentemente primitivo y básico, extendiendo su diplomático protocolo a las citas sexuales con tres compañeros de batalla). Después, frustrado por nuestras negativas a su proposición de compartir una cita con él (una cita a tres), comenzó a quedar más con Iñako, cosa que ocupó, en algún momento, varias divertidas bromas en nuestra conversación. Nos hacía gracia, sin más. Disfrutó de los favores de los tres, pero yo no volví a coincidir con el artista hasta una de las últimas noches, en que nos reunió para cenar en su suite a modo de despedida cordial. Protocolo una vez más.
El mundo del porno debe de ser interesante —dijo Iñako, dirigiendo una mirada interrogante a Kyle.
Está bien si eres bueno. Yo siempre soy secundario, de modo que soy aquél al que la productora pone para satisfacer a la estrella o cumplir con un sector concreto del mercado. Nunca he sido yo quien ha impuesto su voluntad. Otros como Jeff Stryker o Al Parker son unos consentidos, ellos sí que viven bien. En realidad a lo que me dedico y con lo que me gano la vida es la mecánica diesel. Camiones sobre todo. ¿A qué os dedicáis vosotros?
Yo me dedico a mi arte. Soy artista —contestó Iñako.
Yo trabajo poniendo vallas publicitarias —añadió Óscar, y entonces Kyle se volvió hacia mí. Sin pensármelo dos veces, dije:
Yo no hago nada.
Explica eso —ordenó Iñako.
Tengo una pensión. No necesito trabajar. De momento.
De modo que eres un parásito —sentenció.
Sí, más o menos —dije, incómodo. No quise comentar nada, pero en ese momento tuve la certeza de que su arte no era el que pagaba toda su ropa de marca.
El aire estaba viciado de marihuana. A pesar de las reducidas dimensiones, la oscuridad se alió con el humo de aquel enésimo porro que se apretaba contra las paredes y el techo y para sumirnos en una borrosa viñeta desdibujada. César se había negado a fumar desde el principio, pero aun así no pudo evitar que aquel ambiente alucinógeno hiciera mella en él. También había sucumbido a la ginebra con tónica que había venido a substituir al té macrobiótico. Con mi mirada a escasos centímetros de su cara, pude ver que estaba lloroso.
Me gustaría ser famoso para salir del armario y dar la campanada —dijo, volviendo la vista hacia la estructura de madera.
Ahora no se dice salir del armario, que lo he visto en la tele. Ahora se dice saltar del sofá, porque en el armario ya no queda nadie —aseguró Txus, ingenuo. Fui el único que se rió.
Iñako se llevó los vasos vacíos a la cocina, en un proceso sorprendentemente lento (trata de conservar tu dignidad, si quieres, pero estás tan curda como cualquiera de nosotros, artista). De pronto algo me sacudió con fuerza desde atrás y estuvo a punto de tirarme al suelo.
¡Cuánto te he echado de menos! —era Txus. Estaba drogado y borracho.
Estás drogada y borracha —aseveré, tratando de zafarme de su abrazo.
Noooo —aseguró, poniendo una cara de niño pequeño y proyectando los morros hacia mí—, estoy bieeen— desesperado, traté de escrutar a través de la niebla en dirección a la cocina.
Sí, estás drogado —dijo César con determinación. César nunca se drogaba, pero ahora estaba ligeramente tocado. Me hizo gracia ver cómo la hierba parecía serenarle. Con manos negadas e infantiles, removía el montón de fotos en el suelo. ¡Estaba robando fotografías!
¡Qué va! Él sabe de qué le estoy hablando, ¿a que sí?— no contesté— Un día de estos tenemos que volver a vernos. Te marchaste sin despedirte, y eso está muy mal…
Diccionario viene de «a, b, c» —le corté, sin pensar, deseando que todo aquello terminara. Yo también estaba algo achispado.
Frente a mí, entre la niebla, se dibujó recortada la silueta del anfitrión. Estaba asistiendo a todo un espectáculo, sin duda, y sonreía con malicia. Estoy seguro de que sólo él en la casa era consciente del mal trago que yo estaba pasando. Yo había decidido que mi escarceo con Txus era pura ficción, y durante un tiempo pareció posible. Ahora mis expectativas se hundían bajo el hecho de que él no fuera a dejar que aquella noche desapareciera en la memoria. Y por alguna razón parecía que Iñako disfrutaba viéndome palidecer mientras contenía los embates de mi mente dispersa, que bregaba y forcejeaba en el interior de una cabeza cada vez más pesada. César, por su parte, no se estaba enterando de nada.
No sabes lo que dices. Este chico es un caballero, ¿verdad? —torpemente se acercó a mí, sonriente, y me besó en los labios. Mis ojos casi se salen de sus órbitas, horrorizado como estaba tratando de reconstruir los hechos y de dar un significado a aquel gesto—. Yo tengo novio.
Yo también quiero un besito —Txus se me echó más y más encima.
En un rápido movimiento, más ágil de lo que la densa bruma de la marihuana me solía permitir, me puse en pie. Me llevé el reloj a la cara y, sin tiempo para leer el mensaje de las agujas, grité sin convicción.
¡Anda, mira la hora que es! Chicos, tengo que irme, lo siento. Otro día nos vemos y seguimos hablando —quise borrar mis últimas palabras: realmente no deseaba seguir nada.
Te acompaño a la puerta —dijo el calvo. Allí, de pie, tan calvo como estaba, emergiendo con firmeza entre las cortinas de humo, se me ocurrió que parecía un pene. El último porro se encargó entonces de dibujar en mi rostro una estúpida sonrisa, y de empujar mi mente por los pensamientos más tontos, cabeza de capullo —murmuré. No me oyó.
Abrió la puerta, y cuando crucé a su lado, rezongó:
Buenas noches, princesita, espero que usted descanse.
¡Tienes cara de capullo! —le grité, y descendí por las escaleras a trompicones, arriesgando mi vida a cada zancada y desoyendo sus réplicas. Había pasado por varios pisos cuando oí cerrarse la puerta de golpe, pero no sé lo que dijo él durante aquel tiempo.