Capítulo 3

… y volví a ver a Sergio

y sobreviví, and I’ll survive

La mañana siguiente me desperté resacoso y desorientado. Había dormido encima de mi cama, sin deshacerla. Al incorporarme sentí que la habitación era en realidad el camarote de un barco atravesando una tempestad. El estómago hizo anuncio de presencia sacudiéndose, rencoroso. Eran más de las doce. No pude recordar a qué hora exacta había llegado a casa, así que no había manera de saber cuánto tiempo había dormido. La última vez que había mirado el reloj la noche anterior marcaba las dos de la mañana, pero ni siquiera podía recordar dónde había sido eso, si en Conj… ¡Oh, Dios! Llegaron de pronto a mi mente imágenes del salón del apartamento de aquel tipo. ¡Mierda! No pienso beber nunca más. Lo del mando a distancia… ¿ocurrió realmente?

Me levanté de la cama dando bandazos. Me mareé, y por un momento sentí ascender por mi esófago los ácidos vapores que preceden al vómito. Me contuve. Caminé lentamente hasta la cocina, apoyándome en las paredes del pasillo. Como pude, llegué hasta el fregadero. Dos vasos de agua no bastaron para disolver la densa pasta que cubría las paredes interiores de mi boca, pero sí para acallar momentáneamente los calambres en el estómago. Las doce y media. Seguramente me daría tiempo a ducharme, vestirme y bajar hasta el bar para encontrarme con todos, que sin duda seguirían de fiesta.

Los efectos reparadores de la ducha, añadidos a la fresca brisa de la calle me hicieron sentir algo mejor cuando salí del portal. Seguía algo mareado, y la tripa me pesaba al tiempo que me transmitía la confusa sensación de un salvaje apetito que no debía saciar de ninguna manera. Caminé sin levantar los pies del suelo, que se arrastraban unos centímetros por detrás de donde lo hacía mi vista. Quería concentrarme en la refrescante sensación del aire enfriando mi cabello aún húmedo por la ducha.

Caminaba hacia el Quirófano. Era el bar de Luis Ángel, un amigo con el que Eduardo tenía una relación bastante íntima y especial. Sé que se conocían desde niños, y aunque nadie pudo asegurar jamás la naturaleza exacta de su relación, sí que tenía algo de visceral, sanguíneo, como la amistad intensa y perpetua entre dos compañeros del colegio especialmente compenetrados o la pasión tormentosa y conflictiva de dos almas opuestas condenadas a ser amantes por siempre y a no entenderse jamás. O algo así. Todos los domingos por la mañana solíamos ir allí directamente desde el 9 a desayunar, con un silbido en los oídos, sudor en las camisetas, alcohol en la sangre y toneladas de plomo en los miembros. Y más de una vez, con algún chulazo del brazo, ¿cómo no?.

Llegué a la puerta. Había un niño gitano con una red llena de canicas, agitándola frente a los asombrados ojos de una niña más pequeña. Apenas les hubiera prestado atención, si no hubiera sido porque al pasar junto a su lado, la redecilla se rompió y decenas de canicas de vidrio verde cayeron a mi alrededor, rodando en todas direcciones. Al ver aquel divertido espectáculo sobre los adoquines de la calle miré al niño y sonreí. La cabeza me dolió. Ni siquiera reduje el paso.

¡No me ayudes, maricón! —gritó el chiquillo. Supongo que pude detenerme y ayudarle, pero no lo hice, y he de decir que no he tenido problemas para conciliar el sueño.

Entré en el Quirófano. Allí estaban Juju, Óscar, César y un desfile de caras conocidas. Siempre me gustó observar el contraste entre mariquitas ultramodernas de la generación Gomina-Lycra-Pantalonesajustados que se espabilaban con una dosis de cafeína después de varias horas de baile y los jubilados que desayunaban un bollo y un café mientras leían el periódico y ocultaban tras él la cara cuando entraba alguna drag. Óscar estaba en la barra, hablando con Luis Ángel y con Eduardo. Avancé hacia la mesa donde Juju jugaba con 250 a meterle un trozo de empanada en la boca, pero antes de llegar ella se levantó y me cortó el paso. Me agarró de la mano y me arrastró hasta el baño. Por el camino le hizo un gesto a Luis Ángel, que salió de la barra y nos siguió. Aun mareado, apenas tuve tiempo para pensar que no me gusta drogarme de un modo tan descarado.

Estás como zombi, tío. Tienes que espabilarte. Mientras hablaba rebuscaba en el bolso. Yo sabía perfectamente lo que buscaba, y decidí que de hecho era la mejor solución: realmente estaba muerto.

Es una pasada, estás amarillo —dijo Luis Ángel.

No, gracias. Estoy bien —mentí, mirando la cajita de la coca. Sabía que ella insistiría.

Tú te callas y te metes ahora mismo una rayita conmigo, que no me gusta drogarme sola, y todavía me queda. Ya sabes que si pillo dos gramos, tío, yo me meto dos gramos.

Está bien, pero no me pongas mucha, que no quiero pasarme —volví a mentir. Realmente esperaba que dosificara lo que quisiera, y hasta que me invitara a otra raya más tarde.

Bueno, ¿qué?, ¿no me vas a contar nada?, ¿qué tal con el tío ése?

Calla, calla. No me hables. ¿Y tú cómo te has enterado de eso, si se puede saber? Estaba colgado, ni siquiera sé cómo se llamaba. Yo no sé cómo me dejáis beber de esa forma. Iba pero que muy borracho, Juju…

Tú y todos, bonito, que no fuiste el único que bebió.

Sí, pero si la vista no me engaña, sí he sido el único que se ha despertado en casa sin saber cómo ha llegado hasta allí. Te digo que estaba con un pedo impresionante. Ni siquiera recuerdo cómo conocí a aquel tío. Cuando quise darme cuenta estaba en su casa. Y al verme allí, medio desnudo y con él encima se me bajó el pedo, me asusté y me fui. El caso es que se me debió de bajar momentáneamente, porque lo siguiente que recuerdo es que me he despertado esta mañana en mi cama con un clavo mortal.

Eso te pasa por dormirla. Lo que hay que hacer es bailarla, como hago yo. Y ayudarte con esto. Juju se reclinó, aspiró una larga raya de coca y le pasó su tarjeta del Corte Inglés a Luis, quien dio apuro a su parte con notoria rapidez. Estaba bastante drogado. Entonces me pasó a mí la tarjeta con una última dosis. Era tan larga como las otras: había ignorado mi petición de clemencia. «Mejor», pensé al ver que aún le quedaba bastante en la cajita de alpaca con dibujos de angelotes comiendo fruta en la que llevaba sus polvos mágicos. Luis Ángel murmuró algo sobre bailar, o sobre no bailar, mientras sus ojos miraban en direcciones distintas y su mandíbula cobraba vida propia. Se dio media vuelta y salió, cerrando de nuevo la puerta de un empujón.

Ya lo sé. Yo también suelo quemar el alcohol en el pódium del 9, pero ya te digo que esta noche me he descontrolado demasiado. ¿Y tú qué? ¿Quién es el Macho-Man que te acompaña a todas partes?

Es un transportista. Este viaje me he traído unas cositas de Londres, y al llegar al puerto tuve que llamar para que me las acercaran a casa. Había algunos muebles, tío, así que yo no podía meterlos en el coche de Luis Ángel. Estaba la mesa roja del salón, la que tiene forma de corazón, que es enorme. Cuando éste llegó al puerto con su camión ni siquiera me fijé. Pero luego en casa, cuando se quitó la camisa y se quedó con la camiseta interior, me dije «Transportes Urquijo, despídanse de este muchachote porque me lo quedo yo para mí para siempre». Cada vez que entraba por la puerta tenía la piel más sudada, y yo menos ropa. Cuando subió el último paquete resoplaba como un animal, y a mí me encontró en bragas en el salón, tomándome un té helado. Ni siquiera dijo nada. Tan fatigado como estaba, dejó la caja junto a la puerta, caminó hacia mí resoplando y se me tiró encima. Me arrancó las bragas sin mediar palabra y me folló allí, en el sofá, con la puerta de la calle abierta. Me encanta.

Estás enamorada…

Sí, de esto —alargó su dedo índice hasta rozarme la aleta de la nariz. Entonces me mostró una mota blanca en la yema de su dedo y se la llevó a la boca. Al chuparla gimió cómicamente. Solía hacerlo para burlarse de Meg Ryan. «Si eso es lo que sientes tomándote un café, no quiero ver como te pones con un poco de éxtasis» había dicho una vez que vimos la película en su casa. Se rió y me empujó hacia la puerta.

Estaba sentado con la mirada perdida, concentrado en no sucumbir bajo la aplastante mano de mi resaca. Ya conocía esa sensación de que las paredes suden a mi alrededor mientras se acercan con la intención de aplastarme en un abrazo lento y tortuoso. A mi lado, Juju gritaba y los demás hablaban, pero yo prestaba más atención a la conversación que se desarrollaba unos metros más allá, entre divertido y agónico. Eran las Tres Gracias. Tres amiguitos siempre unidos que se complementaban maravillosamente entre sí, a los que conocíamos como Batería, Cobertura y Saldo. A cada uno de ellos les perseguía una turbia historia. A Batería lo rodeaban los humos chamuscados de sus antecedentes como pirómano infantil, así como las sombras de sus constantes visitas a psicólogos y psiquiatras, en plural, porque por lo que se decía las sesiones tenían lugar frente a un grupo de seis o siete sentados frente a él. Cobertura seguía tratando de olvidar el día en que comprobó, horrorizado, que en internet podía accederse gratuitamente a una colección de fotografías pornográficas con él como protagonista. Reconoció las fotos enseguida. Formaban parte de su colección particular. Ni qué decir tiene que nunca jamás puso las manos sobre una cámara de fotos, y aun hoy sigue frunciendo el ceño cuando pasa frente el laboratorio en que le revelaron aquel fatal carrete. Por su parte, Saldo siempre tuvo que luchar contra el ostracismo que padeció como consecuencia de su breve pero fructífero romance con un hombre casado y con una hija, con quien aceptó irse a vivir hasta que perdió el interés. Quienes conocían bien a Saldo, no pudieron negar que sus verdaderos motivos habían sido el asegurarse un firme respaldo económico y, aun por encima de eso, el morbo de saberse capaz de romper una familia, y éste fue el detalle por el que pasó a convertirse en una persona excluida de todos los círculos, marcada por una ley no escrita.

De cualquier modo, siempre era divertido escuchar los desvaríos que semejante panda de cotorras podía dar a luz sobre su desayuno (Red Bull con licor de melón, café con leche y un bollo y un cubata, respectivamente).

¿Ésa? Ay, cariño, menuda es ésa —decía la Saldo. Ésa es una reina de las de cuidado. Menuda es. Pero a la hora de la verdad, nada. No sé cómo decirte, es algo así como un quiero y no puedo. Si es que no sé qué manía tiene la gente de aparentar: si no tienes dinero, no lo tienes y punto. ¡Pero si es que la han visto en el rastro comprando etiquetas de Versace y de Moschino para cosérselas a las camisetas!

¿Qué me dices? —la Cobertura, incrédula.

¡Como lo oyes! Hasta se comenta que tiene en casa una oveja, ahí maltrecha en la bañera, y que la cuida y la tiene malviviendo para cortarle filetes de un costado para comer, y luego le cura las heridas. Yo no sé, me parece un poco fuerte, no sé si será verdad, pero es lo que se comenta. ¿No te has fijado en que siempre que liga, se va a casa del otro? Nunca lleva a nadie a su casa, por algo será. Algo estará ocultando.

Ay, no sé, a mí siempre me ha parecido un chico muy simpático y muy cordial —la Batería nunca tenía inconveniente a la hora de mostrarse al natural, tan simple y llano como ausente. Ya sabéis, uno de esos que viven en su propio planeta—. Siempre que coincidimos en un pódium o algo, me saluda y esas cosas…

No, nena, si antipático no te digo yo que sea, pero que la gente no tiene ninguna necesidad de fingir, si nos conocemos todos.

Por cierto —la Batería ya había perdido el hilo y se salía por la tangente—, con quien he coincidido esta noche en el pódium es con César —recordé que no había visto a César en toda la noche.

Cómo baila ese chico —la Batería parecía no querer permitir que su lengua se relajara—, es una pasada. Se mueve como un poseso, parece la cría del exorcista, sólo le falta la vomitona verde.

Pues en la cama viene a ser parecido —ésta era la Cobertura. Era por todos sabido que era un chico bastante aficionado a arrugar sábanas ajenas. Se comentaba que tenía dos listas bastante extensas de chicos: una con los que ya habían pasado por sus manos, y otra con los objetivos. No sé si yo llegué a formar parte de ellas, pero de ser así no pude pasar de la lista de objetivos—, porque hay que ver, no he visto yo cosa más exagerada: unos gritos, unas sacudidas… A mí hubo veces que me daba hasta cosa y todo, porque parecía que le estaba haciendo daño de verdad. Pero fue hace mucho tiempo, espero que desde entonces haya mejorado algo… —concluyó como para sí, mimando seguramente la esperanza de comprobar algún día los progresos del chico en cuestión.

¿Cómo puede gustarte alguien como César? Pero si es súper marica…

Ay, nena, súper marica eres tú, y me paso el día contigo.

Y encima te creerás que me haces un favor.

De favor nada, bonita, lo hago cobrando, que tu madre nos paga por sacarte a la calle.

Perra.

Puta.

¿Qué vamos a hacer en Semana Santa? —la Batería se había mantenido durante la disputa con la mirada disuelta en su Red Bull. He pensado que nos podríamos ir a Mallorca. En estas fiestas siempre hay mucha marcha, con eso de los viajes de estudios, y todo eso.

Uy, sí, con lo bien que me vendría a mí dejarme de abuelos una temporada y empezar a asaltar cunas. Las aulas de los institutos están llenas de indecisos deseosos de estrenarse como maricas con un cuerpo como éste…

¡Cómo sois! Pero si Mallorca está muy visto. Ahora se lleva más algo como Marruecos o Turquía.

Y para pagármelo me paso un año poniendo el culo, de eso nada, nos vamos a Palma, con los chulazos nacionales, y punto —a la Cobertura parecía haberle entusiasmado la idea de rodearse de jovencitos estudiantes de instituto.

Bueno, venga, acabaos eso y vámonos de matinales, que tengo ganas de seguir bailando —la Batería, nuevamente, cambiando de tema, al viejo estilo de tirar la piedra y esconder la mano.

¡Matinales! Uy, no, no. Yo esta noche me he enrollado con tres y ya me he corrido. Ya no creo que pueda divertirme, así que me voy a casa. La Cobertura zanjó la discusión. ¿Qué os puedo decir después de un comentario así? Todos teníamos muchísimo aprecio a las Tres Gracias. Y digo esto mientras os enseño el dedo corazón de mi mano derecha.

Mi viaje de estudios fue a Mallorca. Yo tenía dieciséis años. Él, veinticinco, era valenciano y trabajaba como relaciones públicas de la discoteca Maxy, al sur de la isla. Mi hotel estaba en su ruta. Y él estaba en la mía. En el lugar indicado, en el momento oportuno. Se llamaba Moisés.

Todo aquello fue antes de Sergio, antes de Juan e incluso antes de que yo decidiera que era inútil seguir desoyendo por más tiempo los gritos de mis hormonas. Ya sé lo que estáis pensando, pero tampoco me resultaba tan difícil fingir que no era gay. Ni siquiera se trataba de fingir ni de dejar de hacerlo. Era cuestión de llevar una vida un tanto errática, escindida de todo impulso sexual adolescente y desconchada de la extrema sensibilidad hormonal. Una piel vacía de la que han escapado las presiones y los arrebatos irracionales. Simplemente, me dejaba llevar. Tampoco era un comportamiento apreciable, porque mis compañeros de colegio apenas trataban conmigo: yo era bastante solitario, y nadie me prestaba demasiada atención. Pasé por el instituto sin pena ni gloria, e incluso en mi expediente quedó reflejada esa tendencia mía a diluirme en el grupo, a pasar inadvertido. Un chico discreto, ¿qué queréis que os diga? Ya me llegaría el turno de desmelenarme. El día que se sometió a votación el destino de nuestro viaje, yo voté en blanco. La otra opción era Londres, y también me parecía interesante, pero una vez más decidí permanecer al margen.

Animados por las anécdotas que contaban los alumnos mayores que habían viajado a Mallorca anteriormente, la mayoría decidió que ése sería finalmente nuestro rumbo, y allí nos dirigimos. Fue un alivio cuando, una semana antes de partir, dimos por concluida nuestra campaña de ventas (polvorones y lotería en Navidad, palmeras de chocolate, refrescos durante los partidos…). El día del gran viaje sucedió todo muy rápido, a pesar de que la escala en Barcelona duraba varias horas y que cuando no estábamos sentados en una sala de espera de algún aeropuerto, estábamos sentados en la butaca de un avión o de un autobús. Unas nueve horas después de que cada uno saliera de su casa, maleta al hombro, en Bilbao, estábamos llegando, maleta a rastras, al hotel Son Duy, en El Arenal, al sur de Mallorca. No sé cuánto tiempo tardamos en repartir las habitaciones (a mí me tocaría dormir con tres simpáticas compañeras que, si bien se habían mostrado siempre muy amables conmigo, formaban entre ellas una piña en la que yo no tenía ninguna intención de entrar), ni el tiempo que pasó antes de que situáramos el hotel en el mapa y localizáramos las zonas de marcha. Pero sí sé que antes de que me diera cuenta, un chico alto, moreno, delgado, de veinticinco años, con cara de seductor italiano, nos tenía a todos en silencio en el vestíbulo del hotel mientras nos hablaba de la discoteca Maxy y nos prometía regalos y transporte y consumiciones gratis por ser un grupo numeroso. Creedme, las copas gratuitas eran lo que yo menos quería de él. Llevaba el pelo engominado y revuelto, con mechones disparados en todas direcciones. Ello la daba a su vigoroso rostro más expresividad. Un discreto cordón de cuero negro con una concha le rodeaba el cuello. Vestía una impecable camisa blanca que revalorizaba su bronceado, y unos pantalones grises de vestir, muy ligeros. Me gustó.

La primera noche que pasamos en la isla, estuvimos, por supuesto, en el Maxy (Moisés se había metido en el bolsillo a todas las féminas del grupo, y también a muchos de los chicos con la promesa de alcohol gratis). Era una discoteca bastante discreta, con una barra grande y dos más pequeñas a sendos lados de la pista, junto a los pódiums. La generosidad en espejos daba una sensación de amplitud que reñía con la proximidad entre el suelo y el techo. Y Moisés estaba por allí. Para mí, aquella discoteca podía ser una cabina telefónica: yo ya sabía que para mí, aquel viaje de una semana a Mallorca sería simplemente Moisés. No pude (ni quise) moverme de la barra.

El chico hacía gala de su vitalidad y don de gentes, moviéndose entre la multitud con su exquisita dentadura perfecta reluciendo a cada cañonazo de luz. De vez en cuando obsequiaba a alguno de mi grupo con una consumición gratis, que venía materializada en un pequeño papelito azul a canjear en barra. Cuando por fin, en su deambular, se topó conmigo, junto a la barra, me dirigió una sonrisa y un millón de alfileres ardientes incendiaron mi rostro.

Tú eres del grupo de Bilbao del hotel Son Duy, ¿verdad? —el volumen de la música lo obligó a gritar. Yo asentí, tratando de concentrarme en que mi sonrisa fuera atractiva y no estúpida.

Déjame invitarte a otra copa, ¿qué tomas?

Beefeater limón.

Um, sabia elección. Fran, ponle a este chico otra de Beefeater limón —hablaba con el camarero—. Ven —me dijo—, te presento a Fran; Fran, este es uno de los chicos de Bilbao, ¿cómo te llamas?— ¡Se interesó por mi nombre! En fin, no me gusta hacerme ilusiones, pero estoy seguro de que no fue por ahí preguntando el nombre de todos los que estábamos en la discoteca.

Yo trabajo por temporadas: a principios de verano me mandan a Ibiza, a trabajar para la Pachá, o alguna otra —me dijo más tarde. A mí me faltaba tiempo para planificarme el verano.

Parece interesante, eso de pasarse todo el año viajando de discoteca en discoteca y conociendo gente —yo no sabía qué decir.

No te creas. Después de cuatro años, acaba quemando. Y cuando no son estudiantes, es la temporada de los de la tercera edad: cambian la música, las luces y los espectáculos, pero el trabajo sigue siendo el mismo. Y en cuanto a lo de viajar y conocer gente, resulta difícil echar raíces cuando uno vive con la maleta hecha, sin saber dónde trabajará el mes que viene —al decir esto su mirada pareció taladrarme con una profundidad mayor de la que habría esperado. Contrastes.

Si tan cansado estás, ¿por qué no lo dejas?

Pienso dejarlo algún día, pero de momento esto es lo único que sé hacer, y gano dinero. Mi sueño es dedicarme a la fotografía, pero para llegar a ser bueno necesitas invertir mucho dinero, así que, en eso estamos.

Vosotros diréis lo que queráis, pero dudo mucho que sus obligaciones como relaciones públicas incluyeran ser tan abierto y sincero con los clientes. Cuando comenzó a mostrar interés por mis estudios, la conversación decayó, hecho al que ayudó bastante la frialdad que los nervios imprimían en mis respuestas. De modo que cuando terminó la copa, se marchó con su sonrisa a otra parte. Yo decidí que ya había pasado demasiado tiempo junto a la barra, así que me dirigí a la pista, tratando de impedir que aquella camisa blanca escapara de mi campo visual. Era bueno en su trabajo, realmente desprendía cordialidad. Se acercaba a cada grupo con confianza, y las puertas que no le abría su sonrisa cedían ante aquellos papelitos. Se veía que caía bien a la gente.

¿De dónde eres? —una chica pelirroja muy maquillada, con el pelo lleno de horquillas de colores y la camiseta llena de tetas, bailaba a mi lado.

Lo siento, tengo que ir al servicio —me pareció que estaba bastante borracha.

No te preocupes, todos vamos de vez en cuando, y más aún después de haber pasado toda la noche en la barra, como tú.

Perdóname, soy de Bilbao —le dije.

Yo soy de Cádiz. He venido con todo el colegio. Aquél de allí es nuestro profesor. ¿Dónde está el vuestro?

No ha venido ningún profesor con nosotros.

¡Qué suerte! Nosotros no tenemos cómo quitarnos a éste de encima —estaba realmente borracha. Sus ojos estaban difusos y parpadeaban a destiempo.

Vale, oye, mira, es que tengo que ir al servicio, ¿de acuerdo?

Me hizo un gesto con la mano y siguió bailando. Cuando me dirigía a los sofás, a un lado de la pista, junto a los baños, pasé junto a un hombre de mediana edad. Inconfundible: era el profesor de la Spice Alcohólica. Si no hubiera llevado gafas y traje de cuadros marrones, tal vez no me habría dado cuenta. Me detuve junto a los maltrechos tresillos de imitación de terciopelo rojo y seguí bailando. Desde allí podía ver toda la discoteca, y la penumbra propia de esas zonas de las salas para adolescentes donde éstos van para morrearse con desconocidas y sentirse más mayores me garantizaba, en parte, que no sería molestado.

Moisés seguía avanzando entre la gente, haciéndolos a todos felices con sus papelitos azules. «Yo no quiero tus papelitos, te quiero a ti, ¿no lo comprendes?». Lo vi detenerse junto a un grupo de gente de mi clase, hablar durante unos segundos, echarse a reír y darles más consumiciones antes de seguir caminando. Cuando los dejó, contemplaron su nuevo tesoro y se miraron con cara de haber ganado una lotería. Moisés avanzó unos cuantos pasos y de pronto se detuvo. Me estaba mirando directamente a los ojos, allí, de pie, quieto al otro lado del local. Me sonrió, y entonces caí en la cuenta: yo también estaba inmóvil, con la mirada clavada en él, sin pestañear y la boca entreabierta. Di un respingo, le devolví mi sonrisa más circunstancial y me puse a bailar a un ritmo ajeno al de la sala. Dieciséis años y todo un mundo de paredes con las que darme de cabezazos. No, en serio, ya no soy tan idiota.

Sonó el teléfono. Yo dormía en el sofá del salón, en una de esas siestas demasiado largas que finalizan cubiertas por el pesado telón de un severo dolor de cabeza, una sensación de desorientación y unos sofocantes sudores fríos. El teléfono inalámbrico estaba por ahí, en alguna parte. Mientras reaccionaba y lograba ubicarme, pude darme cuenta de que el tiempo corría: el timbre había sonado ya varias veces. Apenas tuve fuerzas siquiera para frustrarme cuando la voz de César me golpeó desde el otro lado de la línea.

Estoy en el Quirófano, anda bájate, que estoy solo…

… hmm…

Te he despertado. Anda, espabílate y baja.

Quince minutos —ya lo sé. En realidad acepté porque me vendría bien tomar el aire, que quede claro que el grito de socorro del trocito de pan me traía al fresco.

Soy un vago, un inútil. Esto sí es totalmente cierto. Una generosa pensión vitalicia que insistió en meterse en mis bolsillos tras la muerte de mi padre me permitía seguir posponiendo el momento de empezar a buscar empleo (mi padre me dejó un fideicomiso y una alianza). Yo no me interesé demasiado por su trabajo en la sociedad de inversores, y ellos no insistieron en darme un puesto como contable tras su muerte. Así que durante mucho tiempo, después de terminar en el instituto, me dediqué en cuerpo y alma a lo que resultaba ser mi innata vocación: vaguear. Los días de labor me levantaba de la cama cuando no podía dormir más, pululaba hasta el sofá donde desayunaba Pringles con coca-cola y veía la tele, o la tele me veía a mí, dejando que se gestara en el interior de mi cabeza una migraña tediosa hasta que alguien me sacaba de casa. Las tardes que me veía con ganas y con tiempo visitaba el gimnasio y comprobaba que la banda magnética de mi carné seguía abriendo la barrera de la entrada, y luego volvía a casa, me restregaba en el sofá buscando el hueco con el molde de mi contorno y veía la tele hasta quedarme dormido.

Bilbao es una ciudad muy pequeña. He ahí otra gran verdad. Pero en el modesto habitáculo que dibujan las colinas circundantes mora un espíritu propio, una característica actitud frente a la vida, conocida más allá de dichas montañas. Se trata de un pueblo orgulloso, con aspiraciones de metrópoli y un desmedido afán por no permitir que el reducido tamaño del casco urbano limite las posibilidades de hacer de él una capital cultural, comercial y de referencia. No, yo no escribo propaganda turística de aeropuerto (País Vasco, ven y cuéntalo). Tan sólo quería ir a parar al siguiente punto: en Bilbao teníamos metro. Había sido un proyecto muy criticado. Una sola línea, de la que se esperaba un futuro desdoblamiento que comunicara por el subsuelo ambas márgenes de la ría. Aunque atravesar el centro de la ciudad a pie no llevaba más de veinte o treinta minutos, el suburbano recibió una acogida muy positiva, y poco a poco todos nos acostumbramos a recorrer nuestras horadadas calles como lombrices, dejando que se apagaran los ecos de aquél escepticismo inicial. De modo que si en una época la plaza circular, centro geográfico de la urbe, había sido un punto de encuentro muy generalizado, más tarde dicha área absorbería su propio tramo de metro, estaciones incluidas. Yo me dirigía a mi cita con César, en uno de los vagones.

Hay un reducido número de personas que nacen con un don especial, una capacidad única de generar una estela de glamour indefinido, un aura de atracción magnética leve pero permanente. No hablo de la majestuosidad de aquellas mujeres con rostros de porcelana capaces de someter a generaciones y generaciones con una sola mirada desde el otro lado del celuloide. Hablo de esas personas normales, cotidianas, de a pie, que se encuentran entre nosotros como ángeles en misión celestial, y que parecen ignorar esa sutil perturbación que producen en el aire. Hablo de esas personas que se levantan de la cama con el pelo revuelto mostrando una imagen cien veces buscada por los demás ante el espejo. Hablo de ese chico que puede entrar en el metro con cara de cansado y transportarme a una pasarela donde él es el único modelo y yo soy el único espectador, y todos sus movimientos forman parte de una danza preparada para mostrarme su elegancia, su envidiada magia. Hablo de Sergio.

Siendo realista, diré que parte de su atractivo se concentraba precisamente en que era bastante normal. Como una especie de mediocridad muy bien llevada, en tanto que no padecía esas degeneraciones que puede tener cualquier otro cuando se le distingue. No podría identificarle aludiendo a un molesto tic, a una tendencia a subir el tono de voz dos décimas por encima del punto de correcta etiqueta, a una extraña caída de la pierna de su pantalón. Todo en él estaba en su sitio, y él estaba sentado dos sitios por delante de mí.

Yo ya me había olvidado por completo de nuestro leve encuentro. Cada noche puedo ver a quince chicos que me gusten. Pero al encontrarme de nuevo frente a él, recordé perfectamente la escena con su hermano, con Óscar y con Eduardo. Con la nueva iluminación no tuve más remedio que confirmar mi primera impresión y reescribir mentalmente mi carta para los Reyes Magos, cambiando la película porno de David Duchovny por un clon de Sergio, o en su defecto, unas gotitas de su sangre y un kit de clonaciones. Iba solo, con el pelo mojado, un jersey de lana de cuello alto que abrazaba su pecho en un trenzado color crema y unos pantalones oscuros. «Se va a resfriar», pensé. Y entonces volvió esa vieja sensación, ya casi olvidada, del sudor frío en las palmas de las manos y la familia de hamsters buscando queso en mi estómago. Y yo que creía que ya nunca volvería a permitir que un hombre me hiciera perder el control. Todo mi orgullo, mi seguridad, mi confianza y mi autocontrol venidas al suelo por un chico con cara de cansado que entra en un vagón de metro con la mirada perdida y se sienta en el primer asiento que ve. Odio sentirme como una colegiala. Odio plantearme si hablo con él o no hablo con él mientras la saliva que trago parece gravilla y el píloro se comporta como si estuviera practicando caída libre. Había más ideas en mi cabeza que pasajeros en el vagón. «Debería saludarle. No se va a acordar de mí. Si se acuerda, seguro que piensa que soy simpático por ir a saludarle. Si no se acuerda, haré el ridículo. Pero en mi esfuerzo por hacerle recordar puedo caerle bien igualmente. Está serio, a lo mejor no es buen momento. Yo estoy serio, y sería un momento idóneo para que él viniera a saludarme. No, por Dios, qué necesidad tengo de ir a saludarlo. Pero es que está buenísimo. Me apetece saludarle». Me levanté y caminé lentamente. Las rodillas me temblaban. «Genial, ahora cáete y sedúcelo con tus dientes por el suelo».

Sergio —dije. Me alegré al sentir que mi voz sonaba más natural aún de lo que había esperado mientras tragaba piedras. Él se volvió, me miró y me castigó con una sonrisa.

Tú eres el amigo de Eduardo. Estabas en el Lamiak hará un par de semanas —«y si ahora me pinchas, no sangro». Él no dejaba de sonreír, tensando esos labios frutales a los que yo temía mirar.

Eso es —y yo no podía sonreír. Mi boca estaba seca. Debí de parecer un psicópata, sentía palpitar una vena en mi sien. ¿Qué tal? —mi madre me enseñó a meterme los dedos en la garganta con la cabeza sobre el retrete, palpar la base de la lengua y sentir como el estómago lo expulsa todo mientras la amarga explosión de bilis me arranca las lágrimas. Y eso era lo que me apetecía hacer en ese momento.

Bien. Hace un poco de frío —yo guardé silencio, con la mirada clavada en él, enviándole mensajes telepáticos de «por favor, continúa»—. Al final no os encontré, después de dejar a Abel en casa de mis abuelos— «eres realmente mono, pero no sé de qué me hablas, cielo, ¿Abel?, ¿tus abuelos?»— salí a dar una vuelta, pero no nos vimos, así que me tomé una copa, y como vi que empezaba a llover, me marché —«Vale, ahora recuerdo». Me hablaba de su hermano, el mata marcianos cubierto de nocilla, y de aquella promesa rota de volver a vernos esa noche después de dejar al crío con sus abuelos. También odio que un chico guapo me haga sentir estúpido.

Nosotros también nos marchamos enseguida. Llegamos empapados a casa de Juan —me mordí la lengua. ¿Acaso pensaba contarle todo lo que habíamos hecho?. Él se quedó en silencio, sin dejar de sonreír. Dirigió la vista al oscuro túnel, a través de la ventanilla.

Ahora voy al Casco Viejo, a ver si cobro. ¿Tú adónde vas? —mientras decidía si su pregunta me resultaba indiscreta o cortés, busqué atropelladamente las palabras que compusieran una respuesta coherente.

Yo voy al Quirófano, he quedado con un amigo para tomar un café. ¿En qué trabajas?— no estaba dispuesto a permitir que la conversación pasara de él a César, creo que mis motivos están claros.

Estoy en la recepción del Amberes, que es un hostal que hay en la calle Sastrería— nuevamente me estremecí, ante la perspectiva de saber dónde podía encontrarle, suponiendo que algún día reuniera el valor. Él trabajaba de cara al público, supuse que con corbata; quise que con corbata—, es un poco incordio, porque no libro todos los fines de semana, y los turnos de noche no son muy divertidos. Acabo de empezar, sólo llevo medio mes, y como todavía no tengo contrato, me pagan en mano… dinero negro, je, je. Hoy ni siquiera trabajo, libro, ya ves, librando un miércoles. Sólo tengo que ir a recoger el dinero. Pero por lo menos es uno de los pocos trabajos que puedo combinar con mis estudios y con el baile.

Ajá.

¿Tú a qué te dedicas?

Yo a nada, estoy buscando trabajo. En el paro —traté de sonreír y noté como la carne de mis labios se quedaba adherida a mis dientes secos.

Suerte —cuando piensas que una persona no puede sonreír más dulcemente, te demuestra que te equivocas.

¿Sueles salir mucho de marcha? Lo digo porque no te he visto nunca.

De vez en cuando, pero no me gusta demasiado, me parece…

Casco Viejo —y yo me pregunto, ¿se puede asesinar con sadismo a un magnetófono? Por lo visto sí es posible que un magnetófono erradique toda posibilidad de mantener una conversación interesante.

Vale, yo me bajo aquí.

Yo también —me apresuré a decirle, y lo seguí.

El hostal Amberes quedaba muy cerca. Cuando llegamos a la puerta, Sergio se despidió amablemente, tirando por los suelos mis ilusiones de recibir cualquier tipo de mensaje que no nos llevara a una separación. Algo como «puedes esperarme aquí, sólo será un momento» o «acompáñame, saldremos enseguida». De modo que con la garganta seca y una hormigonera en lugar de estómago, eché a caminar rumbo a mi cita con César.