… y no tengo muy claro
si dejar un polvo a medias
con un desconocido cuenta
César entró en el apartamento con una sonrisa que alumbraba más aún que el imponente sol al que había dejado paso la tormenta de la noche anterior. Tiró sobre la mesa de la cocina una grasienta bolsa de papel de la pastelería que había debajo del apartamento.
Adivinad quién ha follado esta nooocheeee… «Nosooootrooos…». Pobre. En el fondo era majo chico. Malicia ninguna, pero la gente que peca de ingenua hasta el punto en que César lo hacía tiende a provocarme cierto rechazo. Un trocito de pan. Pan blanco, tierno, y con la miga mullidita.
Nosotros —dije.
Je, je. Sonrió, dando por hecho que era una broma y cumpliendo así con mis expectativas.
Tú —acerté. No era muy difícil.
Intrigado, abrí la bolsa de papel y encontré tres cruasanes en su interior. Debía de saber que Óscar y yo estábamos allí, lo cual me asustó, porque el que nosotros acabáramos pasando allí la noche fue puramente casual. Unas horas antes, en Conjunto Vacío, ni siquiera nosotros sabíamos dónde nos llevaría el viento. A mí no me gusta ser predecible, y aquél era el peor aviso que podía recibir esa mañana. Y más aún después de lo que había sucedido anoche, de manera tan accidental. ¿Accidental? ¿No sería en realidad absolutamente previsible? Si César, con su simpleza mental de pensamiento unidireccional «no puedo hablar mientras me ato el cordón del zapato: son dos cosas a la vez», había decidido traernos el desayuno a casa de Juan sin haberse cerciorado primero de que estábamos allí, algo se me debía de estar escapando. ¡Terror!
Ahh… —suspiró mientras se retocaba el peinado de pinchos frente a la puerta del microondas. Me han follado y estoy feliz. Sonreí al imaginarme una tarjeta de cumpleaños en la que en lugar de «Felicidades» se leyera «Que te den por culo en tu 24 aniversario». Pan.
¿Habéis quedado para hoy? —pregunté, sabiendo de antemano la respuesta. No, no habían quedado. César no quedaba. César follaba.
No, no hemos quedado. Hemos dejado las cosas tal cual. Si nos vemos por ahí, perfecto. Si no, pues nada. ¿Soy malo? Yo sigo pensando que no. César respondió rápidamente, con un tono que revelaba que no quería seguir tocando el tema. Es probable que percibiera la intención maliciosa de mi pregunta, aunque esa sutileza, en César, me habría sorprendido, y dos sorpresas en una mañana eran más de lo que hubiera querido esperar de semejante personaje. Por cierto, Juju estaba por ahí. Ya ha vuelto de Londres, en el ferry. Iba pasadísima, como siempre, ya sabes. Y con uno nuevo. Yo no sé de dónde saca tiempo esta chica, porque creo que llegó el martes, y ayer viernes ya estaba encoñadísima con uno de aquí. Yo no le conocía, no sé, uno de esos chicos monos que a ella le gusta llevarse al catre. He quedado con ella para comer.
Juju era, sin duda, uno de los personajes más conocidos de la noche en Bilbao. Su innata actividad y las dosis de coca que se calzaba casi a diario la llevaban a deambular por el interior de las discotecas como un hámster perdido en uno de esos laberintos de los laboratorios, y con la misma excitación y ritmo cardíaco. Era alta, morena y sumamente atractiva. Y más puta que las gallinas. De hecho Puta era su segundo alias, pero sólo lo utilizábamos en foros reducidos y con ella presente. La llamábamos Puta porque era más parecido a su verdadero nombre, y al mismo tiempo, mucho más bonito. Sí, habéis leído bien: mucho más bonito que su verdadero nombre, y es que Juju, en realidad, se llamaba Pura.
Por supuesto que de pura no tenía nada. Ella comentaba que ni la nariz, porque en más de una ocasión había aspirado coca directamente del glande de algún ligue, de nombre olvidado. Más puta que las gallinas, digo.
Dejamos a Juan en su apartamento, y cuando llegamos al burriquín ella ya estaba allí, esperando. La acompañaba un tipo alto, de anchas espaldas y camiseta ajustada. La cabeza rapada y gafas de sol a pesar de que a esas horas el sol de la mañana ya había vuelto a desaparecer tras las nubes. A éste lo llamé 250. Era del tipo de Juan, pero con cara de zoquete. Esa clase de tíos que uno jamás se imaginaría jugando al ajedrez o leyendo a Milan Kundera en un banco del parque, sino más bien follándose a una rubia imponente en una piscina o follándose a una morena imponente en la encimera de una cocina. Cuando Juju nos vio se puso a gritar, alterada. Se notaba que aún no había dormido. Nos abrazó a los tres con mucha fuerza y luego nos contó sus correrías por Londres.
Jo, tío —dijo—, aquello es una puta mierdaaaa. No sabes las ganas que tenía de volver a Bilbao a ver a mis maricones. Si es que mi sitio nada más está aquí, entre los maricones, tío, no veas qué movida todos los días allí para salir de marcha. Muy mal, muy mal.
Siguió hablando mientras los demás comíamos nuestras hamburguesas. Todos menos el cachalote que la acompañaba, que debía de estar reservándose para los batidos probióticos y las pastillas proteínicas.
Ahora, que según llegué de vuelta, me pasé por Portu, tío —dijo, mirándome a mí. Óscar y César no sabían de qué me hablaba. Juju solía ir a Portugalete a comprar coca, porque decía que la que se pasaba en Bilbao era mala. Y me miró a mí al hablar de ello porque yo era el único de los que estaban a la mesa que la había acompañado al cuarto de baño de las discotecas a apurar las muestras que traía de fuera. He venido bien, ya verás, ya verás. Te digo yo, tío… —dijo, mientras se frotaba el mentón.
No os confundáis, yo no soy consumidor habitual (ya, ya, cuántas veces habréis oído esto; pero yo lo digo en serio). Es más, lo mío es cosa de una vez cada dos meses. Coincidiendo con las visitas de Juju. Por lo demás, lo único que me meto en el cuerpo es alcohol (de eso me sobra, mi sangre podría usarse para desinfectar heridas) y algo de hachís de vez en cuando. Y otros cuerpos, claro. Pero lo de la coca, como digo, sólo lo hacía con ella.
Conocí a Juju una mañana, después de enrollarme con un tío. Había salido solo, y Bilbao estaba casi desierto. Fui directamente al Home, y al ver cómo estaba el ambiente, me senté en una de las mesas con la intención de terminarme tranquilamente mi cubata. La pista vacía, y yo sentado solo en la mesa, era una imagen que contrastaba notoriamente con la música techno que sacudía los focos, el rayo láser y los flashes que castigaban con vehemencia una pista de baile abandonada. Me entretuve mirando esas luces jugar entre los hielos, en el interior de mi vaso, cuando de pronto alcé la mirada hacia la pista. Había un chico bailando. Era bastante atractivo, aunque en un primer momento sentí cierto rechazo hacia aquella ropa ceñida, femenina, ese peinado tan futurista y el modo en que se convulsionaba solo en la pista. ¿A los chicos monos les dan clases especiales para bailar mal? No sé, quizá haya una academia especial donde estén esperándome para el curso de otoño de «si estás bueno, no bailes: sufre ataques de epilepsia, es lo que se lleva».
A falta de un mejor divertimento, me quedé mirando al chico. Pronto dejó de bailar y cruzó la zona de las mesas, pasando a mi lado. Nos miramos. Él siguió caminando hasta la barra, pidió, me miró, cogió su copa cuando el camarero se la hubo preparado y vino a sentarse a mi mesa. Sonrisa. Tamborileo con los dedos en la mesa. Trago. Tamborileo. Cigarrillo. ¿Fuego? «No, lo siento, no fumo», y es cierto, sólo alcohol y hachís, ¿recordáis?.
Diez minutos más tarde estábamos en el cuarto oscuro y yo tenía su polla en mi mano mientras nos besábamos con la rabia con la que sólo se besan dos desconocidos. Aquel cuarto oscuro estaba de bote en bote. Comprendí por qué Bilbao estaba tan vacío esa noche. No pudimos relajarnos: a cada segundo teníamos que estar apartando manos extrañas. Por fin, uno de los que querían participar sin invitación insistió más de la cuenta y, ante nuestra tajante negativa, se puso a gritar, así que tuvimos que largarnos a toda prisa, llegando a la pista de baile antes de habernos atado el cinturón. Seguimos bailando un rato más. Cuando cerraron el Home optamos por marcharnos. Entonces él me llevó a casa de una amiga suya, Juju, a desayunar. Y aunque recuerdo bastante bien aquel desayuno, no puedo asegurar dónde estaba mi acompañante. Sé que anduvo un rato por allí, pero luego…
Estuve en casa de Juju varias veces más. Y cada vez había detalles nuevos en la decoración, muebles cambiados de sitio, las paredes pintadas de un color nuevo más chillón que el anterior (una vez incluso llegó a pintar el salón a base de salpicaduras de pintura de colores).
Esa tarde, cuando Óscar y yo, acompañados por ella y por 250, llegamos a la puerta, Juju nos lanzó una mirada de expectación mientras introducía en la cerradura una llave de la que colgaba un corazón de goma de color rojo intenso. Cuando por fin hubo abierto la puerta, nos encontramos ante un beligerante homenaje monocromático al rosa, que nos transportó al palacio soñado por una niña de doce años. Era todo rosa. Absolutamente todo. Y no sólo en cuanto al color, sino también al mensaje. Había cojines con forma de corazón, portarretratos en forma de fresa, una enorme alfombra ovalada de pelo mullido y suave. Los sofás también eran nuevos. No pude (ni he podido jamás desde entonces) concebir el tipo de tienda que comercializa con sofás como aquéllos, con esas redondeces y ese color de algodón de azúcar. Estoy seguro de que la Princesa Chicle de Fresa habría mojado las bragas a chorretones si Juju la hubiera invitado a su casa (¿a tomar un té con pastas?). Yo más bien me quedé seco.
El salón de Juju olía a hachís. El humo de los porros que nos habíamos fumado emulsionaba la decoración de inspiración pseudo-infantiloide. Yo estaba tumbado, abrazado a la alfombra de pelo y murmurando algo así como «el teleñeco es mío, el teleñeco es mío». Las piernas se me habían relajado tanto que apenas hubiera podido ponerme en pie, de haberlo intentado. Juju estaba en el sofá, desparramada sobre 250 (porque no estaba tumbada, no: estaba desparramada), quien seguía dando caña al peta con la misma frescura con que antes había pitado el primero. Óscar estaba en la butaca, entre dormido y flipado, murmurando algo así como que abecedario viene de «a, b, c». Nada más llegar había corrido al televisor, había rebuscado entre los videocassettes y había puesto la cinta de los videoclips de Mariah Carey, en un tradicional ritual que consistía en buscar las placas de titanio del Guggenheim bajo sus pies, comentar el origen de las discretas cicatrices que lucía junto a las rodillas o defender a la cantante de cualquier comentario que la asociara con un exceso de volumen. La recauchutada ésa.
En un antiguo vídeo su musa lucía una mariposa tatuada a un lado de la espalda. Óscar había corrido a Razas de Noche a que le dibujaran en la piel un lepidóptero del tamaño de mi puño. En fin, cuando Su Santidad Mariah Carey Forever apareció días después en una gala con la espalda descubierta, su mariposa ya no estaba allí. Óscar todavía estaba untando la suya con Cicatral. Lejos de frustrarse, y siguiendo su propia filosofía, lo vio todo de forma muy positiva:
¿Lo veis? La que es reina, es reina, y la que no, juega con maquillajes. Ahora el único que tiene una Mariposa Reina en la espalda soy yo.
Cuando apagué el último porro y terminé de contar el viejo chiste de ¿cuántos bisexuales caben en una cámara incineradora?, Óscar ya estaba dormido. Juju agitaba la cabeza mientras tenía la cara hundida en los vaqueros de 250, a quien pude ver los ojos salirse de sus órbitas a través de las gafas de sol. Tuve que hacer varios intentos para erguirme y ponerme de rodillas. Gateé hasta la enorme mesa de plástico rojo en forma de corazón y aspiré un par de tiros de coca.
Me levanté, cogí la botella más llena que había sobre la mesa y le vacié un trago. Sin soltarla, me marché a la habitación de Juju. ¿Más rosa? ¡No!, la muy macarra la había pintado toda de negro, y todo el mobiliario, incluida la colcha de la cama, eran de ese mismo color. Me dejé caer sobre el colchón. Creo que la botella cayó al suelo y rodó. Sin mirarla, agradecí a las manufactureras licoreras por poner en las botellas de vodka ese taponcillo de plástico blanco que obliga a inclinarla casi hasta la vertical para que caiga el licor. Y me dormí.
Me sacuden, estoy mareado. No contesto, me vuelven a sacudir. Estoy tumbado. Tengo los ojos abiertos pero no veo nada. Sí, hay luz, mucha luz, me duelen los ojos, pero a pesar de ello, todo está oscuro. Veo a Óscar. Está enfadado. La habitación de Juju. Toda negra. Espera, me levanto. Creo que nos vamos. Óscar está muy alterado. No sé muy bien qué es lo que dice, pero entiendo algo sobre que debemos marcharnos de inmediato. Me pongo en pie lentamente pero sin problemas, para mi sorpresa. El tipo de detalles que revelan que soy bebedor habitual. Me doy asco.
Tengo el pelo y la cara mojados. Óscar me ha metido la cabeza debajo del grifo, en el cuarto de baño. El muy huevón ni siquiera ha tenido la cortesía de darle al agua caliente. El corazón me late a toda velocidad, y siento que los pulmones se me van a salir por la garganta. Doy tumbos hasta el salón y me dirijo a la puerta de la calle, demorándome el tiempo justo para ver a 250 contrasuelear a Juju sobre la alfombra, a lo guarro, como a ella le gusta. Puerta. Frente a mí. La abro, no sin problemas, y salgo. Óscar me sigue muy de cerca.
Es de noche. ¿Ya?. Sí. Es de noche, vamos por la calle y la gente me mira. No puede ser tan obvio que estoy en un estado deplorable… ¿o sí?
¡Frío! Creo que me acabo de mojar. Me han tirado la copa por encima. Hijos de puta, voy a matar a alguien. Llevo una camisa blanca, que ahora se adhiere, húmeda y fría, a la piel de mi espalda. Esto es muy incómodo, ¿quién ha sido el cabrón que me ha tirado la copa por encima? Le voy a partir la cara a alguien… vale, espera. Creo que he sido yo. Estoy en Conjunto Vacío. Hay mucha gente, pero detrás de mí solo hay una porción vacía de la barra y unos cuantos cristales rotos a sus pies, sobre un charco y unos cuantos hielos. Me voy. Alguien se ha quedado sin copa. Me voy con Óscar. ¿Dónde está Óscar? Espera, voy a las escaleras. Baila, baila. Disimula, no sea que te vaya a ve… ¡uh, cuidado!, empujón. Cuidado. Despaaaacio.
Tengo una copa en la mano. ¿De dónde ha salido? Óscar, ¿dónde está?, no lo veo. Espera, espera, a mi lado un chico me habla. Mira, está bebiendo lo mismo que yo. ¿Qué estoy bebiendo yo?. Bebo. ¡Ah, sí, ginebra con kas de limón! Yo no lo he pedido. Espera… sí, puede que lo haya pedido. No, creo que me ha invitado este chico. Me habla. Es mono. ¿Qué dice? No sé, pero es mono. Esto no es Conjunto Vacío. Estamos en Distrito 9. Qué mono es. Le sonrío (le sonrío, como sólo yo sé hacerlo). Sí, me ha invitado él. Mi copa está por la mitad, pero él apenas ha probado la suya. Le sigo el rollo. ¡Mierda!, cuando estoy borracho soy demasiado fácil.
Él enciende la lamparita del salón. Yo enciendo la luz del techo, pero él la vuelve a apagar. Me sonríe. «Es más cómodo con menos luz». Sonríe de nuevo. Estamos en su apartamento. Es pequeño, pero muy acogedor. Me está besando. Siempre me ha parecido que la gente está ridícula cuando besa. Suelo cerrar los ojos simplemente por no ver cómo se deforma con la proximidad la cara de quien me besa. Me empuja sobre el sofá. Creo que si estuviera sobrio no habría caído, pero qué le voy a hacer. Él está de pie, delante de mí. Se quita la camisa. Se acerca. Yo me reincorporo sobre los cojines y hago la mismo. La tiro encima de la mía. Entonces veo horrorizado que mi camisa tiene una mancha enorme en la espalda. Debe de ser coca-cola de algún cubata. Se sienta encima mío y me besa de nuevo. Besa fatal. Por alguna extraña razón ha creído que meterme la lengua hasta la garganta me iba a resultar excitante. Abre la boca plenamente, como si tuviera que tragarme entero. No puedo echar la cabeza para atrás, porque ya la tengo incrustada en el respaldo del sofá, así que lo empujo a él y lo separo de mí. Quiero respirar, ¿tan difícil es eso de entender? Él pierde el equilibrio sobre mis rodillas y cae al suelo. ¡Mierda!, me he pasado. No era eso lo que yo quería. Se queda inmóvil, sorprendido. En el fondo soy un buen chico, no voy a permitir que se lleve un mal rato. Me dejo caer del sofá y me tumbo sobre él sin inmutar mi rostro, tratando de aparentar que lo tengo todo bajo control. Le beso. Ahora soy yo quien controla la profundidad de los besos. Él mete su mano en mi pantalón. Me dice que quiere soltar su leche en mi culito. Yo le sonrío, algo asqueado. En un par de ágiles movimientos me lo ha bajado hasta por encima de las rodillas. Se impone una pausa para terminar de desnudarnos.
Estamos los dos arrodillados sobre el sofá. Él, detrás de mí, tiene dos dedos en mi culo. Los mueve con destreza. Bien, recupera los puntos que ha perdido con los besos. En pocos segundos estoy al cien por ciento. Me besa desde atrás. No lo estropees. Respondo brevemente a su beso y vuelvo la vista hacia delante. Se acerca a mi oído.
¿Te gusta que te metan cosas?
Me gusta que me metas los dedos —no me gusta decir guarradas cuando estoy en la cama con un desconocido.
¿Te gusta que te meta los dedos?
Sí.
¿Y la polla?
Sí.
¿Qué mas te gusta que te metan?
Guardo silencio. No me gusta el rumbo que está tomando esto.
¿Te gusta que te metan cosas?
Pollas y dedos, cosas no. El muy cabrón me ha obligado a decirlo. Me siento vulgar, sucio.
¿Cosas no? —sigue teniendo dos de sus dedos dentro de mí. De pronto me siento muy incómodo.
No.
¿No quieres que te meta el mando a distancia del televisor? Míralo ahí, es muy pequeño. Ahora estoy asustado. Miro sobre la mesa. Hay un mando a distancia alargado. Ciertamente es muy estrecho, más incluso que una polla de dimensiones generosas. Debe de ser el control de la minicadena.
No —contesto, tratando de parecer calmado.
Si quieres podemos ponerle un condón —me imagino el mando a distancia enfundado en una goma. Sonrío. Pienso en todo eso entrando dentro de mí, y él mirando, divirtiéndose. Siento asco. Lo cierto es que me habría cabido perfectamente: pollas más grandes me han clavado a un colchón, pero no se trata de eso.
No me gusta que me metan cosas. Me echo hacia delante, separándome de él. Siento salir sus dedos de mi interior. Me siento. Quiero largarme de aquí. Él se sienta de nuevo sobre mí, mete su mano entre mis piernas y me besa. Yo retiro la cara. Él vuelve a buscarme y trata de besarme. Desearía que Óscar estuviera aquí. Él le partiría la cara sin más.
Para —le digo. Él finge no haber oído. Te he dicho que pares —tengo que volver a evitar sus labios colonos. De pronto me siento como una chica de esos telefilmes de media tarde, en los que ella es un putón desvergonzado a la que nadie cree cuando dice haber sido violada porque resulta que fue ella quien propició el encuentro sexual. Quiero desaparecer. ¿Cómo se le dice a un tío que quieres parar cuando ya estás desnudo en su sofá con sus dedos en el culo?