… y no tengo muy claro
si follar con amigos cuenta
La lluvia nos había disuadido de prepararnos para una noche de viernes alocada, de pub en pub, con nuestros modelitos más arrasadores y los pelos de punta «101 litros de gomina». Estaba con Óscar y Eduardo en el Lamiak, una cafetería del casco antiguo de la ciudad que nos servía como punto de reunión. Pronto comprendimos, al no comparecer nadie más pasadas las nueve, que esa noche saldríamos solos o no saldríamos.
El Casco Viejo era una zona peatonal de calles adoquinadas y torpemente dibujadas que tenía abundante movimiento gay. Muchas de estas calles tenían el nombre del gremio que las había ocupado tiempo atrás: Sombrerería, Sastrería, Tendería, Carnicería… El Lamiak era una cafetería de ambiente que por las noches del fin de semana se convertía en un bar bastante animado. Se trataba de una especie de silo de almacenamiento de grano reconvertido en garito rural lésbico, o lésbico rural, o lesbianote de baserri[1]. De unas dimensiones exageradas y un mínimo consumo de espacio, parecía extrañamente turbia la masa de aire que sostenía las paredes de piedra y las escaleras imposibles que llevaban al segundo piso, mucho más modesto y oscuro. Ahí estábamos nosotros, sentados en una de las mesas-atalaya junto a la barandilla del hueco que comunicaba con la planta baja, dirigiendo las cabezas hacia la puerta de la entrada cada vez que las bisagras anunciaban con su graznido (goznes de puerta de caserío) la llegada de un nuevo cliente.
Eduardo fue uno de los primeros amigos que hice en cuanto salí del armario oficialmente. Ya me entendéis, uno de los primeros amigos… «como yo». Trabajaba en un gimnasio como monitor de aeróbic. Por supuesto también estaba Óscar, a quien ya conocía antes de tener uso de razón, desde que se convirtiera en mi confidente antes incluso de perder los dientes de leche. Amigo de la familia desde siempre, incluso había llegado a acompañarnos a mis padres y a mí en algún viaje vacacional durante mi infancia. Era alto, delgado, con un largo cabello rubio y una piel muy clara, parecía una especie de representación angelical de la anorexia de 21 años de edad. Con sus cerca de metro noventa, era casi tan delgado como descarado. Del tipo de gente que se lanza en plancha sin avisar, y al estilo más burdo y explícito. Lo cierto es que no eran pocos los que le tenían auténtico pánico por su desfachatez a la hora de acercarse para establecer contacto. Era también una persona a la que uno podría escuchar hablar durante horas sin interrumpirle y sin aburrirse, agradeciendo cada una de sus perlas de ingenio con carcajadas desahogadas. Confieso que yo no tenía muchos amigos de verdad. Quitando a los que no superaban la calidad de conocidos, me quedaban más bien pocos. Dos. Él y su medio novio Juan, quien fuera tiempo atrás mi maestro en las artes de la sodomía.
Estos no van a venir —concluyó Eduardo mientras centraba sus esfuerzos en controlar con el párpado su lentilla de color verde—. ¿Qué hacemos? —se quedó en silencio y con la mirada perdida en algún punto de la planta baja, sin esperar una respuesta—. Mira, acaba de entrar Sergio. Por si no lo habéis adivinado, éste es mi Sergio. Yo no lo conocía. Llegaba en ese momento con un crío de unos diez años que no apartaba la vista de una maquinita de esas de videojuegos portátiles. «Nada más verle supe que él sería el protagonista de cientos de páginas que más tarde escribiría; enseguida noté que mi historia empezaría con él». Es mentira. En un principio, apenas le presté atención.
En un principio.
Óscar lo saludó desde donde estaba sentado, gritando su nombre por encima de la barandilla, y él, tras hacer un barrido global de toda la planta baja con la mirada, se dirigió a las escaleras.
Este chico está increíble —que no, tonto. Además es que no importa lo que se ponga, si se deja el pelo al natural, si se pone un jersey de pescador… da igual, está increíble. «Sí, lo está… hmm». Una de las cosas que favorecía mi amistad con Óscar, al tiempo que resultaba un peligro, era que nuestros gustos coincidían. Sí, de acuerdo, ya sé que he dicho que no tengo unas preferencias concretas, pero es que él tampoco. Y fuera cual fuese mi criterio, el caso es que coincidía con el suyo el cien por cien de las veces. Y si Óscar decía que Sergio estaba bueno, lo único que lograba con ello era confirmar una vez más que nuestros gustos han salido de la misma matriz (honrosos ejemplos vivientes de ello eran el desconocidísimo actor porno Kyle Parker, y cómo no, el propio Sergio, aparte de una larga lista de fichajes nocturnos tan fácilmente encumbrados como olvidados).
Mientras Óscar seguía alabando las gracias del chico, él alcanzó la cima de las escaleras y se dirigió a nosotros. Presentaciones: Fulanito, éste es Menganito; Hombre Radiactivo, éste es Spiderman. «Chicos, éste es mi hermano Abel». El chiquillo ni siquiera levantó la mirada de su maquinita, estaba demasiado ocupado cazando Pokémones con su Super Power Nintendo Mega Plus Hiper Maquinita, como para atender a un par de maricas amigos de su hermano. Seguro que era de los que dicen «¡he ganado un tanque!» en lugar de «vida extra», porque ahora, por lo visto, en esas maquinitas, un tanque no es un carro de artillería pesada, no, es simplemente una vida extra… me hago mayor. Tenía los labios manchados de crema de chocolate, por lo que pronto colegí quién de los presentes se había quedado a cargo de su hermano pequeño mientras sus padres estaban fuera (y había decidido, además, que era positivo que el crío cenara un bocadillo de nocilla).
¿Vais a salir luego? Porque tengo que llevar a Abel a casa de los abuelos, pero luego pienso salir un rato, y creo que no hay mucha gente… «Te puedes sentar si quieres, que no muerdo». No apartó la mirada de Eduardo mientras hablaba, ahí de pie, como si mirarme a mí lo fuera a convertir en estatua de sal. Pobrecito mío, tan tímido él.
Supongo que daremos una vuelta, sí, y si el ambiente no está muy animado, nos volveremos para casa. Me apresuré a contestar antes de que lo hiciera alguno de los otros, para obligarle a mantener contacto visual conmigo. Pude notar claramente cómo se turbaba al tener que hacerlo. ¿Soy mala persona por disfrutar viéndole sufrir mientras salía de su cascarón? Yo creo que no.
Vale, bueno, pues entonces me imagino que nos veremos por ahí. Sus ojos miraban a Eduardo, aún tenso por haber hablado conmigo, un desconocido.
Se marchó. Nos quedamos contemplando cómo su trasero descendía al ritmo de las sacudidas de los precarios escalones de aquella pesadilla de madera que hubiera perpetrado más de un aborto en caso de estar ubicada en la mansión de la familia del terrateniente de algún culebrón (sería, sin discusión posible, la escalera de la servidumbre). Y el crío absorto con sus marcianitos. Cuando desaparecieron en el piso de abajo, nosotros giramos nuestras cabezas con un movimiento sincronizado como el que realizarían una bandada de grullas en un lago al escuchar el crujido de una rama seca. Buscábamos el baile de sus glúteos marchando hacia esas quejumbrosas bisagras que, ciegas, despidieron a Adonis como a cualquier otro cliente. En todo el trayecto, el hermanísimo siguió con su juego.
Fue más o menos en ese momento cuando caí en la cuenta de que el pobre chico estaba condenado a recibir todo mi odio, sin saber aún que, del mismo modo, su hermano mayor tendría mi devoto amor por castigo. Es irónico que el odio se abra camino con mayor facilidad que el amor. «Caín y Abel», pensé. Ya podía odiar a aquel niño. Tendría unos diez años, pero yo no creo en la inocencia de los niños. A los diez años, uno puede ser un auténtico hijo de puta. Ésa era la edad que tenían mis compañeros de clase cuando me tiraron por una ventana del colegio. No os asustéis, era una ventana muy baja, de un entresuelo donde estaba el taller de manualidades, pero conservo una valiosa cicatriz de aquel día. «Esto de la cabeza me lo hicieron unos compañeros de clase a los diez años, por maricón; esto del abdomen es una puñalada que me dieron en Barcelona el verano pasado, por maricón; y los chichones de la frente son de los baldosines de los baños de Distrito 9… esos también por maricón». Lo de la puñalada es mentira, estoy operado de apendicitis, pero dependiendo del momento, puede que en lugar de eso, me apetezca más haber sido agredido por una panda de homófobos en Barcelona. Y lo de los baldosines también es mentira. Ni siquiera tengo chichones. Nunca he follado en los baños de una discoteca. Yo valgo mucho más. Tengo otra cicatriz más pequeña, invisible, en la base de la cabeza. Me la hice a los dos años, durante una excursión al monte, cuando me caí rodando y me golpeé contra una piedra. Mi madre tuvo que detener una carrera ciclista para que uno de los vehículos de apoyo me trasladara a un hospital. Ahora sospecho que mis tendencias sexuales puedan deberse a aquel inoportuno coscorrón.
Supongo que Sergio debió decidir que salir con aquella lluvia no era una buena idea, porque cuando, un par de horas más tarde, tras acabar nuestra última copa en Conjunto Vacío, decidimos marcharnos a casa de Juan, aún no lo habíamos visto. Tras despedirnos de Eduardo, corrimos desde la puerta del pub hasta mi furgoneta, tratando de masticar los efluvios de bilis para no vomitar y maldiciendo el hecho de que la lluvia, a falta de amainar, cayera sobre nuestras cabezas con una furia cada vez mayor.
Juan aún estaba despierto, en calzoncillos y con una camiseta interior de tirantes cuando, chorreando, llamamos a su puerta. Uno de los rasgos que más me gustan del carácter del gay medio es que tiene una sensibilidad mayor que un hetero en igualdad de condiciones. Si a un hetero de veinticinco años le llegan a casa dos amigos ligeramente bebidos y empapados hasta el tuétano en mitad de la noche, los manda a hacer gárgaras. Entre los gays, normalmente, existe un grado mayor de camaradería. Pero hay de todo, por supuesto. En nuestro círculo tampoco nos faltaban maricas malas.
Creo que nadie diría que Juan era precisamente guapo. Su rostro poseía ese carácter primitivo y salvaje de los boxeadores, pero todo esto sucedió antes de que supiéramos quién era Javier Bardem. De mandíbula cuadrada, facciones muy marcadas, corte de pelo a lo cepillo y espaldas anchas, era el tipo de chico a quien un primerizo de diecisiete años (…sí, lo sé) querría confiar su primer desgarro anal. Bien, yo había tenido esa suerte mucho tiempo atrás: ya he dicho que fue él quien me inició en el arte de la sodomía, y con ello quiero decir que me mostró cómo toda resistencia anatómica natural de mi cuerpo podía ser vencida si se hacía correctamente.
Juan sonrió al vernos al otro lado de la puerta, y sin mediar palabra, volvió al sofá, se tapó con la manta y siguió atendiendo a la película en la pantalla de su televisor con forma de casco de motorista. La manta era muy pequeña, y aunque tapaba las partes más importantes de su cuerpo, dejaba a la vista sus poderosas piernas, con los pies descalzos tocando la alfombra, y sus brazos aún más imponentes que nacían arrolladoramente allí donde los tirantes blancos descubrían su carne a la vista.
Cuando nos hubimos quitado las prendas mojadas y nos hallábamos también en ropa interior, Óscar se sentó junto a él y yo me dejé caer sobre el otro sofá, algo más pequeño, totalmente distinto al grande y situado lateralmente con respecto al televisor. La decoración de la casa era bastante descuidada, propia de un soltero que insiste en prolongar el margen de descuido concedido a los recién instalados: el suelo de madera, las paredes blancas, de yeso, desnudas completamente, y el mobiliario mínimamente imprescindible —una mesa, un par de sillas, dos sofás de procedencias distintas (las palabras «vertedero» y «ella me dijo que me lo quedara mientras tanto» vuelven a mi mente, no sé cómo), una alfombra blanca muy peluda y una caja de cartón sobre la que descansaba el TV-casco, con una especie de mantelito de ganchillo de un raído tono marfil—. En su dormitorio sólo había una cama de matrimonio con colcha nórdica, sin sábanas, una mesilla con un moderno reloj despertador, una silla sobre la que dejaba despreocupadamente la ropa al acostarse y un armario. No había alfombras allí. Recuerdo cómo en aquella época en la que me acostaba con él casi cada noche, tiritaba de frío al pasar corriendo descalzo junto a la silla y al armario, en mitad de la noche, desnudo y aún empapado, para ir a la cocina en busca de un vaso de agua, entre polvo y polvo, y sentía en las plantas de los pies los golpes de las frías baldosas y los aguijonazos de las esquirlas de plástico arrancadas a las patas de la cama durante las sacudidas de nuestro paroxismo, Percusión en tiempos de semen. Fueron noches felices para mí. Con mi cuerpo delgado rodeado por todo él, sus enormes brazos a mi alrededor, apretándome contra su firme pecho, protegiéndome como el vigoroso costillar de una nave vikinga. Mis frágiles miembros de adolescente endeble atrapados entre sus brazos y piernas y manos y rodillas y codos y labios y pene.
Con él aprendí a dominar ese difícil conflicto que surge las primeras veces que a uno se lo follan: la lucha entre el dolor que te hace tensar los músculos y arquear la espalda, y el sentido común que te dice que cuanto más te relajes y disfrutes, menos te dolerá. También aprendí a gozar con todas mis vísceras de ese polémico placer de que éstas sean aptropelladoramente visitadas en su propia morada por la polla de un auténtico hombre que te embiste compulsivamente como si fueras un caballo alquilado en una de esas escuelas de hípica (en realidad, no creo que en las escuelas de hípica te dejen hacer eso). Y desde luego fue con Juan y sólo con él con quien descubrí que puedo correrme de golpe embriagado por placer puro y combustible, volátil y duro, sin que nadie me la esté tocando siquiera. Entre Juan y yo nunca se produjo una ruptura oficial: yo no estaba enamorado, y él no era ni remotamente de ese tipo de chicos que se comprometen. Estaba claro desde el principio que lo nuestro sólo significaba una coincidencia de etapas en nuestras vidas. Seguimos pasando mucho tiempo juntos después, e incluso mezclando nuestro sudor sobre su piel tostada, ya he dicho que él siempre fue uno de mis amigos. El otro era Óscar, mi amigo de toda la vida, quien también acabó cayendo en la cama de Juan. No fue nada dramático, los tres acabamos siendo buenos amigos. Y no sería muy sincero si dijera que nunca compartimos esa amistad sobre la cama, ropas al aire. De cualquier forma, Juan no fue el único amante que habríamos de compartir. Es cierto que Óscar y yo jamás nos sentimos atraídos el uno por el otro, pero igual de cierto es que en no pocas ocasiones tonteamos e hicimos más de lo que estaría dispuesto a admitir fuera de estas páginas. Y esa noche fue una de esas ocasiones.
Desde mi sofá no podía ver la pantalla catódica tan bien como las caras de ellos, concentradas en recibir directamente las ráfagas de luz de colores. Óscar me miró desde sus ojillos envueltos por su largo y lacio cabello, y sin parpadear, ni mucho menos apartar la vista, ladeó la cabeza y suavemente posó sus labios sobre los de Juan, que cerró los ojos para concentrar todos sus esfuerzos en recibir correctamente el beso. La pantalla seguía reflejada en las pupilas de Óscar que me taladraban a mí y al sofá sobre el que descansaba, cuando él cogió a Juan de la mano y, lentamente, se levantó. El otro lo siguió, aún con los ojos cerrados, dejando caer la manta sobre la alfombra de pelo blanco. En ese momento quedaron de nuevo al descubierto sus calzoncillos ajustados, deformados esta vez por una erección en proceso. Óscar separó sus labios de los de Juan y, sin soltar su mano, vino a sentarse a mi lado. El aire de la habitación se removió, diluyéndose en la estancia el olor a la fría humedad que habíamos traído de la calle. Con el brazo aún alargado, Óscar guió a Juan hasta el otro lado del sofá, de modo que me encontré entre los dos amantes visiblemente excitados. Fue entonces cuando comprendí que, bajo la manta y sin que yo pudiera apreciarlo, se había desarrollado algún tipo de juego de caricias mientras habían fingido atender a la película. Óscar soltó la mano de Juan y se paseó por su torso hasta llegar a los tirantes, momento en que penetró en la camiseta. Mientras tanto, y para poder hacer todo esto, tenía la cara junto a la mía, con la mirada clavada en mis ojos y el aliento azuzando mi mejilla. Parte de su peso se apoyaba sobre mi propio abdomen, y el brazo con el que exploraba la camiseta de Juan se arrastraba al mismo tiempo sobre mi pecho. Juan gimió cuando su pezón fue alcanzado. Óscar cerró los ojos por primera vez desde que se había levantado del otro sofá, del sofá en el que yo me encuentro ahora, mientras os lo cuento, y se acercó a mi boca, muy lentamente, dejando que Juan se relajara y siguiera resollando al compás de los masajes que le procuraba.
Después de que nuestros labios juguetearan unos segundos como mariposillas, sentí cómo su áspera lengua se vertía en el interior de mi boca.
… creo que te has dejado la lengua desabrochada —susurré, no con la intención de cohibirle, cosa que hubiera dado lo mismo, pues él siguió a lo suyo.
Al oír mi voz, Juan recordó que yo también formaba parte de la escena y levantó la mano que tenía más cerca de mí. La posó sobre mi pierna, poco más abajo del calzoncillo, y empezó él también un juego de leves roces y masajes. Yo hice lo propio, y mientras me abandonaba también a las tinieblas dejando caer mis párpados y manteniendo vivo el pulso de lenguas que se celebraba en mi garganta, conquisté cada centímetro velludo del pétreo muslo de Juan hasta encontrar la frontera marcada por el tejido. Una vez ahí, y aún a ciegas, no me resultó difícil encontrar ese tercer brazo con el que tanto placer y tanto dolor podía y sabía infligir. Pude notar sus retorcidas venosidades con un somero contacto a través del algodón, y su miembro dio una sacudida momentánea, aumentando algo más de tamaño en un instante y proyectándose con persistencia irracional contra las costuras. Cuando pareció que ya se había restablecido, busqué el glande, sin retirar el elástico. No, aún no. Apenas me costó localizar el frenillo, punto débil de su anatomía, y entonces provoqué el primero de sus gemidos dedicado a mí.
Óscar entendió al oírlo que yo también participaba en el juego, así que, mientras se acoplaba sobre mí, encajando sus rodillas a los lados de mi cadera, descendió con la lengua hasta donde la postura se lo permitió. Entonces, sentado sobre mis piernas, arqueó la espalda, separándose de mí, y se quitó la camiseta. Creo que cayó en algún lugar, detrás de la caja de cartón. Recordé que por allí, entre los cables del casco televisor, solía almacenarse mucho polvo, y sonreí. Óscar también sonreía, mientras miraba mi mano aferrada a un mango de algodón y lycra de color azul. Aún a oscuras sorprendía el color pálido de la piel de Óscar, que se encontraba casi en contacto directo con sus huesos. Su musculatura estaba perfectamente definida, pero sólo por el hecho de que ni un solo gramo de grasa redondeaba sus fibras que, en todo caso, no eran más que las mínimas indispensables para poder moverse. «Radiografía», le habían llegado a llamar. Músculos reducidos a su mínima expresión.
Volvió a recostarse sobre mí, hasta que entendió que ya había encontrado la erección, cada vez más rebelde. ¿Qué puedo decir? ésa es una de las cosas que aprenderé a controlar algún día. Me hubiera gustado poder decirle «no te creas que me pones cachondo, esto se pondrá a funcionar cuando yo quiera», pero en lugar de eso tuve que ver cómo se dibujaba una nueva sonrisa en su cara, esta vez de soberbia satisfacción, como la de un niño que recibe una bicicleta el día que llega a casa con un boletín de notas cargado de dieces.
Sentí que Juan se me escurría de la mano cuando se levantó, se subió al sofá, se puso de pie sobre mí y se sentó sobre el respaldo. Esta postura facilitó que Óscar alternara los besos que me prodigaba con rápidos aunque intensos repasos al sexo de Juan, ya descubierto, y más tarde, que yo también me sumara a la fiebre de la felación. Felemos todos juntos. En varias ocasiones, nuestras lenguas se encontraron aquí y allá, y no hubiera podido decir si lo besábamos a él o nos besábamos nosotros.
Esa noche fue la primera vez que nuestros juegos llegaron al punto de corrernos los tres. Ni siquiera nos movimos del sofá, y eso que era el sofá pequeño. Entonces quedó claro que la difusa línea que definía nuestra relación quedaba ya relegada a alguna caja polvorienta de cualquier trastero. Perdida en el baúl de los recuerdos. Supongo que a mis veinte años veía todo el asunto de las relaciones de un modo un tanto esquemático, inocente e infantil: en realidad, nunca habíamos dicho que ellos dos fueran pareja y yo un amigo, pero así lo había entendido yo. De lo que no me cupo duda es de que esa circunstancia cambió sobre el sofá, sacudida por el torbellino de semen mezclado con semen mezclado con semen mezclado con sudor y sudor y sudor. Y Óscar mezclado con Juan mezclado conmigo mezclado con Óscar, en un amasijo de piernas relajadas, brazos húmedos y pechos jadeantes. Así nos encontró el sol cuando amaneció el sábado, y así nos encontró también el sonido del timbre cuando César apareció por allí.