Aquí estoy, en un sofá vacío. Ésta es mi historia. Me llamo Bruno. Por supuesto, ése no es mi verdadero nombre, pero qué mas da, si os dijera mi verdadero nombre no habría nada que pudierais hacer con él, ¿no?. En fin. Como decía, esta es mi historia. Y mi historia es Sergio. Sí, vamos, no os hagáis los tontos. Sergio. Estoy seguro de que en vuestras vidas también ha habido un Sergio… sólo que quizá con otro nombre. En su caso, Sergio era su verdadero nombre. Se me haría imposible contar mi historia de todo corazón si tuviera que llamarlo Raúl, David o Aingeru. No, su nombre era Sergio. Y su cuerpo también era Sergio. Lo cierto es que no tengo unas preferencias muy estrictas en cuanto al físico de mis compañeros de cama, pero si me preguntan, es Sergio quien viene a mi mente y no otro.
Tenía la tez morena, con el pelo negro azabache cayéndole sobre una verde mirada de ojos profundos e intelectuales, ojos de mirar al escenario de un musical, ojos de deslizar entre las líneas del último premio Planeta, enmarcados en unas cejas espesas que enseguida me cautivaron. Creo que nunca antes había reparado en las cejas de nadie. Su sonrisa era una nacarada espada sin filo que se desenvainaba holgadamente a la menor oportunidad y amenazaba con derribar mis rodillas. Por suerte para mí, siempre estaba sonriendo, y aunque otros no lo apreciaran, a mí me parecía uno de sus rasgos más interesantes: la paz y la alegría que transmitía con su pose de «siempre positivo, siempre feliz». Me habría gustado arrancarle esa sonrisa como si se tratara de un esparadrapo para guardarlo en el libro de mi mesita, quedármela para mí para siempre, y verla todas las noches antes de dormirme. Tenía un cuerpo no demasiado musculado aunque sí fibroso, firme, muy tenso y definido, como corresponde a un estudiante de 25 años aficionado a la danza y a visitar regularmente un gimnasio. Sobre su piel se hubieran podido dibujar perfectamente las líneas que separaban unos músculos de otros simplemente dejando correr un rotulador por esas marcas tan prietas que se agolpaban en su vientre, en sus brazos… Siempre pensé que él no era consciente de lo bueno que estaba. Una frescura y una timidez casi infantiles atrapadas en un cuerpo para el pecado. Lo siento, Madonna, tú sigue cantando.
En fin, me gustaría poder contaros una de esas apasionadas y románticas historias de amor verdadero y sexo salvaje que arrancan lágrimas y braguetas. Me gustaría que mi historia pudiera tener un argumento más cinematográfico, con Sergio y yo como únicos protagonistas y un torbellino de pasiones, encuentros, despechos y reconciliaciones entre ambos. Pero no es así. En lugar de eso, os contaré algo más complicado, porque la vida amorosa de los gays es, en general, más complicada. O al menos ésa es la enseñanza que yo he extraído. En el fondo, es cosa mía. Yo me conformo con lo que os voy a contar. Vosotros ya me diréis.