4. El enviado

El Emperador y Fanocles se hallaban uno frente al otro en torno a una mesa baja. La mesa, el suelo, la estancia eran circulares y rodeados de columnas que sostenían una cúpula umbrosa. Una constelación colgaba resplandeciendo en la abertura directamente sobre sus cabezas, pero la estancia misma estaba suavemente iluminada por luces colocadas detrás de las columnas —luz cálida, propicia al ocio y a la digestión—. Una flauta meditaba en alguna parte.

—¿Crees que funcionará?

—¿Por qué no, César?

—Eres un hombre extraño. Meditas una y otra vez sobre la ley universal y deduces una certidumbre. Claro que funcionará. Debo tener paciencia.

Callaron un rato. La voz de eunuco se unió a la flauta.

—¿Qué estaba haciendo Mamilio cuando lo dejaste, Fanocles?

—Estaba dando muchas órdenes.

—Excelente.

—Eran órdenes equivocadas, pero los hombres le obedecían.

—Ése es el secreto. Será un Emperador terrible. Mejor que Calígula, pero con menos talento que Nerón.

—Estaba tan satisfecho del chirlo en su casco. Dijo que había descubierto que es un hombre de acción.

—Adiós poesía. Pobre Mamilio.

—No, César. Dijo que la acción despertaba al poeta en él y que había creado el perfecto poema mediante la acción.

—¡No será un poema épico!

—Un epigrama, César. «Eufrosina es bella pero tonta».

El Emperador inclinó gravemente la cabeza.

—Mientras que tú y yo sabemos que es sumamente lista e ingeniosa.

Fanocles se alzó un poco en su triclinio.

—¿Cómo podéis saberlo?

El Emperador giraba una uva entre sus dedos.

—Me casaré con ella, naturalmente. No me mires boquiabierto, Fanocles, ni temas que te haga ahorcar cuando vea su rostro. A mi edad, desgraciadamente, será un matrimonio nominal. Pero le dará seguridad, discreción y cierta paz. Tiene el labio leporino, ¿verdad?

La sangre afluyó a la cara de Fanocles, y parecía ahogarle, hincharle los globos de sus ojos. El Emperador movió un dedo.

—Sólo un joven chiflado como Mamilio podría confundir su timidez patológica con una favorecedora modestia. Te digo esto en secreto, desde la cumbre de una larga experiencia y espero que ninguna mujer me oiga: la modestia fue inventada por los hombres. Y me pregunto si inventaron también la castidad. Ninguna mujer hermosa se negaría tanto tiempo a enseñar su rostro si éste fuera perfecto.

—No me atreví a decíroslo.

—¿Porque viste que te invitaba por ella? ¡Ay de Mamilio y su romántico amor! ¡Perseo y Andrómeda! ¡Cómo va a odiarme! Debí recordar desde el principio que un Emperador no puede disfrutar de una relación humana normal.

—Lo siento…

—Yo también, Fanocles, y no sólo por mí. ¿No pensaste nunca aplicar la luz de tu extraordinario intelecto a la medicina?

—No, César.

—¿Te digo por qué?

—Escucho.

Las palabras del Emperador fueron claras y amables, cayendo en la estancia tranquila como pequeños guijarros.

—He dicho que eres arrogante. Eres también egoísta. Estás solo en tu universo con la ley natural y las personas son una interrupción, una intrusión. Yo soy egoísta también, y solitario —aunque rodeado de formas humanas que sabemos tienen cierto derecho a una existencia independiente. ¡Ay, estos filósofos de la naturaleza! ¿Me pregunto si sois muchos? Vuestro egoísmo que se entrega a una meta exclusiva, vuestra real preocupación con la única cosa que puede interesarnos podría llegar casi a barrer la vida que existe sobre la tierra como yo ahora hago con la flor de este racimo.

Le tembló el rostro.

—Pero guardemos silencio ahora. Ahí llega la trucha.

Sin embargo, aquello también requería un ritual: la entrada del mayordomo y del servicio, más movimientos estereotipados. El Emperador rompió su propia orden.

—Me pregunto si eres demasiado joven. ¿O adviertes como yo que cuando lees un libro que te gustó una vez, la mitad del placer está en recordar el tiempo en que lo leíste por vez primera? ¡Ya ves qué egoísta soy, Fanocles! Si tuviera que leer las églogas no me sentiría transportado a la Arcadia Romana. Sería nuevamente un niño preparando el pasaje del día siguiente para el preceptor.

Fanocles se iba recuperando.

—Una pobre compensación por la lectura, César.

—¿Lo crees así? Nosotros los hombres egoístas concentramos sin duda toda la historia en nuestras propias vidas. Cada uno de nosotros descubre las pirámides. Espacio, tiempo, vida, lo que podría llamar el continuo cuadridimensional. ¡Pero fíjate qué mal se adapta el latín a la filosofía! La vida es un asunto personal con un solo punto fijo de referencia. Alejandro no peleó sus guerras hasta que yo lo descubrí a la edad de siete años. Cuando yo era un bebé, el tiempo era un instante; pero yo empujaba, olía, gustaba, veía, oía, chillaba haciendo de ese punto asfixiante palacios enteros de historia y vastos campos de espacio.

—Vuelvo a no entenderos, César.

—Deberías entenderme, pues describo una experiencia común a los dos. Pero te falta mi introversión —¿o debo llamarlo egoísmo?— ¡fíjate lo aficionado que es a los paréntesis un Emperador al que nadie interrumpe!, y por lo tanto no puedes distinguirla. ¡Piénsalo, Fanocles! ¡Si pudieras devolverme, no la satisfacción de un apetito, sino un único precioso recuerdo! ¿No son las ampliaciones causadas por la anticipación y la memoria la única diferencia entre nuestro instante humano y el movimiento necio del reloj de la naturaleza?

Fanocles miró hacia arriba, a la constelación, tan próxima y brillante que podían haber pensado que una tercera dimensión la daba aquella profundidad; pero antes de ocurrírsele algo que decir los platos estaban entre ellos. Las tapaderas fueron levantadas, desprendiendo un fragante vapor. El Emperador cerró los ojos, movió la cabeza hacia delante y aspiró.

—¿Sí…?

Y luego con un acento de profunda emoción:

—¡Sí!

Fanocles comió su trucha de prisa, pues tenía hambre, y esperó que el Emperador le diera también la oportunidad de beber. Pero el Emperador estaba en trance. Sus labios se movían y el color se encendía en su rostro y luego desaparecía.

—Frescor. Capas de agua brillante y sombras y cataratas desde la roca oscura en lo alto.

Vuelvo a vivirlo. Estoy acostado sobre una roca del tamaño de mi cuerpo. Los riscos se elevan alrededor mío, el río corre junto a mí y el agua es oscura a pesar de tanto sol. Dos pichones discurren musical y monótonamente. Hay un dolor en mi costado derecho, pues el borde de la roca me hiere; pero yazgo cara abajo, y mi brazo derecho se mueve lentamente como un caracol de agua, sobre una piedra. Toco un milagro de actualidad presente, pasa —estoy fieramente, apasionadamente vivo— un momento más y la exultación de mi corazón estallará en una furia de movimiento. Pero reprimo la ambición, el deseo, la lujuria: equilibro la pasión con la voluntad. Golpeo despacio como un alga a la deriva. Ella está ahí en la oscuridad, ondulante, resistiendo el embate del agua. ¡Ahora!… Una convulsión de dos cuerpos, sensación de terror, de violación… vuela en el aire y yo extiendo mis garras de león. Está fuera, es mía…

El Emperador abrió los ojos y miró enfrente, a Fanocles. Una lágrima corrió por su mejilla, sobre el pescado intacto.

—… mi primera trucha.

Cogió una copa, derramó una gota o dos en el suelo y luego la tendió a Fanocles.

—A la olla a presión. El descubrimiento más prometeico de todos.

Después de un momento dominó su emoción y rió ligeramente.

—¿Me pregunto cómo puedo recompensarte?

—¡César!

Fanocles tragó y espurreó saliva.

—Mi explosivo…

—No tomo en cuenta el barco de vapor. Es divertido pero costoso. Debo admitir que el experimentador que hay en mí se interesó en sus atroces actividades, pero una vez basta. No debes hacer más barcos.

—¡Pero César!

—Además, ¿cómo puedes seguir el rumbo sin viento?

—Puedo inventar un mecanismo que señala siempre en una dirección.

—Invéntalo. Tal vez puedas inventar una flecha móvil que apunte constantemente hacia Roma.

—Algo que apuntará al Norte.

—Pero no más barcos de vapor.

—Yo…

El Emperador agitó la mano.

—Es nuestra imperial voluntad, Fanocles.

—Me inclino ante ella.

—Era peligroso.

—Tal vez un día, César, cuando los hombres sean libres porque ya no se consideren esclavos…

El Emperador movió la cabeza.

—Trabajas entre elementos perfectos y por lo tanto políticamente eres un idealista. Siempre habrá esclavos, aunque quizá cambie el nombre. ¿Qué es la esclavitud sino el dominio de los débiles por los fuertes? ¿Cómo puedes hacerlos iguales? ¿O eres lo bastante necio para pensar que los hombres nacen iguales?

Se puso grave de pronto.

—En cuanto a tu explosivo… me ha salvado y por lo tanto ha salvado la paz del Imperio. Pero le ha costado un gobernante implacable que hubiera asesinado a media docena y hecho justicia a cien millones. El mundo ha perdido una ganga. No, Fanocles. Devolveremos el rayo de Júpiter a su azarosa e ineluctable mano.

—¡Pero eran mis mejores inventos!

La primera trucha había desaparecido, fría, del plato del Emperador. Otra ocupó su lugar y él volvió a sumergir el rostro en su fragancia.

—La olla a presión. Te recompensaré por eso.

—Entonces, César, ¿cuál será mi recompensa por esto?

—¿Por qué?

—Mi tercer invento. Lo tenía en reserva.

Llevó las manos lentamente, dramáticamente a su cinturón. El Emperador lo miró atemorizado.

—¿Tiene esto algo que ver con el trueno?

—Con el silencio solamente.

El Emperador frunció el ceño. Sostenía un papel en cada mano y miraba del uno al otro.

—¿Poemas? ¿Entonces eres poeta?

—Lo escribió Mamilio.

—Debí adivinarlo. Sófocles, Cárcides…, ¡qué culto es el muchacho!

—Esto lo hará famoso. Leed el otro poema, César, pues es exactamente igual. He inventado un método para multiplicar libros. Lo llamo imprenta.

—Pero esto es… ¡otra olla a presión!

—Un hombre y un muchacho pueden hacer mil copias de un libro en un solo día.

El Emperador desvió la vista de ambos papeles.

—¡Podríamos regalar cien mil copias de Homero!

—Un millón si queréis.

—Ningún poeta tendrá que lamentar la falta de público…

—Ni de dinero. Se acabó el dictar una edición a un puñado de esclavos, César. Un poeta venderá sacos enteros de sus poemas, como las verduras. Incluso los marmitones se solazarán con las glorias de nuestro drama ateniense…

El Emperador en su entusiasmo se incorporó.

—¡Una biblioteca pública en cada ciudad!

—… en cada hogar.

—Diez mil ejemplares de los poemas amorosos de Cátulo…

—Cien mil de las obras de Mamilio…

—Hesíodo en cada cabaña…

—Un autor en cada calle…

—Una gama vastísima de investigación e información meticulosa sobre todos los temas concebibles…

—Conocimiento, educación… El Emperador volvió a acostarse.

—Espera. ¿Hay bastantes genios para eso? ¿Con cuánta frecuencia nace un Homero?

—Vamos, César. La Naturaleza es generosa.

—¿Supón que todos escribamos libros?

—¿Por qué no? Biografías interesantes…

El Emperador contemplaba con atención un punto fuera de este mundo…, un punto del futuro.

—Diario de un Gobernador de Provincia. Yo Construí la Muralla de Adriano. Mi Vida en Sociedad, por una Dama de la Aristocracia.

—Erudición, pues.

—Cincuenta pasajes interpolados en el catálogo de naves. Innovaciones métricas en los Mimos de Herondas. El Simbolismo Inconsciente del primer libro de Euclides. Prolegómenos a la Investigación de Trivialidades Residuales.

El terror apareció en los ojos del Emperador.

—Historia. Tras los Pasos de Tucídides. Yo fui la Abuela de Nerón.

Fanocles se sentó, aplaudiendo con entusiasmo.

—¡Informes, César! ¡Datos esenciales!

El terror crecía.

—… Militares, Navales, Sanitarios, Eugenésicos… ¡Tendré que leerlos todos! Políticos, Económicos, Pastoriles, Horticulturales, Personales, Impersonales, Estadísticos, Médicos…

El Emperador, tambaleante, se puso en pie. Alzó las manos, cerró los ojos y su rostro estaba deformado.

—¡Que cante otra vez!

Dominante y sereno.

El Emperador abrió los ojos. Se acercó rápidamente a una de las columnas y acarició la piedra sólida para tranquilizarse. Miró al techo y contempló la constelación que colgaba, centelleando en las esferas de cristal. Se calmó aunque su cuerpo tiritaba aún levemente. Se volvió para mirar a Fanocles.

—Pero hablábamos de tu recompensa.

—Estoy en las manos del César.

—¿Te gustaría ser embajador?

—Mi más alta ambición nunca fue…

—Tendrías tiempo de inventar ese instrumento que apunta al Norte. Puedes llevar tu explosivo y tu imprenta contigo. Te nombraré Enviado Extraordinario y Plenipotenciario.

Se detuvo un momento.

—Fanocles, querido amigo. Quiero que vayas a China.