Póstumo se detuvo un momento. Oscilaba su pluma escarlata y oro, rebasando la cabeza del Emperador. Su rostro apuesto, color aceituna, dejó asomar una expresión calculadora.
—¿Dónde escondiste tus tropas?
El Emperador alzó las cejas.
—Hay unos pocos centinelas en el jardín, como de costumbre, y posiblemente otros cuantos en el túnel. Realmente, Póstumo, viajas con un séquito considerable.
Póstumo se volvió a un lado y habló brevemente con sus oficiales. Un destacamento de legionarios cargados dobló a lo largo del muelle, estacionándose entre el Emperador y su posible vía de escape. Las mujeres gimieron y después se resolvieron por un lamento continuo. El Emperador fingió no haber visto nada; arrastró a Póstumo hacia la barcaza. El Anfitrite seguía girando lentamente alrededor de su ancla.
Póstumo se detuvo.
—Ya era hora de que volviera a casa.
Más truenos. El Emperador se volvió para contemplar la densa masa de soldados que cubrían el extremo del muelle.
—Un centenar de hombres, calculo. ¿De qué se trata? ¿Un saludo imperial?
Póstumo emitió una especie de ronquido.
—Llámalo así si quieres. Dentro de un momento entrarán más naves en el puerto. Serán suficientes para garantizar que nos pongamos de acuerdo sobre todos los aspectos políticos. Pero ¡qué suerte encontraros a los dos en el muelle!
Mamilio carraspeó y habló en voz alta e insegura.
—Póstumo, estás equivocado.
—Mamilio en armas.
—Como exhibición solamente. No quiero ser Emperador.
—¡Ah!
Póstumo dio un paso hacia él y Mamilio retrocedió, tropezando en su manto. Póstumo le puso un dedo en la cara.
—No lo creerás. Pero él haría levantar un puente sobre el Adriático sólo por complacerte.
El Emperador se ruborizó delicadamente.
—Nunca has necesitado mi afecto, Póstumo, así que nunca lo echaste de menos. Si cometí la locura de creer que podía disfrutar de su compañía sin más peligro que el habitual escándalo, también fui lo bastante inteligente para comprender que tú eres el hombre idóneo para gobernar el Imperio, por muy incompatible que seas conmigo.
—Tengo informes en sentido contrario.
—Al menos podrías disimular nuestras diferencias en público.
Póstumo no hizo caso de estas palabras; saco del interior de su peto un papel doblado.
«A:
Póstumo, etc., Heredero Designado, etc.
De:
CIII
Barcos y armas están siendo construidos o transformados en el muelle próximo al túnel. El Emperador y el noble Mamilio manifiestan gran interés personal en un barco, el Anfitrite, exbarcaza de cereales, sin clasificación, y un tormentum (marca VII) que ha sido colocado en el muelle apuntando hacia el mar. También experimentan métodos para envenenar alimentos en gran escala. El noble Mamilio parece hallarse en un estado de gran excitación y expectación…».
—Póstumo, te juro…
Póstumo se limitó a alzar la voz.
—Se comunica en clave con el Emperador y otros, bajo pretexto de escribir poesía…
Mamilio estaba encolerizado.
—¡Deja mi poesía en paz!
—Aún no ha sido posible descifrar esta clave. Sometida a XLVI, resultó compuesta con citas de Mosco, Erina, Mimnermo y otras fuentes no identificadas todavía. Se procede a la investigación.
Lágrimas de ira corrían por el rostro de Mamilio.
—¡Cerdo asqueroso!
—Eso fue innecesariamente cruel, Póstumo.
Póstumo volvió a guardar el papel.
—Han terminado las bromas, César. Ha llegado la hora de nombrar una regencia.
—Él no quiere ser Emperador.
Póstumo se mofo de Mamilio.
—No va a serlo.
Un débil sonido metálico salió de la armadura de Mamilio. El Emperador puso una mano sobre el brazo de Póstumo.
—Póstumo, si el barco y el tormentum te preocupan, puedo explicarlos en forma racional. Sé justo.
Se volvió a los oficiales y levantó la voz.
—Que me traigan al griego.
Póstumo asintió con la cabeza, esperando. Fanocles llegó ante ellos frotándose las muñecas para devolverles la circulación.
—Este hombre es la médula del asunto.
—Noble Póstumo, estoy alterando la forma del mundo.
—Tiene una manera curiosa de hablar, Póstumo.
—No habrá esclavos, sino carbón y hierro. Los extremos del mundo se unirán.
Póstumo se echó a reír, pero fue una risa que a nadie alegró.
—Y los hombres volarán.
Se volvió hacia sus oficiales y preguntó:
—Coronel, ¿por qué no entran esas naves?
—La visibilidad, señor.
—Maldita visibilidad. Hacedles señales o enviad a un mensajero.
Se volvió a Fanocles.
—Este fantástico barco…
Fanocles extendió los brazos.
—Será más rápido que ningún otro. La civilización es asunto de comunicaciones —frunció el ceño y buscó palabras más sencillas—. Noble Póstumo, sois soldado. ¿Cuál es su mayor dificultad?
—No tengo ninguna.
—Pero si las tuviera…
—Llegar el primero.
—¿Veis? Incluso la guerra es cuestión de comunicaciones. Pensad en los complicados esfuerzos de Jerjes para conquistar a Grecia. Con el Anfitrite hubiera cruzado el mar Egeo en un día y con viento contrario.
Mamilio, a pesar del castañeteo de sus dientes, intervino con ansia de ayudar.
—Piensa en el primer César, en Alejandro, Ramsés…
Fanocles inclinó la cabeza de lado y abrió las manos como si la explicación fuera sencilla.
—¿Veis, señor? Es cuestión de las comunicaciones.
El Emperador asintió pensativo.
—Deberían hacerse lo más difíciles posible.
El trueno sonó de nuevo. Póstumo se acercó al tormentum y las mujeres se apartaron. El rugido del puerto se alzó otra vez.
—¿Y esto?
—Tengo que encerrar el rayo en el cuñete. El aguijón, cuando golpea en algo, suelta el rayo. Después queda en el suelo un agujero humeante.
El Emperador hizo una señal con dos dedos.
—¿Y la mariposa de bronce que está en la base del aguijón?
—Es un dispositivo de refuerzo. Cuando el cuñete ha empezado a funcionar, la mariposa se dispara, de otra manera el cuñete explotaría por retroceso al encenderse la máquina.
—¿Esto abriría un agujero humeante en las murallas de una ciudad?
—Sí, César.
—¿Y en un ejército?
—Si hago un cuñete bastante grande.
Póstumo estudio a Fanocles de cerca.
—¿Y éste es el único que has fabricado?
—Sí, señor.
—No sé si hacerte ejecutar ahora mismo o utilizarte con otros fines.
—… ¿Ejecutarme?
De pronto el rugido del puerto se elevó en tal forma que ya no era posible ignorarlo.
Se volvieron todos a la vez.
Era el Anfitrite, lo comprendieron inmediatamente. Había girado sin fin en torno a su ancla hasta convertirse su ostentosa excentricidad en más de lo que podía soportar cualquier hombre con sangre en sus venas. Hombres desnudos se lanzaban desde los barcos y malecones; pronto relucían en el agua los brazos de medio centenar.
Fanocles grito:
—¿Qué…?
Póstumo habló rápidamente al coronel.
—Todas las tropas desembarcarán en este muelle. Mientras tanto, ni el Emperador ni su séquito querrán irse. Cuida de que sus deseos sean respetados. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Póstumo corrió hacia la barcaza, pero el Emperador lo llamó.
—Mientras espero pasaré revista a estos espléndidos muchachos ya reunidos.
El coronel miró a Póstumo, que reía discretamente.
—Haz lo que el Padre de la Patria te dice.
El arco de nadadores convergió en el Anfitrite y el segundo buque de guerra entraba al son de los tambores. Fanocles se apretó las manos.
—¡Detenedlos, César!
Los hombres hormigueaban ahora sobre el Anfitrite, arrancando su paleta, golpeando al monstruo de bronce del puente con los objetos pesados que encontraban. La guardia que Póstumo había instalado a bordo cayó al suelo en un remolino de miembros. De pronto surgió humo de la cala, elevándose recta hacia el cielo. Figuras desnudas se tiraban de los baluartes mientras una delgada llama, encapuchada y oscilante como un fantasma, brotó entre las naves. El segundo buque de guerra vio el peligro y retrocedió. Los remos golpearon contra el muelle, pero su ruta estaba bloqueada. El espolón de un tercer buque, emergiendo de la niebla debida al calor, chocó contra el segundo. Más remos destrozados; luego ambos barcos quedaron trabados e impotentes, flotando a la deriva hacia el Anfitrite. Póstumo, echando maldiciones, saltó a la barcaza imperial.
—¡A un lado! ¡Dejen paso!
—El destacamento está preparado para revista, César.
—Esos hombres que me interceptan el túnel, coronel. Que se unan a los demás.
—Fueron órdenes mías, César…
—¿No creéis, coronel, que podríais detener a media docena de mujeres y un anciano si intentaran escapar?
El coronel tragó saliva.
—Quizá sea ésta la última vez que el Padre de la Patria pasa revista a sus tropas. ¿No obedecéis, coronel? Yo también soy soldado.
La nuez del coronel subió y bajo dos veces. Estaba henchido de comprensión y emoción. Le hizo al Emperador un gran saludo.
—¡Destacamento, únase al desfile!
—Y la banda de música —añadió el Emperador—. Creo ver la banda ahí. ¿La banda, coronel?
Un cuarto buque se deslizaba hacia el puerto. El Anfitrite seguía allí con su caldera de bronce sumergida en humo y llamas. Las ruedas empezaron a rodar más de prisa. Su cable estaba tenso. Oyeron un grito salvaje de Póstumo.
—¡Atrás, maldita sea!
Flautas, bocinas, tubas. El tubo de latón de cada lituus iba enrollado a la cintura, proyectando una campana elefantina sobre el hombro. Tambores, atabales y bajos. Escarlata y oro.
El desfile llenó el extremo del malecón, de cara al trirreme. La banda se formó entre el desfile y el tormentum. Las mujeres se retorcían las manos. El Anfitrite giraba y se debatía entre llamas y humo. El cuarto buque de guerra trataba de girar en torno a él y los otros dos. Pero ya el quinto estaba a punto de entrar en el puerto.
—¡La banda!
El Anfitrite se movía más de prisa. Una braza o dos de su cable se soltaron y ensanchó su círculo, rozando los buques trabados e incendiando sus jarcias. Póstumo saltaba de un lado a otro.
—¡Utilizad los cangrejos!
El Anfitrite soltó otras dos barcazas de cable. Su círculo incluyó la barcaza imperial, que se puso en marcha sin ninguna ceremonia. Giró y volvió a girar; Póstumo gritaba y el Anfitrite exhalaba fuego.
La banda empezó a tocar.
—¿Orden de abrirse, coronel?
El coronel se estremeció.
—No hay sitio, César. Caerían entre el muelle y el trirreme.
—En ese caso —dijo el Emperador— tendrán que cargar su impedimenta y su botín o no podré andar entre las filas.
La banda empezó la contramarcha entre el destacamento principal y el tormentum, diez pasos adelante y diez pasos atrás. Eran espléndidos aquellos hombres. Y también los marineros a bordo de sus absolutamente espléndidos barcos. Las mujeres se daban cuenta y pensaban que si ellas mismas estaban en peligro por culpa del general Póstumo, valía la pena. Los pechos se henchían, los senos se alzaban y las pantorrillas temblaban. Mamilio se puso el casco.
El Emperador se detuvo junto al hombre que estaba a la izquierda en la primera fila.
—¿Y cuánto tiempo llevas en el ejército?
El cable chamuscado del Anfitrite se partió. Su círculo pasó a ser un vasto arco. Tocó uno de los barcos mercantes anclados cerca de los almacenes e inmediatamente se cubrieron todos de llamas.
—¡Que alguien utilice uno de los cangrejos!
A la vez todos los hombres de todos los barcos se obsesionaron con una sola idea: salir del puerto. Un buque de guerra incendiado se tambaleaba hacia popa más allá del extremo del muelle y su calor chamuscó el desfile. Fuera del terrible arco trazado por el Anfitrite, el agua estaba escondida por los barcos grandes y pequeños que luchaban entre sí y buscaban la seguridad del mar cubierto de niebla. La tormenta hacía sonar sus truenos sobre todo ello, derramando una luz muy viva en las colinas; la banda seguía tocando.
—¿Dónde pescaste esa herida? ¿El pinchazo de una lanza? ¿Una botella, eh?
Los legionarios, rígidos, presentaban armas bajo sus sesenta y cuatro libras de bronce, su impedimenta, su botín y el terrible calor. El coronel estudió una gota de sudor que se formaba en la punta de su nariz hasta quedarse bizco. El Emperador habló con cada hombre de la primera fila.
Había un revoltijo de barcos de guerra girando en el centro del puerto que el Anfitrite rozaba con su hocico. El capitán de uno de ellos se hallaba frente a Póstumo durante el saludo. En ese momento un cable se quemó del todo o alguien, obedeciendo ciegamente, usó por fin uno de los cangrejos. Un agujero negro en forma de estrella apareció en el alcázar donde el capitán había estado. Se hundió con su nave.
—¿Cuánto mides? ¿Te gusta el ejército? ¿Dónde te hicieron esa mella? ¿La piedra de una honda? Eso debe ser, ¿verdad, coronel? No dejes que el contramaestre te despache con un escudo nuevo, hombre. Dile que lo dijo el Emperador. ¿Cuántos hijos tienes? ¿Ninguno? Tenemos que arreglar un permiso después de esta revista.
La palabra «permiso» se extendió. Los legionarios se endurecieron para aguantar, pero ya flaqueaban algunos. El Emperador se movía a lo largo de la primera fila con una seguridad temible.
—Creo que te he visto antes. ¿No fue en la IX? ¿En Grecia? ¿Por qué no te han ascendido? Ocúpese de eso, coronel, ¿quiere?
Un segundo buque de guerra se estaba extrayendo del puerto entre una masa de embarcaciones menores. El Anfitrite iba situándose fuera de la boca del puerto persiguiendo la barcaza del Emperador.
—Pero, hombre, ¿no piensas curarte ese furúnculo? He aquí un tipo impresionante. No sé cómo puede aguantar esos tres bultos. ¿Cómo te llamas?
De pronto se hizo una brecha en el aire frente al Emperador y hubo un estrépito metálico. El legionario se había desmayado.
—Como iba diciendo, tenemos que darles unos días de permiso ahora que el Heredero los ha traído a casa y a su Padre.
—César…
—¿Dónde perdiste ese ojo, hombre? No pierdas el otro, por favor.
Un gran estrépito; y uno de los almacenes derramaba aceite que ardía sobre el agua. Una espesa nube de humo negro cruzó sobre la formación.
El Emperador habló en voz baja al coronel.
—Ya veis cómo se mezclan comedia y tragedia. ¿Qué órdenes vais a obedecer? Estos muchachos deberían estar apagando los incendios.
Los ojos del coronel se enderezaron un momento.
—Tengo mis órdenes, César.
—Está bien. Dime, ¿te gusta el ejército? ¿Ha hecho de ti un verdadero hombre?
De nuevo, un estruendo.
—La disciplina —dijo el Emperador al hombre que tenía a su derecha— es algo muy conveniente.
—¿César?
—Debí decir «algo espléndido», claro.
Estuvo mirando el agua hollinienta de la entrada del puerto. Una corriente continua de tráfico chamuscado pasaba ante él. La banda de música ahogaba el rumor que de allí surgía, pero a juzgar por los rostros atormentados era complejo y de tipo personal. El Anfitrite y la barcaza imperial llegaron casi juntas.
—Dime, sargento, si yo diera la orden de «Vuelta a la derecha, marcha rápida», ¿me obedecerías?
Pero el sargento era un viejo soldado, color caoba e indestructible. Su botín valía todo el que había en el muelle, pero lo llevaba en un saquito minúsculo bajo su peto. Y aun así chorreaba sudor.
—¿Ahora, con armadura y todo, César? —durante un momento los ojos disciplinados oscilaron hacia los lados y hacia abajo—. Con gusto, César.
No era sólo el humo y el sudor lo que dio una expresión meditativa a los ojos del Emperador.
—¡Señor! ¡César!
Las palabras salieron del coronel como estallidos. Su espada vibraba y las venas de su cuello se hinchaban como ramas de yedra. El Emperador sonreía apaciblemente, y volvió a abrirse camino entre las filas. Era como estar en un túnel bajo los enormes bultos, en el aire espeso y ante la hilera de ojos saltones. Pero había ya varios respiraderos donde los hombres selectos de Póstumo yacían boca arriba, derribados en plena revista. El pequeño grupo de hombres, el coronel, Mamilio y Fanocles seguían al Emperador. El rugido de pánico de la ciudad, del puerto y las naves era puntuado por la metálica caída de los legionarios.
Fuera del puerto, los buques de guerra desaparecían en el vaho del calor y todas las embarcaciones pequeñas trataban de entrar nuevamente. El Anfitrite se movía más despacio. Cuando el calor se concentraba en torno a su caldera, avanzaba torpemente, las paletas de sus ruedas sacudiéndose. Pero éstas arrojaban tanta agua que ese movimiento humedecía de nuevo el fuego y entonces el barco se paraba. Así que trazó sobre el agua un diseño complejo e ininteligible, en una serie de embestidas ridículas. Se iba sumergiendo cada vez más.
La banda seguía tocando.
Otra vez se oyó un ruido estrepitoso.
Marcha y contramarcha, paseo entre filas que se reducían. La Vigilia en el Rin, Entrada de los Gladiadores, Guardianes de la Muralla, El Viejo Cth, pasajes del Incendio de Roma y Los Muchachos Que Quedaron Atrás. Las viviendas se habían incendiado, y su ropa tendida ondulaba como las jarcias de los barcos. En los almacenes el vino ardía alegremente, pero el trigo sólo humeaba y hedía.
—Y ahora —dijo el Emperador— voy a dirigirles la palabra —trepó sobre la muralla y se quedó allí un momento, abanicándose—. Coronel, ¿queréis hacer que se vuelvan?
La banda se alineó; la ciudad ardía. El Anfitrite se hundió con un siseo. La gente huía hacia campo abierto. Fue una escena de destrucción que parecía obra de alguna divinidad, impersonal.
Volvió a rugir el cielo. Crac.
—… Os he observado con creciente orgullo. Representáis en estos decadentes tiempos modernos el espíritu que engrandeció a Roma. No os corresponde razonar el porqué, sino obedecer a la voz de vuestro amo.
Mamilio, al pie de la muralla, veía bajo él las sombras del Emperador y del coronel en el muelle. Una de estas sombras oscilaba lentamente hacia atrás y hacia delante.
—Bajo el peso del sol, la jubilosa opresión de sesenta y cuatro libras de bronce, soportando sobre los hombros los pesados frutos de vuestros trabajos habéis permanecido en pie y resistido porque así se os ordenó. Esto es lo que esperamos de nuestros soldados.
Mamilio se deslizaba a un lado, presionando el talón y los dedos del pie como había aprendido en su infancia. Miraba derecho ante él, pero se alejó sin ruido y sin que nadie lo advirtiese del lugar donde estaban formadas las tropas. Las mujeres y el bulto de la máquina bélica lo ocultaron pronto.
—Ardieron naves ante vuestros ojos. Una ciudad fue destruida por un incendio implacable. La razón os pedía que apagarais las llamas. Los dictados comunes e instintivos de la humanidad os susurraron que las mujeres y los niños, los ancianos y los enfermos requerían vuestra asistencia. Pero sois soldados y teníais órdenes. Felicito a Roma por sus hijos.
Mamilio había desaparecido. Las mujeres se hallaban formadas en un grupo lleno de encanto entre la revista y el túnel. El coronel descubrió que no veía nada excepto dos espadas que se distanciaban cada vez más. Con prudencia posó la mano izquierda sobre la muñeca derecha para estabilizarla.
El Emperador recordaba a las tropas la historia de Roma.
Rómulo y Remo.
Crac.
Manlio, Horacio, el Abanderado de la IXa.
Crac.
El Emperador describió la expansión del Imperio, las virtudes varoniles de las que ellos eran tan admirable ejemplo. Esbozó la historia de Grecia, su decadencia; aludió a la negligencia egipcia.
Crac. Crac.
De súbito el coronel ya no estaba a su lado en la muralla. Del mar surgió un fuerte plop, nada más. La armadura del coronel era pesada.
El Emperador habló de honores bélicos.
Crac.
Entre la niebla, tal vez a media milla del puerto, volvió a aparecer la barcaza imperial. Sus remos batían lentamente, muy lentamente al entrar.
El penacho de la legión.
Crac.
El honor de la legión.
La crisis llegaba a su momento culminante sin remedio. El movimiento empezó a los pies del Emperador, donde tres hombres cayeron juntos. Una ola de náuseas barrió las filas, que se derrumbaron en piadosa inconsciencia. Al final del muelle se amontonaban cien hombres impotentes y una banda que no podía oír nada excepto el latir de sus propios y entregados corazones. El Emperador los contempló compasivamente.
—Autoconservación.
Mamilio y la guardia del Emperador irrumpieron desde el túnel. Eran tal vez dos docenas; hombres descansados después de una siesta en el jardín umbroso, dispuestos ahora a un poco de animada brutalidad. Mamilio blandía su espada cantando un coro de Los siete contra Tebas que helaba la sangre mientras intentaba seguir el compás. En ese mismo momento la barcaza imperial golpeó el muelle. Póstumo, sucio, despeinado y furioso, trepó a tierra. La guardia del Emperador rompió filas, corrió hacia delante y se apoderó de él. Derribó a dos de ellos y saltó hacia Mamilio con la espada desenvainada, rugiendo como un toro. Mamilio se detuvo, manos y rodillas juntas, barbilla en alto. Abandonó el griego por su lengua natal.
—Pax…!
Póstumo blandió la espada y el Emperador cerró los ojos. Oyó un sonido como de un gong y los abrió de nuevo. Póstumo se debatía entre un revoltijo de guardias. Mamilio giraba en círculo, tratando vanamente de sacarse el casco encajado sobre los ojos.
—¡Grosero, asqueroso, Póstumo, intruso! ¡Ahora tendré jaqueca!
El Emperador bajó de la muralla.
—¿Quién es el hombre que Póstumo trajo consigo en la barcaza?
El Oficial de Guardia saludó.
—Un prisionero, César. Por su aspecto, un esclavo.
El Emperador golpeó con el dedo de una mano la palma de la otra.
—Escolta al Heredero Designado por el túnel, y al esclavo también. Que dos de tus hombres acompañen al señor Mamilio. No es momento para extraerlo del casco. Señoras, la demostración ha terminado. Pueden regresar a la Villa.
Se detuvo brevemente junto al tormentum y miró al muelle. La guardia de honor y la banda se movían débilmente, como criaturas marinas en la playa al volver la marea.
—Seis de vuestros hombres deben defender el túnel a cualquier precio. No deben apartarse sin una orden personal tuya.
—Sí, César.
—Los demás pueden quedarse en el jardín. Que permanezcan fuera de la vista detrás de los setos, replegados.
—Sí, César.
Los jardines habían conservado su tranquilidad. El Emperador estaba junto al estanque de los nenúfares aspirando agradecido el aire fragante. Bajo él, la superficie del mar podía verse de nuevo. Cuando la respiración recobró su ritmo normal, se volvió hacia el reducido grupo de hombres.
—¿Vas a portarte bien, Póstumo, si digo a la guardia que te suelte?
Póstumo miró la boca oscura del túnel y el Emperador meneó la cabeza.
—Por favor, quítate la idea de fugarte por el túnel. Los hombres tienen órdenes. ¡Ven! Discutamos las cosas sensatamente.
Póstumo, sacudiéndose, quedó libre.
—¿Qué le has hecho a mis soldados…, brujo?
—Simplemente pasé revista, Póstumo, como de costumbre. Pero la repetí hasta el infinito.
Póstumo enderezo su casco. La pluma escarlata y oro estaba chamuscada.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
El Emperador sonrió con amargura.
—Mira a Mamilio. ¿Te lo imaginas como Emperador?
Mamilio yacía boca abajo sobre un asiento de piedra. Dos soldados le sujetaban las piernas. En el otro extremo un tercer soldado tiraba del casco.
—Los informes de los agentes eran precisos.
El Emperador dobló un dedo.
—Fanocles.
—César.
—Dile al Heredero Designado, una vez por todas, lo que ibas a hacer.
—Ya le dije, César. Ni esclavos, ni guerra.
Póstumo sonrió con burla.
—Traigan al esclavo que capturé. Es uno de los que quemaron tu barco.
Dos soldados obligaron al esclavo a avanzar. Estaba desnudo, aunque el agua ya se había secado sobre él. Era un hombre capaz de descuartizar a un león, barbudo, ancho, moreno y salvaje.
El Emperador lo miró de arriba abajo.
—¿Qué es?
Un soldado agarró el pelo del esclavo y le retorció la cabeza de un lado a otro, hacia arriba, hasta que hizo una mueca de dolor. Póstumo se inclinó hacia delante y examinó las cicatrices en la oreja del esclavo. Hizo un gesto con la cabeza y el soldado lo soltó.
—¿Por qué lo hiciste?
El esclavo contestó con una voz ronca de gritar y a la vez torpe por falta de uso.
—Soy remero.
Las cejas del Emperador se alzaron.
—En adelante habrá que encadenar mis remeros a sus remos, o ¿resultaría demasiado caro?
El esclavo trató de unir sus manos.
—César, sé compasivo. No pudimos matar a ese hombre.
—¿A Fanocles?
—Su demonio le protegió. Una tabla mató al esclavo que estaba junto a él. El cangrejo no lo alcanzó.
Mamilio salió de su casco con un chillido. Se precipitó hacia el Emperador.
—¡Mamilio, el cangrejo no era para ti!
Mamilio se dirigió excitadísimo hacia el esclavo.
—¿No intentaste matarme?
—¿Por qué, señor? Si nos utilizáis, estáis en vuestro derecho. Fuimos comprados. Pero este hombre no nos usa para nada. Vimos cómo se movía su barco sin remos ni velas y contra el viento. ¿De qué servirán los remeros?
Fanocles gritó:
—¡Mi barco os hubiera liberado!
El Emperador, pensativo, miró al esclavo.
—¿Eres feliz en tu banco?
—Los dioses saben lo que sufrimos.
—Entonces, ¿por qué?
El esclavo se detuvo un momento. Cuando volvió a hablar, las palabras llegaron de memoria desde algún profundo pozo del pasado.
—Prefiero ser esclavo de un pequeño terrateniente que gobernar en el infierno a los espíritus de todos los hombres.
—Comprendo.
El Emperador hizo señas a los soldados.
—Lleváoslo.
Póstumo reía desagradablemente.
—¡Eso es lo que un marinero profesional piensa de tu barco, griego!
El Emperador levantó la voz.
—Espera. Pidamos el dictamen de un soldado profesional acerca de la máquina del trueno. ¡Oficial!
Pero el oficial ya estaba saludando.
—Excusadme, César, pero la dama…
—¿Qué dama?
—No quieren dejarla pasar si no doy la orden, César.
Mamilio gritó con la voz mudada:
—¡Eufrosina!
El oficial interrumpió el saludo.
—Muchachos, dejen pasar a la dama. ¡Aprisa!
Los soldados se apartaron del extremo del túnel y Eufrosina corrió, encogida por el miedo, hasta Fanocles y el Emperador.
—¿Dónde has estado, niña? ¿Por qué no te encontrabas con las otras? ¡Él muelle es peligroso si no estoy yo!
Pero ella callaba y el velo temblaba contra su boca. El Emperador la llamó hacia sí.
—Quédate a mi lado. Estás a salvo ahora.
Se volvió al oficial.
—Oficial.
—César.
—Descanse. Póstumo, hazle tus preguntas.
Póstumo lo observó un momento.
—Capitán, ¿gozáis ante la perspectiva de una batalla?
—En defensa del Padre de la Patria…
El Emperador agitó la mano.
—No discutamos tu lealtad. Contesta, por favor.
El capitán reflexionó.
—En general, sí, César.
—¿Por qué?
—Es un cambio, César. La emoción, el ascenso, quizá botín, y todo lo demás.
—¿Preferirías destruir a tus enemigos a distancia?
—No entiendo.
Póstumo señaló con su pulgar a Fanocles.
—Este griego viscoso ha construido esa arma que está en el muelle. Se oprime el dispositivo y el enemigo desaparece en humo.
El capitán rumió esas palabras.
—¿Entonces el Padre de la Patria ya no necesita utilizar a sus soldados?
Póstumo echó una mirada significativa al capitán.
—Por lo visto, no; pero yo sí.
—Pero, señor, supongamos que el enemigo consigue una máquina de truenos como ésta.
Póstumo miró a Fanocles.
—¿Servirá de algo la armadura?
—De nada, creo yo.
El Emperador cogió a Mamilio por su manto escarlata tirando de él suavemente.
—Imagino que esta clase de uniforme desaparecería. Pasarás la guerra arrastrándote sobre tu vientre. Tu uniforme será color barro o color estiércol.
El oficial contempló su peto rutilante.
—… y siempre podrías pintar el metal de un matiz neutro o dejar simplemente que se ensuciara.
El oficial palideció.
—Estáis bromeando, César.
—Ya viste lo que hizo su barco en el puerto.
El oficial dio paso atrás. Tenía la boca abierta y respiraba de prisa como un hombre en las primeras fases de una pesadilla. Empezó a mirar en torno suyo, a los setos, los asientos de piedra, los soldados que bloqueaban el túnel…
Póstumo se apresuró hacia delante y le agarró el brazo.
—¿Y bien, capitán?
Sus miradas se encontraron. La duda abandonó el rostro del capitán. Su mandíbula se proyectó hacia delante y los músculos de sus mejillas resaltaron.
—¿Podéis encargaros de los otros, mi general?
Póstumo, asintió.
En seguida se armó una gran confusión. Entre un friso de figuras gesticulantes, a través de un revoltijo de hombres que intentaban conservar el equilibrio al borde del estanque, pudo verse a Fanocles navegando lejos del puño de Póstumo sobre los tranquilos nenúfares. Luego el oficial corría aprisa hacia la entrada del túnel y Póstumo avanzaba pesadamente tras él. El oficial gritó una orden a los hombres que vigilaban la entrada y se formaron de lado como una pantalla humana. ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! Póstumo y el oficial desaparecieron por el túnel y la guardia permaneció a un lado en actitud de atención. Los soldados empezaron a colocarse junto al estanque. Mamilio, a quien toda la anchura del estanque le separaba del túnel, se lanzaba de un lado a otro mientras su sorprendido espíritu buscaba el camino más corto alrededor. Únicamente el Emperador seguía silencioso y distinguido, tal vez un poco más pálido, un poco más remoto, mientras la seguridad de su derrocamiento y su muerte le inundaba. Después, los soldados se recobraron. Fanocles salió del estanque a través del cual Mamilio, su problema resuelto, vadeaba ahora. Vacilantes e incrédulos ante la defección del oficial, se concentraron en la boca del túnel. El Emperador caminaba tras ellos. Miró pensativo la pantalla humana que la disciplina había hecho tan ineficaz. Se encogió de hombros ligeramente dentro de su toga.
Habló con gran dulzura, como si fueran niños.
—Podéis descansar.
Una súbita bocanada de aire que atravesó el túnel los empujó ligeramente. Casi al mismo tiempo el suelo saltó y el ruido los golpeó como un puño. El Emperador se volvió hacia Mamilio.
—¿Tormenta?
—¿El Vesubio?
Hubo una especie de lamento en el aire sobre la lengua de tierra que separaba el jardín del puerto, un lamento descendente, un estrépito de metal muy cerca y el susurro de las ramas de tejo. El momento de la conmoción, cuando el tiempo se detuvo, hizo que no se percataran de lo inmediato de su peligro; se miraron unos a otros tontamente. Fanocles temblaba. Luego hubo pasos en el túnel, precipitados, corriendo, tambaleándose. Un soldado surgió de la entrada y vieron, por el lazo rojo y amarillo, que era uno de los hombres de Póstumo.
—César…
—Domínate. Luego da tu informe.
—Está muerto…
—¿Quién se ha muerto y cómo sucedió?
El soldado osciló como si fuera a desmayarse y después se recuperó.
—¿Qué puedo deciros, César? Estábamos formando de nuevo después de la… después de la revista. El general Póstumo vino corriendo por el túnel. Vio que algunos de nuestra compañía se habían ido a apagar los incendios y empezó a llamar a los que quedaban. Uno de vuestros oficiales corría tras él. Vi cómo se inclinaba junto a la marca VII. Hubo un relámpago, un trueno…
—Y un agujero humeante en el muelle. ¿Dónde está Póstumo?
El soldado extendió los brazos en un ademán de ignorancia. Fanocles cayó de rodillas y tendió una mano hacia el borde de la toga del Emperador. Pero el soldado miraba por encima de ellos al seto de tejo más próximo, entre el estanque y la subida a los jardines. Vieron que sus ojos se abrían desmesuradamente. Gritó y salió corriendo.
—¡Brujería!
Póstumo los vigilaba, debía estar vigilándolos desde atrás del seto de tejo, pues podían ver su casco de bronce con el penacho escarlata y oro. Parecía estar guisando una comida ligera, pues no era el calor estival lo que agitaba el aire sobre su casco. Vieron que el penacho se volvía marrón lentamente. Los brotes de tejo rizados por el calor caían. El casco se inclinó, giró entre las ramas y quedó colgando con su interior vacío hacia ellos.
—Ven aquí, hombre.
El soldado salió de su escondite.
—El Padre de Todo ha destruido al general Póstumo ante tus ojos y los de tus compañeros por el delito de rebelión abierta contra el Emperador. Puedes decírselo.
Se dirigió a Fanocles.
—Ve y salva lo que puedas. Tienes una deuda pesada con la humanidad. Ve con ellos, Mamilio, pues quedas al frente. Una oportunidad te aguarda a través del túnel. Muéstrate digno de ella.
Sus pasos despertaron un eco en el túnel y se extinguieron.
—Venid, señora.
Se sentó en uno de los asientos de piedra junto al estanque de los nenúfares.
—Venid aquí delante.
Ella avanzó, se detuvo; pero la delicadeza de sus movimientos habían desaparecido.
—Dádmelo.
Guardó silencio un rato, defendida por los pliegues de su velo. El Emperador no dijo nada, pero dejó que la autoridad silenciosa de su mano tendida hablara. Entonces ella le entregó algo bruscamente, depositándolo sobre su mano, y levantó la suya hasta su rostro oculto. El Emperador contempló pensativamente su palma.
—Parece que os debo la vida. Y eso que Póstumo hubiera sido mejor gobernante. Ahora, señora, debo ver vuestro rostro.
Ella no dijo ni hizo nada. El Emperador la observó y después asintió como si hubieran estado en comunión explícita.
—Comprendo.
Se levantó, paseó en torno al estanque y se quedó mirando por encima del risco a las olas, ahora visibles.
—Éste será otro trozo de historia que más vale olvidar.
Arrojó al mar la mariposa de bronce.