2. Talos

Mamilio pasó de la logia al jardín. Estaba satisfecho con su atuendo. El ancho sombrero de paja que permitía estar o andar bajo un palio de sombra era lo suficientemente antirromano como para constituir una declaración de independencia sin ser un reto declarado. El manto ligero, sujeto a los hombros y cortado en el más delgado lino egipcio, le daba un aspecto de dignidad masculina sin resultar dominante. Si caminaba aprisa —y así lo hizo deliberadamente un momento— flotaba en el aire produciendo un efecto de celeridad mercurial. La túnica era de una brevedad atrevida y abierta a los lados, pero esto, después de todo, era sólo una moda. Si la encontrara ahora, pensó, sentada entre las náyades de liquen, ¿apartaría el velo de su cara para hablarle? Sus ojos la buscaron al bajar los múltiples peldaños, pero los calurosos jardines estaban desiertos. Cada cuadro de césped era como terciopelo de acuerdo con los convencionalismos literarios y las formas de tejo recortadas tenían menos vida que las estatuas que rodeaban. Escudriñó espesuras y praderas, se abrió camino entre grupos de hamadríadas de piedra, faunos y muchachos de bronce; hizo mecánicamente el saludo habitual ante el Hermes colocado entre los setos más densos.

Pero lo malo es que no hablaba y rara vez se dejaba ver. Sé algo sobre el amor ahora, pensaba, y no sólo debido a los libros. Amor es esta preocupación continua, esta sensación de que el tesoro de la vida se ha condensado en el pequeño espacio donde ella está. Veo en el futuro y comprendo que el amor fue criado en el páramo y mamó de la ubre del león. ¿Qué piensa de mí, cómo habla, está enamorada?

Sintió algo como un brasa que le recorrió el cuerpo y le estremeció. Me desagrada esto, se dijo, no debo pensar en ella. Y en eso, una procesión de amantes terriblemente viriles se le aparecieron en la mente. Cuando llegó al estanque de los nenúfares, junto al borde del risco al otro extremo del jardín, luchaba por extraerse de sus pensamientos como un buzo que sale de aguas profundas.

—Ojalá estuviera aburrido de nuevo.

Tal vez el sombrero no fuese tan buena idea, después de todo. Los bordes de su palio de sombra particular perdieron nitidez y, aunque el calor era ya intenso, el cielo que se extendía sobre el mar no era tan azul como el día anterior. Una débil bruma cubría el horizonte y se deslizaba en dirección a la tierra. Habló a un Sátiro curtido por la intemperie.

—Tendremos tormenta.

El Sátiro reía con una mueca que mostraba todos sus dientes. Sabía bien de qué se trataba. Eufrosina. Mamilio se alejó bruscamente y se dirigió a la izquierda donde el túnel corría a través del pequeño promontorio y descendía hacia el puerto en la siguiente ensenada. El centinela situado en la boca del túnel presentó armas. Mamilio se dirigió a él, en parte por lo poco atractivo que le resultaba el túnel y en parte porque hablar con soldados le daba siempre una grata sensación de superioridad.

—Buenos días. ¿Estás a gusto ahí?

—Sí, señor.

—¿Cuántos sois?

—Veinticinco, señor. Cinco oficiales y veinte hombres, señor.

—¿Dónde estás alojado?

El soldado señaló con la cabeza.

—Después del túnel, señor. En el trirreme junto al muelle.

—¿Así que tendré que trepar por allí si quiero visitar el nuevo barco?

—Sí, señor.

—¡Me cansaría demasiado! Se está mejor en el jardín del Emperador que en el puerto, ¿verdad?

El soldado se quedó pensando.

—Es más tranquilo, señor. Muy agradable para los que prefieren un poco de tranquilidad.

—¿Tú preferirías alojarte en el infierno?

—¿Señor?

Mamilio se volvió; entró en el túnel oscuro y en una confusión de verdes imágenes dilatadas que recordaban al Sátiro dentón. Contuvo la respiración el mayor tiempo posible porque los guardias no sólo utilizaban el túnel para pasar a los jardines sino que les servía para otros menesteres. Las imágenes tardías se quebraron y fueron sustituidas por su primera visión del infierno.

A cualquiera menos al nieto de un Emperador con su túnica corta y abierta, el infierno le hubiera parecido un lugar interesante e incluso atractivo. El puerto había sido construido en una pequeña bahía que era como media taza. Alrededor trepaban almacenes y casas de vecindad chillonas, pintadas de rojo, amarillo y blanco. El interior de la taza lo orlaba un muelle en forma de medio círculo, donde se encontraban embarcaciones y naves de todas clases, de cinco o diez brazas. La entrada estaba protegida del mar por dos muelles que casi se unían. El túnel salía a la base del muelle más próximo. Casas de vecindad, muelles, barcos, todo atestado de gente. Marineros, esclavos y libres, se balanceaban a los costados de los barcos y embarraban brea o pintura. Muchachos colgados en alto se ocupaban de las jarcias y el cordaje; había hombres en esquifes y barcazas, ratas de puerto que remaban con sus patas en busca de madera a la deriva entre la basura flotante. El aire caliente del puerto estremeció los almacenes y las casas de vecindad, estremeció las empinadas colinas y probablemente hubiera estremecido el cielo de haber entonces nubes que revelaran ese movimiento. El humo de los braseros para calafatear, de las tuberías hirvientes donde se daba forma a los tablones de madera, de los tanques, puestos de comida y fogones ensuciaba el aire proyectando un centenar de sombras atrevidas. El sol ardía entre todo esto y llameaba desde el agua en medio del puerto, como una masa informe.

Mamilio se bajó el ala del sombrero y con una punta del manto se cubrió medio rostro. Se detuvo un momento, desalentado y secretamente satisfecho por una auténtica repugnancia hacia la humanidad y por comprobar la violenta confusión en que ésta vivía. Además sintió que tenía una aportación que hacer a la mitología del infierno. No sólo hedía y abrasaba; rugía también. El ruido se elevaba con el calor, era una vibración, un redoble de tambor sobre el que flotaban los gritos como el vuelo sinuoso de una gaviota.

Se alejó del puerto mismo hacia el muelle donde estaba su meta. El muelle se extendía a lo largo de medio puerto hasta acabar en la entrada, rematada por un muro, cara al mar, cuya altura apenas alcanzaba al hombro. Había tres naves ancladas allí. La primera, a su izquierda y a poca distancia, era la barcaza imperial. Aparecía profundamente calada en las aguas; los remeros dormían al sol en sus bancos, mientras un muchacho esclavo mullía los cojines del trono bajo el enorme baldaquino púrpura. Delante se encontraba la esbelta forma del trirreme con los remos desarmados y arrumbados. Los esclavos trabajaban en la cubierta, pero estaba muy sucia a causa del tráfico que cruzaba una y otra vez sobre ella, pues el Anfitrite se hallaba amarrado al buque, rechoncho y de una fealdad única.

Mamilio paseó a lo largo del muelle lo más lentamente posible, retrasando el momento en que tendría que soportar el calor de la cala. Se detuvo junto al segundo invento de Fanocles y lo examinó con curiosidad, pues no lo había visto antes. El tormentum había sido instalado sobre el muro, apuntando al mar. Contra todas las reglas militares, Fanocles había enrollado de nuevo la cadena que servía de cuerda, montando el mecanismo. Incluso estaba preparada la rastra que movería la clavija y soltaría la cuerda. Había un proyectil en la estría y en el otro extremo un cuñete reluciente que terminaba en una mariposa de bronce de la que salía un aguijón de hierro. Un insecto propio del infierno. Golpeando la clavija el proyectil zumbaría hacia el mar, hasta las barcas de pesca, llevándoles el cuñete; un trago a la salud del Emperador.

Mamilio se estremeció ante la máquina y luego se echó a reír recordando la explicación de Fanocles. Al final, desesperado, como si el Emperador fuera un niño, extendió los brazos, pronunció una frase y se negó a explicarla.

—He encerrado el rayo en la cuña y puedo soltarlo cuando quiera.

El centinela que había estado dormitando detrás del tormentum se vio sorprendido e intentó disimular su falta charlando como si Mamilio y él estuvieran de un lado de la cerca y la disciplina militar del otro.

—Menudo espantajo, ¿verdad, señor?

Mamilio asintió sin hablar. El centinela miró la calina que se deslizaba sobre el muro del muelle.

—Vamos a tener tormenta, señor.

Mamilio trazó el signo que aleja el mal y caminó con premura a lo largo del muelle. No había centinela que lo acogiera en el trirreme ni nadie para saludarlo en la pasarela. Ahora que estaba a bordo podía distinguir el hosco sonido que allí se oía del estrépito del puerto; los esclavos de todos los barcos gruñían como las bestias que en los circos ansían devorar a sus víctimas. Los únicos esclavos silenciosos eran los que trabajaban indiferentes, malhumorados, en cubierta. Cruzó al centro del trirreme y se quedó contemplando el Anfitrite.

A su lado el tormentum parecía un juguete. De sus dos flancos surgían las ruedas más grandes del mundo y cada una tenía una docena de paletas. Una gran barra de hierro a la que Fanocles había retorcido en una forma extraña atravesaba la cubierta, de una rueda a la otra. Cuatro manos de metal sostenían la barra, dos para impelerla y dos para retroceder. Detrás de ellas había antebrazos y brazos que se introducían en unas mangas de bronce. Mamilio conocía el nombre que Fanocles les daba a esas mangas. Eran pistones; y como no había otra manera de fabricarlos con la ridícula precisión que exigía, se habían sacado de dos columnas de alabastro que estaban destinadas a un templo para las Gracias.

Como las Gracias le recordaban a Eufrosina, Mamilio se volvió hacia popa. Entre los pistones se hallaba lo más sorprendente de todo: Talos, el hombre de bronce. Era una esfera reluciente, sin cabeza, medio hundida en cubierta; sus cuatro brazos se extendían hacia delante y agarraban el extraño cigüeñal. Entre ambos, encajado en el espacio que los brazos dejaban libre, había una chimenea de bronce, alta como un mástil, escandalosa parodia del Sagrado Falo.

Sólo unos pocos hombres se hallaban allí. Un esclavo arreglaba algo sumamente técnico en una de las paletas móviles y alguien paleaba carbón en la cala. La arena carbonosa estaba en todas partes: en cubierta, en los costados y las paletas de las ruedas. Únicamente Talos estaba limpio, sumergido hasta la cintura en el puente, exhalando vapor, calor y reluciendo de aceite. Antaño el Anfitrite había sido una barcaza de cereales que los labradores remolcaban río arriba hasta Roma, un cajón sin gracia, oliendo a cascabillo y madera vieja, cómodo e inofensivo. Pero ahora estaba poseso. Talos se sentaba en él, el insecto apuntaba a la muralla del puerto y el infierno rugía.

Fanocles asomó la cabeza fuera de la cala. Bizqueó a Mamilio a través del sudor, sacudió la barba y se limpió la cara con un pedazo de trapo.

—Ya casi estamos listos.

—¿Sabes que viene el Emperador?

Fanocles asintió. Mamilio, con una mueca de los labios señaló el carbón en polvo.

—¿No has hecho preparativos para recibirle?

—Dijo que no quería ceremonias.

—¡Pero el Anfitrite está asquerosamente sucio!

Fanocles miró la cubierta.

—Este carbón cuesta una fortuna.

Mamilio subió a bordo con toda precaución.

—Éste es el rincón más caluroso del infierno.

Le llegó el calor de la caldera y el sudor corrió por su rostro. Fanocles observó a Talos un momento y luego le tendió a Mamilio el trozo de trapo. Le dio la razón.

—Supongo que hace más calor que de costumbre.

Mamilio dejó a un lado el trapo y enjugó su cara chorreante con la punta del elegante manto. Ahora que estaba junto a Talos pudo observar mejor su construcción. Justo sobre el nivel de cubierta, y en un extremo de la esfera, había un saliente rodeado de resortes. Fanocles, siguiendo su mirada, tocó ligeramente el bronce, que inmediatamente cambió de color y emitió una bocanada de vapor. Miró pensativo el saliente.

—¿Veis eso? Lo llamo válvula de seguridad. Di instrucciones exactas…

Pero el artesano había añadido un Bóreas alado que rozaba el bronce con un dedo del pie e inflaba sus mejillas para soplar un viento favorable. Mamilio sonrió sin ganas.

—Muy bonito.

Los resortes se tensaron, brotó el vapor y Mamilio saltó hacia atrás. Fanocles se frotó las manos.

—Ahora estamos listos.

Se acercó sudorosamente a Mamilio.

—Lo he sacado al centro del puerto y una vez lo llevé hasta la bahía. Se porta con la misma seguridad y facilidad que las estrellas.

Mamilio, desviando de él la mirada, se halló contemplando su propio rostro deformado en el costado reluciente de Talos. La nariz puntiaguda y la boca se evaporaban por los lados. Fueran cuales fueren sus movimientos le seguía con la mirada indiferente y sin piedad de un pez. El calor de la caldera y la chimenea humeante le hirieron como un golpe.

—Quiero salir de aquí…

Se abrió camino entre las bielas retorcidas y se detuvo en la proa. Allí el aire era un poco más fresco; se quitó el sombrero de paja y se abanicó con él. Fanocles se acercó también, y ambos se apoyaron contra las amuradas. En el castillo de proa del trirreme, a unos cuantos pies sobre ellos, trabajaban varios esclavos.

—Éste es un barco perverso.

Fanocles acabó de limpiarse las manos y arrojó el trapo al mar. Se volvieron para verlo errar por las aguas. Fanocles señaló hacia arriba con el pulgar.

—No es perverso. Sólo útil. ¿Preferirías hacer eso?

Mamilio miró a los esclavos en lo alto. Se habían apiñado en torno al cangrejo de metal y podía verlo casi completo, aunque la cubierta del trirreme le ocultaba las patas.

—No te entiendo.

—De un momento a otro centrarán el penol de la verga y levantarán el cangrejo: diez toneladas, nada menos. El vapor les ahorraría ese trabajo, sin complicaciones ni esfuerzo.

—Yo no tengo que levantar ningún cangrejo. No soy un esclavo.

Guardaron silencio, colocándose de puntillas para examinar la máquina. Era una masa de plomo y hierro, con las patas extendidas y apoyadas en bloques de piedra para que no desgarraran la cubierta. Era una masa con un fin estrictamente utilitario y sería difícil hallar otra igual en todo el imperio: iban a usarla para una sola cosa, para caer sobre las sentinas enemigas y hundirlas. Sin embargo, el mismo impulso que había convertido el bronce del cuñete en mariposa y colocado un Bóreas sobre la válvula de seguridad también se hizo ver en el cangrejo. Los artesanos habían indicado los ojos y las articulaciones de las patas. Tenía una especie de significado solemne y los esclavos cuidaban de él limpiándole las uñas, como si fuera algo más que metal. Otros esclavos levantaban la verga de setenta pies, y centraban la enarboladura sobre el anillo.

Mamilio se volvió y paseó la mirada por toda la cubierta del Anfitrite.

—Fanocles, la vida es una confusión intrigante.

—Yo lo aclararé.

—Mientras tanto la estás ensuciando más.

—No habrá esclavos, ni ejércitos.

—¿Y por qué no habría de haber esclavos ni ejércitos? Es como decir «no habrá comida, ni bebida, ni amor».

Volvieron a callar otro rato; escuchaban el rugido del puerto y las órdenes gritadas desde el trirreme.

—¡Bájenla! ¡Con cuidado!

—El Emperador va a probar esta noche tu olla a presión. La que hiciste para él.

—Se olvidará de eso cuando vea el Anfitrite.

Mamilio alzó los ojos y bizqueó. El sol ya no brillaba tanto, pero él seguía abanicándose.

—Noble Mamilio. ¿Crees que nos habrá perdonado por lo de la olla improvisada?

—Creo que sí.

—Hacia atrás. Tomad el paso. Caminad. Uno, dos. Uno, dos.

—Y después de todo, sin ese experimento no se me hubiera ocurrido que necesitaba una válvula de seguridad.

—Dijo que un mamut era demasiado para empezar. Me echó a mí la culpa.

—¿Aún?

Mamilio sacudió la cabeza.

—De todas maneras sintió lo que ocurrió a los tres cocineros y al ala norte de la casa.

Fanocles asintió, sudando. Frunció el ceño al recordarlo.

—¿Creéis que es eso lo que quiso decir con «si es posible un sentido para peligro»?

El esclavo que había estado alimentando la caldera subió a cubierta y lo observaron, sin otra cosa que hacer. Dejó caer un cubo amarrado a un cuerda por el costado del barco, y lo subió lleno de agua que derramó sobre su cuerpo desnudo. El agua corrió a lo largo de la cubierta arrastrando culebrillas de carbón en polvo.

Una y otra vez vertió sobre sí aquella asquerosa agua de puerto. Fanocles lo llamó.

—Limpia el puente por esta parte.

El esclavo se tocó la sucia guedeja que le caía por la frente. Sacó otro cubo de agua; lo arrojó sobre cubierta y el agua les salpicó los pies. Al retroceder con un grito de disgusto oyeron el ruido de una cuerda que se rompía por la tensión. El Anfitrite se zambulló bajo ellos, se ladeó y su casco de madera crujió como si hubiera triturado sus propias tablas con dientes de metal. Un golpe seco surgió del fondo del puerto, y a continuación les llovió del cielo una enorme cascada de agua, agua llena de basura, barro, aceite y brea. Con dificultad, Fanocles dio unos pasos delante y Mamilio se agachó bajo el torrente, demasiado sorprendido incluso para maldecir. El agua dejó de caer del cielo, ahora brotaba sobre las cubiertas, llegándoles hasta la cintura. Resoplidos de vapor salían de Talos como eyaculaciones de ira. Por fin quedaron las cubiertas libres de agua, relucientes; pero el rugido del puerto era ahora ensordecedor. Mamilio maldecía bajo un sombrero que parecía una boñiga de vaca y una vestimenta que se le adhería llena de grasa. Luego calló, volviéndose hacia el lugar donde momentos antes charlaban tranquilamente. El cangrejo había arrancado unos seis pies de los baluartes y algunas tablas del puente, dejando al desnudo los extremos astillados de las vigas. El enorme cable descendía en línea recta desde el patio del trirreme hasta el agua donde el barro amarillo hedía y giraba aún. En el trirreme, un grupo de hombres peleaban entre sí, y con la intención de apartarlos los soldados usaban los pomos de sus espadas. Un hombre logró escapar. Corriendo a trompicones llegó al muelle, cogió una piedra suelta, la oprimió contra el estómago y saltando sobre la muralla del puerto se arrojó al mar. La lucha se fue concretando. Dos guardas del Emperador quebraban cabezas sin discriminación alguna.

Mamilio palideció lentamente bajo la suciedad que lo cubría.

—Ésta es la primera vez que alguien trata de matarme.

Fanocles miraba con la boca abierta los baluartes derrumbados. A Mamilio le tembló el cuerpo.

—No he hecho daño a nadie.

Llegó junto a ellos el capitán del trirreme, saltando ágilmente a cubierta.

—¿Señor, qué puedo decir?

Parecía que el furor del puerto no se extinguiría nunca. Daba la sensación de ojos, miles de ojos vigilando a través del engañoso bordado del agua. Mamilio miró con expresión extraviada al aire blanco en torno a ellos. Sus nervios vibraban. Fanocles habló con una voz absurdamente quejumbrosa.

—Lo han estropeado…

—Maldigo tu asqueroso barco…

—Señor, el esclavo que cortó el cable se ahogó. Estamos buscando al cabecilla.

—¡Oloito! —gritó Mamilio.

El uso de una palabra literaria era una válvula de escape. Ya no tiritaba pero se echó a llorar. Fanocles se llevó las manos temblorosas junto al rostro y las estudió como si pudieran darle algún dato valioso.

—Ocurren accidentes. El otro día faltó poco para que me aplastase una tabla. Y aún estamos vivos.

El capitán saludó.

—Con vuestra venia, señor.

Saltó a bordo del trirreme. Mamilio volvió su rostro humedecido hacia Fanocles.

—¿Por qué tengo enemigos? Quisiera estar muerto.

De golpe le pareció que no había nada a salvo o cierto más que la misteriosa belleza de Eufrosina.

—Fanocles, dame a tu hermana.

Fanocles apartó las manos de su rostro.

—Somos gente libre, señor.

—En matrimonio quiero decir.

Fanocles gritó con su voz espesa.

—¡Esto es demasiado! ¡La tabla, el cangrejo y ahora… esto!

Sobre Mamilio se abría un infierno blanco como la bruma rugiente. En algún punto del cielo retumbó un trueno.

—No puedo soportar la vida sin ella.

Fanocles murmuró con los ojos fijos en Talos.

—Ni siquiera habéis visto su cara. Además, sois nieto del Emperador.

—Hará lo que yo quiera.

Fanocles lo miró de lado, con ira.

—¿Qué edad tenéis, señor? ¿Dieciocho o diecisiete años?

—Soy un hombre.

Fanocles hizo una mueca que quería ser burlona.

—Oficialmente.

Mamilio apretó los dientes.

—Lamento mis lágrimas. Estaba asustado.

Hipó muy fuerte.

—¿Me perdonas?

Fanocles lo miró de arriba abajo.

—¿Qué queréis con mi perdón?

—A Eufrosina.

De pronto Mamilio se puso a temblar de nuevo. Bellos gérmenes de vida brotaban en él. Pero Fanocles fruncía el ceño.

—No puedo explicárselo, señor.

—No digas nada más ahora. Hablaremos con el Emperador. El te convencerá.

De la boca del túnel llegó el ruido de armas alzadas en saludo.

El Emperador andaba aprisa para su edad. Su heraldo le precedía.

—¡Paso al Emperador!

Iban con él una guardia y varias mujeres veladas. Mamilio, presa de pánico, se disponía a huir por el otro extremo del puente, pero las mujeres se desprendieron del grupo de hombres y se colocaron junto a la muralla del puerto. Fanocles se protegió los ojos con la mano.

—La ha traído para ver la demostración.

El capitán se apresuraba junto al Emperador dándole explicaciones y el Emperador movía pensativamente su cabeza plateada. Subió la pasarela hasta el trirreme, cruzó cubierta y miró el extraño buque que estaba ante él. Incluso con ese fondo, su figura delgada en la toga blanca, con su franja purpúrea resultaba inconfundiblemente distinguida. Rechazó la ayuda de una mano y bajó hasta el puente del Anfitrite.

—No trates de contarme lo del cangrejo, Mamilio. El capitán ya me lo ha explicado. Te felicito por haberte salvado. Y naturalmente, a ti también Fanocles. Tendremos que renunciar a la demostración.

—¡César!

—Es que no estaré en casa esta noche, Fanocles. Probaré tu olla a presión en otro momento.

La boca de Fanocles se abrió de nuevo.

—En realidad —dijo el Emperador amablemente— estaremos navegando en el Anfitrite.

—César.

—Quédate conmigo, Mamilio. Tengo noticias que darte.

Se interrumpió aguzando el oído a los ruidos del puerto.

—No soy popular.

Mamilio se estremeció otra vez.

—Ni yo tampoco. Han intentado matarme.

El Emperador sonrió sin ganas.

—No fueron los esclavos, Mamilio. He recibido un informe de Iliria.

Una mirada de consternada comprensión apareció bajo el barro en la cara de Mamilio.

—¿Póstumo?

—Ha interrumpido su campaña. Ha concentrado su ejército en el puerto de mar y está despojando la costa de todos las embarcaciones, desde los trirremes hasta las barcas pesqueras.

Mamilio dio un paso rápido y sin objeto que casi lo llevó a los brazos de Talos.

—Está cansado de heroísmos.

El Emperador se acercó suavemente y pasó un dedo sobre la manchada túnica de su nieto.

—No, Mamilio. Ha oído que el nieto del Emperador empieza a interesarse por naves y armas bélicas. Teme tu influencia y es un realista. Tal vez nuestra desdichada conversación en la logia llegó a oídos de gente mal dispuesta. No hay tiempo que perder.

Se volvió a Fanocles.

—Tendrás que tomar parte en nuestro consejo. ¿En cuánto tiempo podrá llevarnos Anfitrite a Iliria?

—Puede ir dos veces más aprisa que vuestros trirremes, César.

—Mamilio, iremos juntos. Yo a convencerle de que aún soy Emperador, y tú a convencerle de que no quieres serlo.

—¡Pero eso será peligroso!

—¿Preferirías quedarte y morir degollado? No creo que Póstumo te permita el suicidio.

—¿Y tú?

—Gracias, Mamilio. A pesar de todas mis preocupaciones, me conmueves. Partamos.

Fanocles se oprimió las sienes con los puños. El Emperador hizo un gesto señalando al muelle y una procesión de esclavos cruzó el trirreme cargando equipaje. Un sirio menudo llegó corriendo de popa. Habló rápidamente con Mamilio.

—Señor, es imposible. El Emperador no tiene dónde dormir. ¡Y mire el cielo!

Ya no se veía un solo punto azul. El sol se había diseminado en una gran mancha de luz que podría quedar completamente cubierta muy pronto.

—… ¿Y cómo seguiré un rumbo, señor, sin ver el cielo y sin viento?

—Es una orden. Abuelo, vayamos a tierra, por un momento al menos.

—¿Por qué?

—¡Está tan sucio este barco!

—Tú también, Mamilio. Apestas.

El sirio se acercó al Emperador.

—Si es una orden, César, haré lo posible. Pero primero permitidnos sacar el barco del puerto. Podéis trasladaros a él desde la barcaza.

—Así lo haré.

Cruzaron el trirreme juntos. Mamilio corrió al túnel desviando la vista de las mujeres y desapareció. El Emperador siguió a donde estaba anclada su barcaza, junto a la popa del trirreme, y se instaló cómodamente bajo el baldaquino. Solamente entonces empezó a darse cuenta de lo feo y absurdo que era el nuevo barco.

Meneó la cabeza lentamente.

—Soy un innovador bastante reacio.

El grupo de esclavos a bordo del Anfitrite bajaban a la cala y la reducida tripulación se ocupaba en preparar la partida. La tripulación del trirreme apartaba a éste con los guiones de los remos, hasta que empezó a moverse de lado. Sus cables chapoteaban, libres, en el agua y fueron izados a bordo. El Emperador, bajo la sombra púrpura, pudo ver cómo el timonel movía los remos para llevarlo a popa y desviar sus proas del trirreme. El vapor brotaba sin cesar del vientre de bronce sobre la caldera. Luego vio a Fanocles asomar la cabeza por la cala y hacer señas al timonel para que no se moviera. Gritó algo hacia las entrañas de la máquina, el chorro de vapor aumentó hasta que su chirrido raspó el aire como una lima y luego, inesperadamente, se desvaneció. En respuesta, un rugido insidioso surgió de las casas y naves en torno al puerto; el Anfitrite parecía un fantástico lagarto acorralado en el centro de un anfiteatro.

El Emperador se abanicó con una mano.

—Siempre creí que las turbas son algo totalmente pronosticable.

De las entrañas del barco surgió un gruñido y una estridencia de hierro. Talos movió sus cuatro manos, dos hacia atrás, dos hacia delante. Las dos ruedas giraron lentamente, dejando el puerto en popa, hacia estribor. Bajaron las hojas de las paletas —clac, pausa, clac—, salpicando agua sucia. Salían del agua, lanzándola alto en el aire y derramándola sobre cubierta. Todo el barco chorreaba y el vapor volvió a alzar su nube, pero esta vez desde la caliente superficie de la esfera y la chimenea. Un gran gemido llegó de la cala y Fanocles saltó a cubierta; allí quieto inspeccionó el diluvio, guiñando los ojos como si jamás hubiera visto algo tan interesante. El Anfitrite seguía en el mismo lugar; giraba sin avanzar, y del agua brotaba un chorro que parecía surgir de una fuente. Fanocles dirigió un grito a la escotilla; se disparó un hilo de vapor, las paletas se detuvieron en seco y el agua chorreaba como si el barco emergiera del fondo del puerto. El ruido de la gente bramaba contra él, inmóvil en el centro del puerto y despidiendo un chorro de vapor acompañado de un agudo silbido. Tras la bruma sobre las colinas la luz pareció pestañear; casi en ese mismo instante sonó el golpe sordo de un trueno.

El Emperador esbozó un signo furtivo con dos dedos.

Sin embargo, el relámpago fue una incoherencia divina. Mientras el Emperador se protegía los ojos esperando la destrucción del Anfitrite a manos de una Providencia afrentada, entrevió que no era el único portento sobre las aguas. Fuera del puerto, al otro lado del muelle, podía verse una masa sólida envuelta en los vapores errantes. Antes de que su mente reaccionara debidamente, pensó que se trataba de la cima de una roca o de un risco bajo. Pero la roca se ensanchó. El Emperador bajó torpemente a tierra, cruzó el muelle y subió los peldaños de la muralla del puerto donde las mujeres se hallaban sentadas. No había niebla ya en la roca. Era la proa y el castillete de un enorme barco de guerra; de su cala llegaba el acompasado batir de un tambor. Estaba un poco fuera de rumbo en relación con la entrada del puerto, pero ya empezaba a girar, preparándose para surcar la estrecha franja de agua entre los dos muelles. Avanzó sin interrupción, con la vela a la verga y un cangrejo suspendido de cada penol de la verga, el armamento para lanzar proyectiles preparado, sus cubiertas relucientes de acero y bronce, la punta de veinte pies de su espolón cortando la superficie del agua como un tiburón. El tambor anunció un cambio de ritmo. Los remos del barco, igual que un ciempiés, se cerraron en popa como obligados por una voluntad común. Se deslizó por la entrada, metiendo su espolón en el puerto. Los tambores cambiaron de ritmo otra vez. Los remos, al librarse de la obstrucción de los muelles, se desdoblaron, una pareja tras otra, se invirtieron, remansaron el agua. El Emperador vio en el alcázar una bandera roja y oro rematada por un águila de aspecto vengativo. Bajó de la muralla, no hizo caso a las preguntas de las mujeres y volvió de prisa a la barcaza y al refugio del baldaquino.

A bordo del Anfitrite también habían observado el barco. El Emperador encontró a Fanocles y al capitán gesticulando ferozmente. Fanocles se metió en la escotilla, el chorro de vapor se desvaneció y las paletas empezaron a moverse. Segundos después, el capitán corría por la cubierta; hubo un relámpago de acero y el ancla del Anfitrite golpeó el agua. Pero los tambores daban otra orden. Los remos del buque de guerra se levantaron, quedando rígidos como alas extendidas. El barco se deslizó hacia delante con un último impulso, como una gigantesca ave marina asentándose. Su espolón arremetió contra el Anfitrite bajo la paleta de estribor, desgarrándola. Los hombres hormigueaban a lo largo de los remos horizontales; saltaban, golpeaban con las empuñaduras de las espadas y las lanzas. El gruñido del puerto se convirtió en una frenética ovación. Fanocles y el capitán fueron alzados entre los remos y arrojados sobre la cubierta del buque de guerra. Sus remos empezaron a moverse nuevamente, librando el espolón, que salió de la rueda destrozada. El Anfitrite, sus ruedas girando muy despacio, comenzó a girar en torno a su propia ancla. El buque de guerra, con los remos de estribor bogando hacia delante, a popa del puerto, avanzaba hacia el muelle donde se hallaban el trirreme y el Emperador.

Éste se encontraba sentado mordiéndose el labio inferior. Fuera del puerto había más riscos móviles, buques de guerra que retrocedían y esperaban para entrar. Hubo otro guiño de luz y otro trueno, pero esta vez el Emperador no se fijó en ellos. Mamilio estaba en el muelle junto a la barcaza en la actitud de alguien detenido en un momento de gran prisa. El Emperador, mirando de lado, quedó también transfijo.

Mamilio lucía su armadura. Su peto centelleaba entre una asamblea multitudinaria y sumamente alegórica de héroes y centauros. Un manto escarlata le caía sobre la espalda hasta los talones. El cuero rojo de la vaina de su espada hacía juego con el cuero de unas botas que casi le llegaban a las rodillas. El material y la complejidad del peto eran igualados por el casco de bronce que sostenía bajo el brazo izquierdo.

El Emperador cerró los ojos un momento y habló en voz baja.

—El prometido de Belona.

Mamilio pareció desfallecer un poco. Se ruborizó.

—Pensé… como íbamos con el ejército.

El Emperador examinó los detalles del uniforme.

—Veo que Troya y Cartago cayeron.

El rubor le saltaba al rostro y desaparecía; volvía ahora con un sudor espeso.

—¿Sabes de quién son esos buques de guerra?

—Yo…

El Emperador apoyó la frente en una mano.

—En estas circunstancias, una rueca se hubiera prestado menos a interpretaciones erróneas.

Mamilio procuraba siempre mantener el muro de su manto entre él y las mujeres. Vio la bandera escarlata y oro estremecerse, mientras el buque de guerra llegaba al flanco del trirreme. Su espolón descansaba a lo largo de la barcaza. Esta vez palideció por completo.

—¿Qué haremos?

—No hay tiempo de hacer nada. Tal vez debas ponerte el casco.

—Me da dolor de cabeza.

—La diplomacia —dijo el Emperador—. El tiene a los soldados. ¡Míralos! Pero nosotros tenemos la inteligencia. Me extrañaría que no lográramos suavizar las cosas.

—¿Y yo qué?

—Después de todo creo que estarías más seguro en China.

El Emperador cogió la mano de Mamilio y bajó a tierra. Caminó a lo largo del muelle hacia el buque, Mamilio pegado a sus talones. La turba del puente había inundado el trirreme y ahora cruzaba el muelle, obstruyendo el extremo junto a la entrada del puerto. Había prisioneros, sirios abyectos y suplicantes esclavos. Estaba Fanocles, con una expresión aturdida y miope aún más frenética, y los soldados, demasiados soldados. Llevaban enormes bultos y sacos; parecían participantes en un bazar gigantesco. Iban adornados con lazos rojos y amarillos. Un botín rústico colgaba de ellos, pero se cuadraron bajo su carga al ver la franja púrpura sobre la toga blanca. El Emperador se detuvo en la pasarela y aguardó. Tras él estaban las mujeres, acurrucadas bajo el muro del puerto, veladas y aterradas como un coro de troyanas. Alguien hizo sonar un gran instrumento de bronce en el buque de guerra, hubo un ruido de armas y se alzó la bandera en saludo. Una figura corpulenta, alta y morena, armada y centelleante, y llena de intención, bajó a zancadas por la pasarela.

—Bienvenido a casa, Póstumo —dijo el Emperador sonriendo—. Nos has ahorrado la molestia de ir a verte.