1. La décima maravilla

Las cortinas entre la logia y el resto de la quinta no eran una defensa contra la voz del eunuco. Su discurso sobre la pasión era comprensiblemente impersonal y su tono lejano, como el de un dios. Se alzó ondulada; punzó la tercera parte de un tono que sugería toda la angustia de un hombre; se quebró en una vacilación dominada, pareció hundirse, jadeó claramente en síncopa para recobrar el aliento. El joven que se apoyaba contra una de las columnas de la logia siguió moviendo la cabeza de un lado a otro. Había surcos en su frente, tan profundos como su juventud le permitía, y sus párpados no estaban fruncidos, sino bajos, como si su peso fuera abrumador e insoportable. Bajo él y a cierta distancia, el jardín se hallaba invadido por la puesta de sol. Un resplandor, impersonal como la voz del eunuco, se extendía sobre el muchacho, pero aun así era posible vislumbrar su exquisita apariencia: alto, pelirrojo y apacible. Sus labios se movieron, dejando pasar un suspiro.

El viejo sentado tan descansadamente junto a la otra columna de la logia alzó la cabeza, interrumpiendo su trabajo.

—Mamilio.

Mamilio se encogió de hombros bajo su toga, pero no abrió los ojos. El anciano lo observó un momento. Era difícil leer la expresión de su rostro, pues la luz del sol que el pavimento de piedra reflejaba lo iluminaba desde abajo de modo que su nariz parecía roma y una benevolencia artificial le rodeaba la boca. Tal vez bajo ella hubiera una sonrisa preocupada. Levantó la voz un poco.

—Que cante de nuevo.

Tres notas de un arpa, tónica, subdominante, dominante —cimientos del universo—. La voz se elevó y el sol siguió hundiéndose con una seguridad remota y desapasionada.

Mamilio dio un respingo, el viejo hizo una seña con su mano izquierda y la voz cesó como si la hubiera apagado.

—¡Vamos! Dime qué te pasa.

Mamilio abrió los ojos. Volvió la cabeza a un lado y contempló los jardines. Terrazas de césped escalonadas una sobre otra, que los tejos, cipreses y enebros sombreaban y a las que imprimían cierta gravedad; miró sin entusiasmo hacia la última terraza, el mar resplandeciente.

—No lo comprenderías.

El anciano cruzó sus pies calzados con sandalias sobre el taburete y se apoyó hacia atrás. Unió las puntas de sus dedos y un anillo de amatista centelleó en uno de ellos. El ocaso tiño su toga con una suntuosidad que ningún artífice sirio lograría jamás, y la ancha orla púrpura parecía negra.

—Comprender es mi oficio. Después de todo, soy tu abuelo, aunque no procedas del tronco principal del árbol imperial. Dime qué te pasa.

—El tiempo.

El anciano asintió gravemente.

—El tiempo se escurre entre nuestros dedos como si fuera agua. Te quedas asombrado al darte cuenta lo poco que queda.

Mamilio había cerrado los ojos, los surcos aparecieron nuevamente y movía otra vez su cabeza contra la columna.

—El tiempo está inmóvil. Hay una eternidad entre un sueño y otro sueño. No puedo soportar lo largo de la vida.

El anciano pensó un momento. Metió la mano en un cestillo que tenía a su derecha, sacó un papel, le echó un vistazo y lo arrojó en el cesto de la izquierda. Muchas manos expertas habían trabajado para darle ese aire de limpia distinción que presentaba incluso ante ese jardín y a esa luz. Parecía una obra de arte por el exquisito cuidado de toda su persona, desde la calva reluciente bajo las escasas canas hasta las puntas de los dedos de sus cuidados pies.

—Millones de personas deben creer que el nieto del Emperador, aunque sea de la rama bastarda, es totalmente feliz.

—He agotado las fuentes de felicidad.

El Emperador dejó escapar un ruido súbito que pudo ser el principio de una carcajada, si no hubiese acabado en un ataque de tos y un sonar de narices al estilo romano. Volvió a sus papeles.

—Hace una hora me ibas a ayudar con estos memoriales.

—Eso fue antes de empezar a leerlos. ¿Es que el mundo entero no piensa en otra cosa más que en conseguir favores?

Un ruiseñor atravesó volando el jardín, se posó en la parte oscura de un ciprés y ensayó unas cuantas notas.

—Escribe alguno de tus exquisitos versos. Me gustaron en especial los que destinaste a ser escritos en una cascara de huevo. Conmovieron al gastrónomo que hay en mí.

—Descubrí que alguien lo hizo antes. Ya no volveré a escribir.

Luego guardaron silencio un rato, disponiéndose a escuchar al ruiseñor; pero pareció darse cuenta de ese público excesivamente distinguido, renunció y se fue.

Mamilio sacudió su toga.

—Llorando a Itis todos estos años. ¡Qué apasionada necedad!

—Prueba las otras artes.

—¿La declamación? ¿La gastronomía?

—Eres demasiado tímido para la primera y demasiado joven para la segunda.

—Creí que aplaudías mi afición culinaria.

—Hablas, Mamilio, pero no entiendes. La gastronomía no es el placer de la juventud, sino la evocación de ella.

—Al Padre de la Patria le place ser oscuro. Y sigo aburrido.

—Si no fueras de tan maravillosa transparencia te recetaría sena.

—Soy de una regularidad penosa.

—¿Y una mujer?

—Espero ser más civilizado que eso.

Esta vez el Emperador no pudo reprimirse. Intentó desenroscar la risa de su rostro, pero en cambio convulsionó su cuerpo. Renunció y rió hasta que le salieron lágrimas de los ojos. En el rostro del nieto se oscureció, cobró el tono del crepúsculo y lo superó.

—¿Acaso te hago tanta gracia?

El Emperador se secó las mejillas.

—Lo siento. Me pregunto si comprenderás que parte de mi exasperado afecto hacia ti tiene sus raíces precisamente en tu… Mamilio, estás tan desesperadamente al día que no te atreves a divertirte por miedo a que te crean anticuado. ¡Si pudieras ver el mundo a través de mis pesarosas y evanescentes pupilas!

—Lo malo, abuelo, es que ni siquiera me interesa. No hay nada nuevo bajo el sol. Todo se ha inventado, todo se ha escrito. El tiempo se ha detenido.

El Emperador lanzó otro papel en la cesta.

—¿Has oído hablar alguna vez de China?

—No.

—Creo que yo oí hablar de China hará unos veinte años. Pensé que era una isla, más allá de la India. Desde entonces han llegado hasta mí trozos sueltos de información. ¿Sabes, Mamilio, que China es un Imperio mayor que el nuestro?

—Eso es una tontería. Y por naturaleza, una contradicción.

—Pero real, sin embargo. A veces caigo en un vértigo de asombro cuando imagino esta esfera de la tierra sostenida, por decirlo así, entre dos manos: una, morena clara, y la otra, según mis informes, de un amarillo aliacanado. Tal vez el hombre encuentre al fin al hermano que perdió hace tanto tiempo, como en la comedia.

—Cuentos de viajeros.

—Intento demostrarte qué vasta y maravillosa es la vida.

—¿Sugieres que me dedique a explorar?

—No podrías ir por mar y necesitarías diez años por caminos o ríos, si los Arimaspianos te lo permitieran. Quédate en casa y entretiene a un viejo que empieza a sentirse solo.

—Gracias por permitirme ser tu bufón.

—Muchacho —dijo el Emperador con voz enérgica—, búscate una buena batalla, bien sangrienta.

—Esas diversiones se las dejo a tu heredero oficial. Póstumo es un púgil insensible. Que disfrute de todas las batallas que quiera. Además, la lucha deprecia la vida y yo creo que la vida ya está bastante depreciada.

—Entonces el Padre de la Patria no puede hacer nada por su propio nieto.

—Estoy cansado de vivir mano sobre mano.

El Emperador lo miró con mayor atención de la que aquel comentario parecía merecer.

—He sido bastante necio, ¿verdad? Ten cuidado, Mamilio: una condición de nuestra insólita amistad es que no te metas en camisa de once varas. Sigue mano sobre mano. Quiero que llegues a viejo, aunque al final te mueras de tedio. No te vuelvas ambicioso.

—No ambiciono poder.

—Sigue convenciendo a Póstumo de eso. Deja que gobierne él. Le gusta.

Mamilio miró las cortinas, dio un paso adelante y le murmuró al Emperador:

—Sin embargo, preferirías que yo heredara la franja púrpura de tu toga.

El Emperador se inclinó y le contestó en tono de urgencia.

—Si sus agentes te oyeran, ninguno de los dos viviríamos un año. No vuelvas a repetir una cosa así. Te lo ordeno.

Mamilio volvió a su columna, mientras el Emperador cogía otro papel, lo leía al resplandor del ocaso y lo dejaba a un lado. Hubo un silencio entre ellos. El ruiseñor, seguro en la oscuridad y la intimidad, regresó al ciprés y a su canción. Por fin el Emperador habló suavemente.

—Baja los escalones, cruza el césped que llena con tanta gracia este valle, pasa el estanque de los nenúfares y penetra en el túnel del risco. Después de caminar unos cien pasos te hallarás en el dique del puerto.

—Conozco bastante bien los alrededores.

—No verás gran cosa cuando llegues por lo tarde que es, pero dite a ti mismo: «Aquí, protegidos del mar por dos muelles, hay cien buques, mil casas, diez mil personas. Y cada una daría la cabeza por ser nieto bastardo, pero favorito, del Emperador».

—Almacenes, tabernas, burdeles. Brea, aceite, sentinas, estiércol, sudor.

—Te repugna la humanidad.

—¿Y a ti?

—Yo la acepto.

—Yo la evito.

—Debemos lograr que Póstumo te dé una provincia. ¿Egipto?

—Grecia, si acaso.

—Me temo que ya esté apalabrada —dijo el Emperador, pesaroso—. Incluso hay una lista de espera.

—Egipto entonces.

—Una parte de Egipto. Si te vas, Mamilio, será por tu propio bien. A tu regreso no encontrarías de mí más que cenizas y un monumento o dos. Sé feliz, pues, aunque no sea más que para alegrar a este viejo funcionario del Estado.

—¿Qué puede darme Egipto para hacerme feliz? No hay nada nuevo, ni siquiera en África.

El Emperador desenrolló otro papel, le echó un vistazo, sonrió y luego se permitió reír.

—Aquí tienes algo nuevo. Se trata de dos de tus futuros súbditos. Será mejor que los recibas.

Indiferente, Mamilio aceptó el papel, se puso de espaldas al Emperador y lo sostuvo bajo la luz. Soltó uno de los extremos y miró por encima del hombro, riendo, mientras el papel volvía a enrollarse. Se volvió y ambos rieron con los ojos. El Emperador reía, disfrutando, más joven, encantado. Mamilio también rejuveneció de pronto, con una risa de tono inseguro.

—Quiere jugar a los barcos con el César.

Y rieron juntos bajo el canto del ruiseñor. El Emperador fue el primero en dominarse y guardar silencio. Señaló las cortinas con un gesto de la cabeza. Mamilio fue hacia ellas, levantó uno de los lados y habló con voz fría, oficial.

—El Emperador recibirá a los solicitantes Fanocles y Eufrosina.

Luego regresó junto a la columna y ambos se hacían señas y reían igual que dos conspiradores.

Pero no era posible acercarse al César como si se tratase de un simple mortal. Un secretario gordo apareció tras las cortinas, dobló una rodilla y colocó las tabletas sobre la otra. Con fuertes pisadas y un ruido de armas entró en la logia un soldado vestido con su armadura. Se cuadró tras el Emperador, desenvainó la espada, sosteniéndola con la punta hacia arriba. Hubo cuchicheos tras las cortinas y dos esclavos las corrieron. Alguien golpeó el enlosado de piedra con un báculo.

—El Emperador permite que os acerquéis a él.

Entró un hombre y tras él una mujer con un bulto en la mano. Los esclavos soltaron la cortina y el hombre se detuvo un momento, quizá deslumbrado por el sol, dándoles la oportunidad de examinarlo. Llevaba una túnica de color claro y un largo manto verde. Su pelo oscuro y su barba estaban erizados, bien por el aire que ocasionó su caminar o bien por alguna insolencia exterior del tiempo que no había logrado invadir el retiro del Emperador. El manto estaba raído, remendado y lleno de polvo. Sus manos y sus pies se veían descuidados. Tenía un rostro apelmazado, moldeado con prisa, a medio hacer y no era sino la fachada de una cabeza.

La mujer que lo había seguido fue a esconderse al rincón sombrío, que parecía su lugar natural. Era poco más que una columna con colgaduras, pues un velo le cubría la cabeza y cruzaba lacio sobre su rostro. Se colocó de lado, con la cabeza inclinada contra el bulto que llevaba. El empeine alzaba el largo vestido, dejando ver una sandalia y parte de un pie bien modelado. El soldado permanecía inmóvil tras su espada; únicamente sus ojos, girando a un lado, la escudriñaron, evaluando, suprimiendo con pericia la vestimenta, juzgando con la habilidad intuitiva de una larga práctica, y con los pocos datos que ella ofrecía, a la mujer que se encontraba bajo aquel ropaje. Vio una mano medio escondida, la forma redondeada de una rodilla bajo la tela. Sus ojos regresaron a su lugar, el lejano espacio que su espada dividía en dos. Redondeó los labios. En un momento y lugar más propicios hubieran silbado.

Sospechando esa transacción, el Emperador miró rápidamente tras sí. Los ojos del soldado miraban al frente. Era imposible creer que se hubieran movido nunca o que se moviesen de nuevo. El Emperador contempló a Mamilio.

Miraba de perfil a la mujer, sus ojos girando a un lado la escudriñaban, suprimiendo la vestimenta, juzgando con el optimismo intuitivo y sin límites de la juventud a la mujer bajo el ropaje.

El Emperador se echó hacia atrás feliz. El hombre buscó a su mujer y le cogió el bulto, pero sin encontrar dónde ponerlo. Fijó con su mirada de miope el taburete donde descansaba los pies el Emperador. Éste dobló un dedo para llamar la atención del secretario.

—Toma nota.

Miró a Mamilio amablemente, triunfalmente.

—Los guijarros de Pirra, la Creación Espontánea de Jehová o la Arcilla Roja de Toth; pero a mí me ha parecido siempre que uno de los dioses encontró al hombre en cuatro patas, le clavó una rodilla en la cintura y de un tirón lo obligó a enderezarse. El hombre sensual usa esto como argumento. El sabio simplemente lo recuerda.

Pero Mamilio no escuchaba.

Aquel hombre de aspecto alocado se decidió. Quitó unas telas que envolvían el bulto, se agachó y colocó un modelo de barco en el suelo, entre el Emperador y Mamilio. Era un objeto tosco que mediría un metro de largo. El Emperador miró el barco y después al hombre.

—¿Tú eres Fanocles?

—Fanocles, César, hijo de Mirón de Alejandría.

—¿Mirón? Eres bibliotecario, ¿no es cierto?

—Lo fui, César, era ayudante… hasta que…

Con ademanes de extraordinaria violencia señalaba al barco. El Emperador seguía mirándole.

—¿Y quieres jugar a los barcos con el César?

Se sentía divertido, pero logró no mostrarlo en el rostro, aunque la voz le traicionó. Fanocles, desesperado, se volvió hacia Mamilio, pero aún estaba ocupado y ahora en forma más visible. De pronto Fanocles dejó escapar un río de elocuencia.

—Me han puesto trabas en todas partes, César. Decían que estaba perdiendo el tiempo, que jugaba con la magia negra y se reían. Soy un hombre pobre y cuando el último dinero de mi padre… me dejó algo, comprende, no mucho y lo gasté…, ¿qué haremos ahora, César?

El Emperador lo observó sin decir nada. Veía que Fanocles no había sido cegado por la puesta de sol. Lo que de ella quedaba fue suficiente para demostrarle que el hombre era miope. Esta frustración le daba un aire de desconcierto y de ira, como si alguna fuente perpetua de asombro e indignación colgara en el aire vacío frente a su rostro.

—… y sabía que si conseguía llegar hasta el César… Pero había habido trabas y más trabas, burla, incomprensión, enojo, persecución.

—¿Cuánto te costó verme hoy?

—Siete monedas de oro.

—Parece razonable. No estoy en Roma.

—Es todo lo que me quedaba.

—Mamilio, cuida de que Fanocles no pierda por esta visita. ¡Mamilio!

—César.

Las sombras descendían del techo de la logia y se derramaban por los rincones. El ruiseñor cantaba aún en el alto ciprés. Los ojos del Emperador se dirigían, como los del soldado, hacia la mujer del velo y después, al contrario de aquél, a Mamilio.

—¿Y tu hermana?

—Eufrosina, César, mujer libre y virgen.

El Emperador extendió la palma de su mano sobre las rodillas y con un gesto del dedo la llamó hacia él. Movida por aquella invitación forzosa, Eufrosina salió sin ruido de su rincón y se detuvo ante él. Los pliegues de su vestido volvieron a componerse, el velo revoloteó sobre su boca.

El Emperador echó un vistazo a Mamilio y dijo para sí:

—No hay nada nuevo bajo el sol.

Se dirigió a Eufrosina:

—Señora, permitidnos ver vuestro rostro.

Fanocles dio un paso hacia delante, pero casi tropezó con su modelo de barco. Brincó para no estropearlo.

—César…

—Debes acostumbrarte a nuestros modos occidentales.

Miró los dedos de los pies aprisionados en sandalias, la moldeada rodilla, y más arriba, las increíbles manos tan apretadamente cogidas a la tela del vestido. Movió con suavidad la cabeza y le tendió la mano donde brillaba un amatista para tranquilizarla.

—No intentamos ser descorteses, señora. La modestia es el adorno propio de la virginidad. Pero al menos dejadnos ver vuestros ojos para saber con quién hablamos.

Su cabeza velada se volvió hacia el hermano, pero le vio desvalido, las manos fuertemente apretadas y la boca abierta. Por fin una de sus manos tiró ligeramente del velo, a la altura del pecho, y reveló la parte superior de la cara. Miró al Emperador y después su cabeza se inclinó, como si todo su cuerpo fuera un tallo de amapola casi sin fuerzas para sostener su peso.

El Emperador la miró a los ojos, sonriendo y con el ceño fruncido. No dijo nada, pero de algún modo había comunicado lo que quería. Las cortinas se abrieron y tres mujeres penetraron con solemnidad en la logia. Cada una parecía sostener en sus dos manos ahuecadas dos puñados de luz que iluminaban sus rostros y daban a los dedos una transparencia rosada. El Emperador, sin dejar de mirar a Eufrosina, empezó a disponer esas lámparas sin nombre mediante ciertos gestos de su mano. Hizo colocar una a la derecha de ella, otra detrás, tan cerca que la luz corrió por sus cabellos, iluminándolos. Aproximó la tercera más y más cerca, hizo subir la luz hasta iluminar el lado izquierdo de su rostro, tan cerca que el calor movió un rizo junto a la oreja.

El Emperador se volvió hacia Mamilio, que permanecía callado. Había una expresión de sorpresa en su rostro, como si lo hubieran despertado bruscamente de un sueño profundo. Con un ademán súbito, Eufrosina cubrió nuevamente su cara y fue como si hubieran extinguido una cuarta luz. La espada del soldado se estremecía.

El Emperador se recostó en su silla y habló a Fanocles.

—Traes contigo la décima maravilla del mundo.

El sudor corría por el rostro de Fanocles. Miró a su modelo con asombrado alivio.

—Pero no he explicado, César…

El Emperador agitó la mano.

—Cálmate. Nadie os dañará, ni a ti ni a tu hermana. Mamilio, son nuestros huéspedes.

Mamilio lanzó un suspiro y miró al Emperador. Su cabeza se movía sin tregua de un lado a otro como si tratara de romper unos lazos invisibles. Pero la declaración del Emperador había puesto en movimiento otra serie de actos. Las mujeres se colocaron en fila para iluminar la puerta de las cortinas, y por ella entró la solemne ama de llaves, dispuesta a ofrecer de su abundante tesoro. Inclinó la cabeza ante el Emperador, ante Mamilio y Eufrosina; tomó a ésta por la muñeca y la llevó consigo. Las cortinas cayeron de nuevo y la logia quedó al fin oscura; las luces más brillantes, junto a las barcas de pesca, danzaron sobre las redes. Mamilio se acercó a Fanocles y habló con una voz que aún recordaba cuán recientemente la había mudado.

—¿Cómo es su voz? ¿Cómo habla?

—Habla muy pocas veces, señor. No puedo recordar el tono de su voz.

—Los hombres han erigido templos a objetos menos bellos.

—¡Es mi hermana!

El Emperador se movió en su silla.

—Si eres tan pobre, Fanocles, ¿no se te ha ocurrido hacer fortuna con un brillante enlace?

Fanocles miró con ojos de demente en torno a la logia como si estuviera atrapado.

—¿Con qué mujer queréis casarme, César?

En el incrédulo silencio que siguió a sus palabras el ruiseñor desgranó las notas de su canto. Había invocado a la estrella de la tarde que ahora centelleaba en una mancha de azul denso entre la negrura de los enebros. Mamilio habló con su nueva voz.

—¿Tiene alguna ambición, Fanocles?

El Emperador rió levemente.

—Una mujer hermosa es su propia ambición.

—Reúne todos los motivos poéticos del mundo.

—Tu estilo es corintio, Mamilio. Sin embargo…, continúa.

—Es de una simplicidad épica.

—No te rías de mí.

—Tus eternidades de tedio serán suficientes para veinticuatro libros.

—No me estoy riendo. Me has hecho muy feliz. Fanocles, ¿cómo preservaste este fénix?

Fanocles se debatía en una doble oscuridad.

—¿Qué puedo decir, César? Es mi hermana. Su belleza ha surgido, por decirlo así, de la noche a la mañana…

Guardó silencio para buscar las palabras. Al poco tiempo brotaban de él como un torrente.

—No os comprendo, ni a ti ni a ningún hombre. ¿Por qué no pueden dejarnos en paz? ¿Qué importancia tiene la cópula de los individuos cuando hay a nuestros pies un océano de relaciones eternas que examinar o confirmar?

En la oscuridad oyeron a Fanocles emitir un sonido gangoso, como si fuera a vomitar. Pero cuando habló sus palabras fueron ordenadas y exactas.

—Si soltáis de la mano una piedra, caerá.

La silla del Emperador crujió.

—No sé si te entiendo…

—Cada sustancia tiene afinidades de naturaleza eterna e inmutable con las demás sustancias. Un hombre que las entienda… este ilustre señor…

—Mi nieto, el noble Mamilio…

—¿Señor, sabéis mucho de leyes?

—Soy romano.

Mamilio sintió el aire movido por unos brazos que se extendían. Escudriñó la oscuridad de la logia y percibió una sombra gesticulante.

—¡Eso es! Podéis moveros con soltura en el mundo de la ley. Así me ocurre a mí en el mundo de la sustancia y la fuerza, porque atribuyo al universo por lo menos una inteligencia de abogado. Vos, que conocéis la ley, podéis hacer lo que queráis conmigo ya que la desconozco; e igual puedo hacer yo con el universo.

—Confuso —dijo el Emperador—. Ilógico y de una arrogancia extremada. Dime, Fanocles. ¿Cuando hablas así, nadie te dice que estás loco?

El rostro estupefacto de Fanocles emergió entre las sombras. Rozó el modelo y quiso eludirlo. Luego sintió algo frente a su cara, una hoja de sable que lucía sin brillo. Retrocedió torpemente.

El Emperador repitió las palabras como si no las hubiera pronunciado antes.

—¿…te dicen que estás loco?

—Sí, César. Por eso… rompí mis relaciones con la biblioteca.

—Ya entiendo.

—¿Estoy loco?

—Explícanos más.

—El universo es una máquina.

Mamilio se acomodó en su asiento.

—¿Eres mago?

—No existe la magia.

—Tu hermana es prueba viviente de que existe, es el epítome de toda magia.

—Entonces está fuera de la legislación de la Naturaleza.

—Puede ser. ¿No hay poesía en tu universo?

Fanocles, atormentado, se volvió al Emperador.

—Así hablan todos, César. Poesía, magia, religión…

El Emperador rió para dentro.

—Ten cuidado, griego. Hablas con el Pontifex Maximus.

Fanocles lanzó la sombra de un dedo contra su rostro.

—¿Cree César en las cosas que el Pontifex Maximus debe hacer?

—Prefiero no contestar a esa pregunta.

—Noble Mamilio. ¿Creéis de todo corazón que existe una fuerza poética insensata e imprevisible fuera de vuestros rollos de papel?

—¡Qué tediosa debe ser tu vida!

—¿Tediosa?

Dio medio paso hacia el Emperador, recordó la espada y se detuvo a tiempo.

—Mi vida transcurre en un estado de arrebatado asombro.

El Emperador le contestó pacientemente.

—Entonces nada puede hacer por ti un pobre Emperador. Diógenes no fue más dichoso que tú en su tonel. Todo lo que puedo hacer es no taparte el sol.

—Sin embargo, no tengo nada. Sin vuestra ayuda moriré de hambre. Con ella puedo transformar el universo.

—¿Lo mejorarás?

—Está loco, César.

—Déjalo, Mamilio. Fanocles, de acuerdo con mi experiencia los cambios son casi siempre para peor. Sin embargo, te ofrezco mi hospitalidad por mí… por tu hermana. Se breve. ¿Qué quieres?

Había encontrado dificultades en todas partes. El barco, y no su hermana, era la décima maravilla; no lograba entender a los hombres, pero con esa nave el Emperador sería más famoso que Alejandro. Mamilio había dejado de escuchar; canturreaba para sus adentros, llevando el compás con un dedo.

El Emperador no dijo nada; dejó que Fanocles continuara con sus devaneos sin hacer nada, pero logró crear en la oscuridad, y en torno a sí, una ráfaga de aire frío que se extendió por toda la sala. Por fin, y pese a la insensibilidad del hombre, titubeó y cesó de hablar.

—«La silenciosa elocuencia de la belleza…» —recitó Mamilio.

—He oído eso en alguna parte —dijo el Emperador pensativo—. Creo que es de Bion, ¿o será de Meleagro?

Fanocles gritó.

—¡César!

—¡Ah, sí! Tu modelo. ¿Qué quieres?

—Que traigan una luz.

Una de las mujeres volvió a la logia con la solemnidad ritual.

—¿Cómo se llama tu modelo?

—No tiene nombre.

—¿Un barco sin nombre? Encuéntrale uno, Mamilio.

—No me interesa. Anfitrite.

Mamilio bostezó casi con gran exageración.

—Creo, abuelo, que con tu permiso…

El Emperador lo miró con júbilo.

—Ocúpate de que nuestros huéspedes estén bien atendidos.

Mamilio se apresuró hacia las cortinas.

—¡Mamilio!

—¿César?

—Siento que te aburras tanto.

Mamilio se detuvo.

—¿Aburrido? Sí, lo estoy. Duerme bien, abuelo.

Mamilio pasó bajo las cortinas con aire de tranquila indiferencia. Oyeron cómo aceleró el paso en cuanto se perdió de vista. El Emperador se echó a reír y miró el barco.

—No parece tener pie marinero, su fondo es plano, tiene poco arrufo y proas como una barcaza de cereal. ¿Qué son esos adornos? ¿Tienen algún significado religioso?

—En absoluto, César.

—Así que quieres jugar a los barcos conmigo. Si no estuviera encantado con tu inocencia me disgustaría tu presunción.

—Tengo tres juguetes para vos, César. Éste es solamente el primero.

—Eres mi invitado.

—César, ¿habéis visto alguna vez agua hirviendo en una cacerola?

—Sí.

—Produce mucho vapor que se escapa al aire. ¿Qué sucedería si la cacerola estuviera cerrada?

—El vapor no podría salir.

—La cacerola estallaría. La fuerza del vapor es titánica.

—¿De veras? —dijo el Emperador interesado—. ¿Has visto estallar una cacerola?

Fanocles logró dominarse.

—Más allá de Siria hay una tribu salvaje. Habitan una tierra llena de aceite natural y de vapor inflamable. Cuando quieren guisar conducen el vapor por tuberías hasta unas cocinas que tienen a los lados de sus casas. La carne que comen esos indígenas es dura y hay que cocerla mucho tiempo. Colocan una fuente invertida sobre otra. Entonces el vapor bajo la cacerola produce una presión que penetra en la carne y la cuece bien y deprisa.

—¿El vapor no hace estallar la cacerola?

—Ése es el ingenio del invento. Si la presión llega a ser demasiado grande, ella misma levanta la cacerola y deja escapar el vapor. ¿Os dais cuenta? La tapadera se levanta. El vapor podría alzar un peso con el cual no se atrevería un elefante.

El Emperador, erguido en su asiento, se inclinó hacia adelante, con las manos en los brazos del sillón.

—¡Y el sabor, Fanocles! ¡Quedará encerrado! ¡Toda la maravillosa intención del manjar se conservará como por arte de magia!

Se puso en pie y paseó por la logia.

—Saborearíamos carne por primera vez…

—Pero…

—Siempre fui un primitivo en lo que a carnes se refiere. Patas de elefante y de mamut, vuestras rarezas, especias, ungüentos, son indignos y vulgares. Mi nieto rogaría que exploráramos todas las variedades ensanchando, por decirlo así, las fronteras de la experiencia gustatoria…

—Mi barco…

—… pero son habladurías de niño. Paladear la carne en su exquisita simplicidad sería volver a esas experiencias de la juventud que el tiempo ha embotado. Hace falta un fuego de leña, un cansancio sano en los miembros, y si es posible, una sensación de peligro, luego un vino rojo, robusto…

Se enfrentaban uno a otro, dos bocas abiertas pero por diferentes razones.

—Fanocles, estamos al borde de un descubrimiento inconmensurable. ¿Cómo llaman los indígenas a sus dos recipientes?

—Una olla a presión.

—¿Cuánto tardarías en hacerme una? O tal vez si se invirtiera simplemente una vasija sobre otra…

Golpeaba ligeramente con un dedo la palma de la otra mano, mirando de lado al jardín, aunque sin verlo.

—¿…o pescado tal vez? ¿O aves? Creo que en general sería preferible el pescado. Hay que encontrar un vinillo blanco suficientemente modesto como para renunciar a toda pretensión y perderse totalmente en el cuerpo. ¿Trucha? ¿Rodaballo? Y al mismo tiempo con suficiente integridad para servir devotamente a…

Se volvió a Fanocles.

—Hay una cosecha del Sur, de un lugar en Sicilia…, si pudiera recordar el nombre…

—¡César!

—Ahora cenarás conmigo y formularemos un plan de acción. Sí, ceno muy tarde. Me abre el apetito.

—Pero ¿y mi barco, César?

—¿El Anfitrite?

Tranquilo, dispuesto a irse, el Emperador esperó.

—Te daré lo que quieras, Fanocles. ¿Qué deseas?

—¿Cuando cesa el viento, qué le sucede a un barco?

El Emperador, indulgente, se volvió hacia él.

—Espera al próximo. El capitán invoca un viento. Con sacrificios, etc.

—Pero ¿y si no cree en un dios del viento?

—Entonces supongo que el viento no llega.

—Pero ¿y si el viento falta en un momento crítico para vuestros buques de guerra?

—Reman los esclavos.

—¿Y cuando se cansan?

—Se les azota.

—Pero ¿y si están tan agotados que los azotes resultan inútiles?

—Se les tira por la borda. Eres un aficionado al método socrático.

Fanocles dejó caer sus manos en un ademán de derrota. El Emperador le sonrió como si quisiera consolarlo.

—Estás cansado y hambriento. No temas por ti ni por tu hermana. Has resultado ser muy valioso para mí; pienso convertir a tu hermana en pupila mía.

—No pienso en ella.

El Emperador se quedó intrigado.

—Entonces, ¿qué quieres?

—He intentado decirlo. Quiero que construyáis un barco de guerra siguiendo el modelo del Anfitrite.

—Un buque de guerra es una empresa seria. No puedo tratarte como a un constructor de buques experto cuando sólo eres un exbibliotecario.

—Entonces dadme un casco, cualquier casco. Dadme una barcaza de cereales vieja, si queréis, y dinero suficiente para convertirla según mi modelo.

—Claro, querido Fanocles, lo que quieras. Daré las órdenes necesarias.

—¿Y mis otros inventos?

—¿La olla a presión?

—No, el que sigue. Lo llamo explosivo.

—¿Algo que estalla? ¡Qué extraño! ¿Cuál es el tercer invento?

—Lo reservaré para sorprenderos.

El Emperador asintió aliviado.

—Eso es. Haz tu barco y tu tronador. Pero primero, la olla a presión. Radiante, extendió su mano y la puso suavemente sobre el brazo de Fanocles, haciéndole volver sin brusquedad. Y obligado a seguir por sus primeros impulsos de cortesano, Fanocles guardó el paso, inclinándose un poco hacia el Emperador. Las cortinas se abrieron, dejando en libertad un chorro de luz que los recibió y ocultó. La luz continuaba brillando sobre el secretario, el soldado, el sillón vacío; resplandecía también desde la caldera y chimenea de bronce del Anfitrite.