6

La Mujer del Cielo descendió llevándose su luz, y las ondas del río fueron iluminadas desde otro punto. En los árboles que cercaban el Lugar de las Mujeres un pájaro empezó a emitir su canto reiterado. Hablaron las palomas torcaces y también los pichones. Un pez salpicó el agua. La luz del sol se deslizó por los árboles, acariciando un lado de las cortinas de cuero, bajó por él, y brilló desde la superficie pulida de un banco tosco —examinó una multitud de formas, manojos de plantas, vasijas de cascara de coco o de corteza—. La luz tocó el suelo, pasó a un pie, a un tobillo con una herida. Encontró otros pies; calentó una pierna, un muslo. Al otro lado de las cortinas el día se ocupaba activamente de sus asuntos. El sol encontró un rostro.

Chimp rodó huyendo de la luz. Primero cobró conciencia de sí mismo saliendo de una oscuridad sin sueños; luego, de estar rodeado por un dolor tenue e insólito como si hubiera estado demasiado tiempo al sol. La extrañeza de estas sensaciones abrió sus ojos antes de que recordara nada. Después fueron sus labios los que se abrieron por la sorpresa. Había frente a él una espalda indiscutiblemente femenina con una cabellera negra enredada sobre ella. Se incorporó de golpe, de modo que el dolor tenue brincó también, y miró en torno. Se puso en pie.

La Que Da Nombre A Las Mujeres se quejó, dijo algo y se volvió al otro lado. Se sentó, apartándose el pelo de la cara. No estaba joven ni bella. El polvo del lugar le cubría la cara y el cuerpo y tenía la cabellera enredada como un zarzal. Parpadeó, se llevó una mano a la frente y frunció la cara. Abrió nuevamente los ojos y miró despacio a su alrededor. Sus ojos se deslizaron sobre el rostro de Chimp, y él retrocedió con las manos entre las piernas. Luego miró el trípode con el odre que de él colgaba y se quedó quieta como si viera una culebra venenosa. Se lamió los labios y musitó:

—¡La has hecho buena!

Lo contempló con un odio que le puso la carne de gallina.

—¡Mono desnudo!

Se quedó helado —ni siquiera tuvo el suficiente dominio para mostrarse prudente—. Ella vio su propio cuerpo y el odio se borró de su faz. Luego se mordió los labios.

—Nosotros dos.

Se levantó y fue hasta la orilla del río. No se mecía como una palmera, no resultaba airosa ni delicada, vacilaba al andar. Tomó una concha, se arrodilló, cogió agua y bebió una y otra vez. Se mojó la cara y el cuerpo hasta quedar chorreando.

Chimp lo recordó todo. La desolación cayó sobre él desde el cielo. Se echó con la cara contra el suelo. Ni siquiera podía llorar.

Al poco tiempo vio unos pies junto a su cara y el borde de una falda de hierba. La voz era apacible.

—Bueno, pensemos lo que hay que hacer. ¡Levántate!

Rodó y se puso en cuclillas, con las manos todavía entre las piernas. Murmuró:

—Mi taparrabos…

Los pies se alejaron y oyó la voz de ella junto al río.

—¿Cómo voy a saberlo?

Él miró, cauteloso, a un lado y a otro. Ella se acercaba al odre que colgaba del trípode. Sacó una cascara de coco y bebió. Él olió el contenido e hizo un gesto de repugnancia. No encontraba palabras en ningún lado y volvió a contemplar el suelo. Hubo un rato en el que la oyó moverse: oyó que se frotaba, se lavaba, oyó un rumor de pelo. De nuevo se le acercó. Susurró su falda, que se extendió en el suelo al arrodillarse frente a él.

—Bien, ¿no vas a mirarme?

Levantó la cabeza. Volvió a ser Aquella Que Da Nombres, con las conchas blancas sobre sus senos espléndidos, el pelo retirado de la cara. Las lágrimas llenaron sus ojos y pronunció las únicas palabras que encontró en medio de su confusión.

—Me voy a morir.

—¡Vamos! ¿Quién habló de morir? ¡Sólo las mujeres mueren!

Miró de nuevo al suelo.

—Moriré.

Una mano tocó su brazo.

—¿Un gran cazador como tú? Te pueden matar, sí. ¿No es ésa vuestra gloria? ¡Pero morir! Si los grandes cazadores creyeran que todos ellos morían, ¡piensa lo solos que iban a estar! ¡Ningún hombre podría soportarlo!

Alzó sus ojos hacia ella con timidez. La mujer le sonreía. Era otra vez joven. Sus ojos eran jóvenes y dominaban su rostro. Entre todos los misterios y confusiones que lo habían abrumado, surgía otro, Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres podía mirarlo con una expresión a la vez sonriente y triste.

Ella le acarició el brazo, hablándole como a un niño.

—Bien. ¿Ya pasó?

Se desvanecía parte de su confusión y por eso empezaba a nacer en él la indignación. Abrió la boca para hablar, pero ella se dio cuenta y se anticipó.

—¡No debiste haber venido a cazar a unas pobres mujeres, cuando la Mujer del Cielo está grávida! ¡Quién sabe qué sueños podría mandarte!

Volvió a sentir algo de su dolor de ayer.

—No tuve la culpa. Me excluyeron de la cacería.

—¿Por qué?

El dolor aumentó.

—¡La raíz está torcida, la rama doblada! Elefante Que Embiste cayó de bruces ante una gacela…

Ella hizo un gesto impaciente.

—Tienes un tobillo débil. ¡Eso lo sabemos todos!

—¡La gacela saltó por encima de mí al caerme!

Se recostó la mujer. Frunció el ceño y habló cavilosa, con un aire ausente.

—Ya entiendo. Debiste ir río abajo. Pero es muy difícil saber en estos casos en que el pie no es atendido al nacer… ¡Oh, vamos, Hombre Leopardo!

Se arrodilló, inclinada hacia adelante, y estudió su cara.

—¡No debes tener miedo! ¡No fuiste río abajo! Ves…, ¡allí está el río y tú estás aquí!

La pena del día anterior resurgió con violencia, anegando todo lo demás. Echó hacia atrás la cabeza, gritó y las lágrimas brotaron de sus ojos.

—¡Me llamaron Chimp!

Pero ya los brazos de ella lo rodeaban y él sollozó contra su hombro. Sus manos le acariciaron la espalda.

—Vamos, vamos…

Y los hombros de ella tampoco cesaban de temblar.

Al fin los sollozos se extinguieron. Ella tomó en sus manos la barbilla vellosa y la alzó.

—Lo olvidarán —dijo—. Ya lo verás, mi Hombrecillo Leopardo. Los hombres pueden olvidarlo todo. Harán una nueva canción, una nueva tonadilla o un dicho. Tendrán un nuevo chiste que repetir una y otra vez, o una piedra brillante que enseñar, o una flor extraña, o una herida nueva y espléndida de que jactarse. Y tú, tú olvidarás también tu sueño, ¿verdad?

—¿Sueño?

—Anoche… toda la confusión. La mandó la Mujer del Cielo. Lo del Pabellón de…

Él miró al suelo malhumorado.

—No lo olvidaré.

—¡Sí lo olvidarás!

Alzó los ojos por un instante y luego los bajó otra vez.

—Hay demasiadas canciones, demasiadas hojas en el bosque, demasiadas palabras como polvo, nunca lo creerían… nunca. ¿Cómo podrían creerlo?

Ella se acercó y habló muy en serio.

—Escucha, Chi…, escucha, Elefante Que Embiste. Los Hombres Leopardos no lo creerían. Lo has dicho tú mismo.

—¿Y qué?

—¿No eres un Hombre Leopardo?

—Supongo que sí.

—Entonces —dijo Aquella Que Nombra A Las Mujeres— tú tampoco lo puedes creer, ¿verdad?

Chimp estudió esta afirmación. Hubo un largo silencio.

La mujer, arrodillada, echó hacia atrás el peso de su cuerpo, apoyándose sobre la palma de una mano. La otra dibujaba signos menudos en el suelo con la punta de un dedo, examinándoselo.

—En todo caso —dijo por fin—, yo no hablaría del sueño con los demás. Especialmente con Águila Inclinada y Luciérnaga. Verás, Águila Inclinada y Cereza, y Luciérnaga y Pececillo…

—¿Cereza? ¿Pececillo?

Hubo otro largo silencio.

—Bueno —dijo ella por fin—, ya entiendo.

En él la confusión se simplificaba. Era un sueño; y desde él contemplaba la crueldad de los Hombres Leopardos.

—Clonc.

—¿Qué?

—Clonc. Mi tobillo dice «clonc».

La miró, tal vez buscando consuelo. Pero ella había vuelto la cabeza y contemplaba el odre ventrudo en su trípode. Tenía otra vez su pérfida sonrisa. Sus palabras no decían nada.

—Y yo me siento «clonc» por dentro. Pero no es posible ver lo que hay en la cabeza de un niño.

Ella se volvió a mirarlo, y después contempló sus dedos, posados en la tierra.

—Cuando yo tenga un niño…

A él se le estremeció la piel al oírla.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—¡Oh, nada; nada, claro! ¡La Mujer del Cielo lo hace ella sola! Sin embargo, no he tenido un niño desde que el sol mató a mi Hombre Leopardo. ¿Es raro, verdad? Pero ahora…

Trató de entenderla.

—¿Ahora?

Ella se sentó y se pasó una mano por la frente.

—Yo también tengo sueños. Pero no significan nada. Nada, nada. ¿Qué es lo que nos amenaza? La Mujer del Cielo es… ¿quién sabe lo que ella es, o lo que nosotros somos, excepto que no nos parecemos a nada? Elefante Que Embiste… el sueño, tu sueño…

—¿Qué?

La vio cambiar de color; un rubor se extendía sobre los senos, el cuello, las mejillas.

—Cuando te traje aquí… no ha sido tan desagradable, ¿verdad?

Recordó el escondite sin dientes, la oscuridad que borró el miedo.

—No. No.

El rubor brotaba y se desvanecía en sus mejillas.

—Pues… mira…, es decir, Elefante Que Embiste, puedes ser mi Hombre Leopardo. Cuando vuelvas de tus cacerías puedes venir a mi cabaña y…, si quieres, claro.

Pensó en los Hombres Leopardos, en su respeto a Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres. Una gran ligereza de ánimo sustituyó al dolor de antes. Habló con brusquedad para ocultar su nuevo júbilo.

—Si quieres.

El rubor abandonó las mejillas de Palma. Echó el cuerpo hacia delante y habló con serena dignidad.

—Elefante Que Embiste, puedes besarme.

Una voz de muchacha gritaba en alguna parte más allá de las cortinas de cuero.

—¡Palma! ¡Palma! ¡Oh, Palma!

La Que Da Nombre A Las Mujeres se levantó de un brinco y fue rápidamente hacia las cortinas.

—¡Quédate fuera!

—¡Palma!

—¿Qué pasa?

—Ya vuelven, Palma. ¡Los Hombres Leopardos! ¡Llegan por lo menos un día antes, Palma!

Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres guardó silencio, con las manos contra las mejillas. Miró un segundo a Chimp y luego bajó las manos.

—Escucha, Pez del Río. Díselo a las demás. Que pongan todo en orden.

—¡Ya lo estamos haciendo!

La Que Da Nombre A Las Mujeres gritó tras la muchacha:

—¡Todo!, ¿entendido? ¡Que no quede ni una huella!

Chimp se movía de un lado a otro, buscando por el suelo.

—¿Mi taparrabos, dónde está?

—¡Yo qué sé! ¡Arriba en las pozas, supongo!

—No puedo…

—¡Debes irte! ¡Tienes que irte!

—¿Cómo? ¿A dónde?

—¡Oh…!

—¿Desnudo?

—Espera. Veré a qué distancia están…

Salió y atravesó rápidamente la espesura de árboles. Trepó hasta las pozas. Un cinturón y un taparrabos flotaban en la primera de ellas. Los sacó del agua y luego escudriñó la llanura, su mano sirviéndole de visera. Los Hombres Leopardos estaban aún más cerca de lo que Pez del Río había dicho. Si se hubiera permitido pensar que sus oídos eran aún tan agudos como los de una muchacha, hubiera creído oír su canto. Aun así, podía verlos andar en fila india y blandir, a cada tantos pasos, sus palos en el aire.

—¡Ra, ra, ra! —dijo amargamente Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres—. ¡Ra, ra, ra!

Pestañeó a la luz y dio más sombra a sus ojos. Vio que dos de los cazadores llevaban una pértiga, de la cual colgaba un bulto. Estudió el tamaño, el color.

—¡Oh, inmutable Mujer del Cielo! ¡No puede ser otro leopardo!

Volvió corriendo al Lugar de Las Mujeres y le tiró su vestimenta.

—Póntelo y vete.

—¿A dónde? ¿Cómo?

Ella se golpeó la cabeza con los puños.

—¿No tengo ya bastantes preocupaciones? ¡Vete! Salta al río… vadeas y luego atraviesas el bosque…

—Iré.

Y no creas que voy a tener un hombre siempre pegado a mis faldas…

Se zambulló en el agua, con el taparrabos en la mano. Salió a la superficie, vadeó temblando de frío. La última vez que logró verla, estaba cerca del trípode con un coco en la mano. Luego tuvo que abrirse camino entre las algas y las ramas colgantes. Salió al barro y se vistió bajo los árboles. Cuando se sintió seguro, caminó a través del bosque, hasta salir a un terreno rocoso. Rodeó el caserío, subió a los manantiales entre el vapor ascendente y luego bajó por el otro lado. Vio la procesión de los Hombres Leopardos que se acercaba al espacio abierto frente a la aldehuela. Muchachas y mujeres danzaban, corrían para abrazar a sus hombres y adornarlos con flores. Los niños bailaban, arrojaban flores y aplaudían. Los hombres cantaban y alzaban sus lanzas y un anciano Hombre Leopardo, de pie ante su choza y apoyado en una lanza, movía la cabeza a modo de elogio y reía con su boca desdentada. El sol apenas igualaba el resplandor de la fiesta. Chimp se deslizó furtivamente, insertándose en la cola de la procesión tras Lindo Pájaro. El leopardo, colgado boca abajo de sus cuatro patas, goteaba sangre. Lindo Pájaro se volvió, riendo, vio a Chimp y lo abrazó.

—¿Dónde estaba Elefante Que Embiste? ¡Encontramos de nuevo la pista! ¡Matamos a su poderoso leopardo! Cantamos alrededor de la flor de fuego, pero no estaban Elefante Que Embiste ni su flauta. ¡Estalló una tormenta de llanto!

Luciérnaga miró hacia atrás, sujetando a su muchacha con el brazo.

—¿Dónde estaba la Canción del Viento? ¡Vivimos en una nube de lluvia!

Libélula se acercó tímidamente y puso su mano en la de Chimp, que se echó a llorar.

Hubo un súbito silencio. Chimp miró a través de sus lágrimas y vio a todos dirigir la mirada a un mismo punto. La Que Da Nombre A Las Mujeres, Aquella Cuyo Corazón Está Cargado de Nombres atravesaba el espacio abierto desde el Lugar de Las Mujeres. Se mecía como una palmera. Las conchas blancas sonaban delicadamente sobre su garganta, en los tobillos, las muñecas. Su larga cabellera oscura caía suave y modestamente sobre sus senos; la falda de hierbas susurraba. Echó un pie hacia atrás y extendió las manos a ambos lados. Dobló las rodillas e inclinó la cabeza. Luego se enderezó y juntó las manos ante el pecho. Su sonrisa era encantadora.

—¡Bienvenidos, poderosos Hombres Leopardos! ¿Qué hato, qué manada, qué orgullo hay más veloz, más fiero? ¡Y bienvenido mi Hombre Leopardo, Elefante Que Embiste, que viene a mi cabaña cuando él desea!

En su deslumbramiento, Chimp oyó un grito. Los Hombres Leopardos estaban todos en derredor suyo, flores le golpearon el rostro hasta que Águila Inclinada le besó.

Nuevamente habló ella.

—¿Dónde has estado, Elefante Que Embiste? ¡Las noches han sido largas y solitarias!

Un gran placer y una gran fuerza surgieron de las entrañas de su cuerpo.

Tomó la lanza de Libélula, la alzó y golpeó la tierra con su pie sano. El canto brotó de sus labios.

—¡Soy Zarpa de Agua! ¡Soy Leopardo Herido!

Águila Inclinada y León Furioso le obligaron a arrodillarse. El Jefe de Todos los Jefes levantó su lanza y luego la puso sobre el hombro de Chimp.

—¡Zarpa de Agua! ¡Leopardo Herido!

Lloró tanto que al levantarse no pudo ver a La Que Da Nombre A Las Mujeres, pero la oyó cuando volvió a hablar.

—Id a vuestro lugar secreto, poderosos Hombres Leopardos. Llevad con vosotros la temible fuerza de ese animal, mientras nosotras, mujeres, quedamos maravilladas y temerosas, y os preparamos humildemente un banquete de nutritiva sopa de termitas, pescado seco, raíces y frutas, y agua fresca y pura.

—¡Ra, ra, ra!

Así que todo acabó bien y todos los cambios fueron para mejor. La montaña no hizo erupción en más de cien mil años; y aunque esa erupción sumergió el balneario que había crecido alrededor de los manantiales, para entonces había mucha gente en otros lugares, de modo que no tuvo mucha importancia.