5

La Mujer del Cielo se deslizaba por el tronco de su árbol; brillaba de tal forma que ocupaba todo el cielo, salvo por una chispa de fría luz sobre las montañas donde tuvo lugar el ocaso. Chimp ya no corría; trotaba con más calma, y de vez en cuando volvía a gemir. Había recordado cosas que le hicieron aflojar el paso: una de ellas, que cuando la Mujer del Cielo estaba grávida los niños se retiraban a las cabañas y permanecían allí mientras las muchachas y las madres se ocupaban de cosas inimaginables. Por otra parte recordó que no tenía madre, ya que había muerto, por accidente, claro, como les ocurre con tanta frecuencia a esas temibles y misteriosas criaturas. Esto no le importaba mucho, nunca le importó; pero ahora sentía su ausencia sin comprender qué podría ella haber hecho para consolarlo. Ni tampoco tenía una mujer propia, algo insólito, pero que también ocurría a veces. Los cazadores que no tenían mujeres lo consideraban un golpe de suerte, si es que pensaba en ello. Mas él se dirigía hacia las mujeres, arrastrado a ellas en su angustia; y cuando se acostumbró al dolor como a una herida fija que llevara en el cuerpo, empezó a sentir el mismo temor que siente un hombre al acercarse al cubil de un animal peligroso. Su sombra se arrastraba tras él; caminaba con el pie derecho más alto que el otro. Esto era extraño pero tenía una explicación. Corría a lo largo del borde rocoso donde estratos de roca se empinaban hacia su derecha, obligándole a posar el pie contra la inestable rampa. Éste era otro motivo por el cual avanzaba a trotecillos, y por alguna oscura razón le impulsaba hacia el lugar al cual ya no estaba muy convencido de querer ir.

Por fin divisó la nube de vapor que colgaba sobre los manantiales. Aflojó el paso y caminó encorvado, cojeando de nuevo. Sujetó la lanza como si tuviera que usarla en cualquier momento. Iba hacia el río y al lugar despejado donde jugaban los niños. Todo estaba inmóvil, todo silencioso. Se acercó más hasta oír el murmullo del agua.

Un bebé gemía en uno de los refugios y en alguna parte tosía un anciano. Allí permaneció en cuclillas sobre la tierra blanqueada, estremecido.

Se mojó los labios con la lengua y miró lentamente en torno suyo; vio los árboles que rodeaban el Lugar de las Mujeres y retrocedió. Entonces anduvo uno o dos pasos hacia la seguridad de la llanura, para detenerse en seguida. De súbito, sin razón alguna, recordó a La Que Da Nombre A Las Mujeres y se le erizó el cabello.

El vapor que surgía sobre los manantiales parecía distinto. No cambió en nada mientras él estuvo observando; pero tenía algo diferente, algo que debió estar allí cuando él corría por el espacio abierto, pero que no había advertido hasta entonces. La Mujer del Cielo derramaba su luz sobre él y a través de él, como lo hacía con todas las cosas. Pero el vapor estaba iluminado por debajo, como si hubiera un fuego milagrosamente encendido en el agua. La nube de vapor parecía herida por la luz del crepúsculo —era de un color rosa apagado, un rosa tan mate que los ojos apenas lograban retenerlo—, pues aparecía y se desvanecía continuamente. Y ahora, como si sus oídos hubieran acompañado a su mirada hasta las pozas de allá arriba, oyó un débil sonido, alto y complejo. No le hizo caso, porque era un sonido imposible, como el fuego. Echó atrás un pie y alzó la lanza hasta la altura de su hombro. Avanzó de la misma manera que cuando iba de caza. Tragó saliva y corrió hasta la altura de la primera poza, donde había quedado atrapada una Mujer del Cielo. Trepó sin ruido, y en cada poza danzaba una Mujer del Cielo. Fue más aprisa, de una poza a otra, hasta que llegó al espacio abierto ante el Pabellón de los Hombres Leopardos y la luz rosada del fuego se derramó sobre él, estremeciéndole el rostro.

La piel de leopardo que mantenía inviolada la entrada yacía en la roca a sus pies. Aquel sonido imposible era en realidad la risa de las mujeres. Se precipitó dentro y el pelo se le erizó como si se enfrentase con un rinoceronte en brama.

El fuego ardía en el centro de la poza y en torno a él estaban las mujeres, unas sentadas, otras recostadas o tumbadas en el suelo. Su mirada —que lo congeló todo, como la luz de un relámpago— se detuvo en dos muchachas, casi niñas, que sostenían contra sus bocas unos cráneos de leopardos. El ruido, el parloteo, los chillidos, risitas, charlas, gritos, era más vivo que el fuego. Frente a él, y apoyada contra la poza interior donde habían estado las cabezas de leopardos, estaba Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres, la Nombradora De Las Mujeres, Aquella Cuyo Corazón Está Cargado De Nombres. Tenía un cráneo en su mano derecha. Lo sostenía por los colmillos y brotaba líquido de él. Ella se inclinaba hacia atrás, apoyándose sobre una mano. Reía y la luz del fuego afluía a sus ojos a través de su cabellera enredada. Lo vio y gritó riendo. Levantó la calavera por encima de su hombro con un gesto femenino y se la lanzó. La cabeza de leopardo giró a un lado y salió fuera de la poza, a cierta distancia de su rostro. Gritó de indignación y terror:

—¡No!

Pero había otros rostros vueltos hacia él, rostros iluminados por el fuego, rostros blanqueados por la luna, con ojos centelleantes, dientes blancos y un embrollo de cabellos flotantes. Gritos, risas y palabras se mezclaron.

—¡Un hombre! ¡Un hombre!

Tropezaban unas contra otras mientras el mejunje pestilente salía de las calaveras diseminadas, y al verterse el fuego carraspeó, siseó hasta extinguirse del todo. Los rostros se alzaron entre grititos y unas manos se agarraron de él. Amenazó las caras con su lanza, la dejó caer, luego retrocedió a traspiés y huyó. Se encontró a sólo un paso del agua hirviente y hubo de girar a un lado para no caer en ella. Corrió hacia la siguiente poza, pero la risa y los rostros blancos estaban también ahí, así que volvió. Fue a caer en un nudo de carnes suaves que no quería deshacerse. Hubo ruido, brazos redondeados que se ciñeron en torno suyo como las cuerdas de sus bolas de piedra. Le chillaban a él y se chillaban entre sí. Su cinturón y su taparrabos desaparecieron como por voluntad propia. Lo estaban forzando hacia el suelo, donde más cuerpos suaves lo aguardaban. El suyo los rechazaba lleno de odio y de terror; pero aquellas manos eran tan hábiles, tan crueles, tan astutas. Entre el ruido oyó cómo se alzaba su propio grito de dolor, más y más alto…

—¡Oooooo!

Su grito se elevaba sobre el dolor que le quedó entre las piernas y lo volvió rígido. Estaba sobre la carne suave, la humedad y el terror de unos dientes. La mitad de su cuerpo intentaba alejarse del terror y del peso de unos brazos suaves que lo retenían; y la otra mitad se sacudía violentamente como un animal herido en la espina. Luego él y una de las mujeres penetraron en el lugar temible y gritaron juntos y unos dientecillos le mordieron la oreja. Pero podía haber dientes feroces —seguramente los había— en aquel escondite húmedo, y cuando la mitad de su cuerpo logró imponer su voluntad, se libró de allí. Los brazos lo soltaron un momento, pero volvieron a agarrarlo en seguida.

—¡A mí! ¡A mí!

Gritos, risas, parloteo y la habilidad implacable de las manos…

—¡Oooooo!

No había salida sino atravesando aquello; nuevamente hubo de penetrar ese lugar oscuro donde la carne húmeda captaba su voluntad. Luego se echó; sus oídos zumbaban entre las blancas mujeres tendidas en las rocas, muchachas que reían e hipaban. Sintió sangre en el cuello, la notó en la boca. El olor de las mujeres lo rodeaba, se enredaba a su carne, a su barba, lo sentía bajo su nariz. Trató de levantarse, pero sus brazos y piernas estaban sujetos. Una blanca cabeza de leopardo se acercaba a su rostro, que apartó para eludir el pestilente olor. La apoyaron contra su boca y él apretó los dientes y juntó los labios. Pero una mano se deslizó sobre su frente y dos dedos le cerraron la nariz, obligándole a abrir la boca. Los oídos le zumbaban de tal modo que apenas podía oír la risa de las mujeres; y luego el horrible líquido fue derramado en su boca. Tragó y sintió náuseas y luchó contra la piel suave, pero le entró más líquido, más y más, tanto que su pecho se contrajo y arrojó lo último que le dieron. Luego cayó contra una roca, desfallecido entre los brazos que le rodeaban, las risas, la charla sin sentido, los besos, los pequeños mordiscos y las caricias. Una mano surgió de la nada y le limpió la cara.

Hubo silencio, excepto por el zumbar de sus oídos. Hipó como una de las muchachas blancas y abrió los ojos. Alguien se acercaba entre las rocas y suavemente la Mujer del Cielo la iluminó medio cuerpo. Venía balanceándose, crujía su larga falda de hierbas y las conchas tintineaban en su pecho. Vaciló una vez en su balanceo, pero siguió avanzando hacia él. Unos mechones de pelo cubrían un lado de su cara y se enredaban entre las conchas. Reía sin ruido; sus ojos oscuros parecían penetrarle hasta la médula de los huesos. Se acercó aún más y las mujeres que lo tenían sujeto reían como si la broma no fuera a terminar nunca. Ella se inclinó para arrodillarse entre sus pies. Se arrodilló riendo calladamente, se echó hacia delante, apoyada sobre la mano izquierda, y su cabellera cayó sobre el muslo de él.

—¡No! —gritó.

Las risitas se convirtieron en carcajadas y las manos lo sujetaron más. Ella tendió su mano derecha con la rapidez de una serpiente.

—¡Oooooo!

Cuando él y su grito cayeron de nuevo a las rocas y a los brazos que le aguardaban, algo había sucedido… pero no entre sus piernas. La bebida pestilente se había calentado en su estómago. La sentía arder y a punto de quemarle. Una de sus llamas casi le llegó a la cabeza. Otro cráneo de leopardo apareció junto a él, oprimiéndole la boca; otra mano le apretó la nariz. Tragó y tragó de nuevo, y arrojó otro chorro. El fuego se avivó y una llama le saltó a la cabeza. De súbito comprendió que hasta entonces no había advertido la belleza de Aquella Que Nombra A Las Mujeres; ¡qué exquisito y excitante era su aroma, qué blanco y joven su cuerpo, qué hábiles e irresistibles sus manos! Las mujeres lo soltaban riendo, y se oyó a sí mismo reír con ellas mientras las llamas le lamían la cabeza y descendían calientes por su cuerpo, excitándole. También ella le soltaba y él riendo, le cogió la mano para colocarla de nuevo sobre su cuerpo. Pero ella le rechazó suavemente y luego hizo una seña. Apareció otra calavera, y aunque él negó con la cabeza, ella no se dejó convencer. Su dulce rostro de enormes ojos se acercó a él; reía a gorgoritos y habló con una voz más profunda que la de las jóvenes.

—¡Bebe, Hombrecillo Leopardo!

Era una broma tan grande y ella tan dulce que no pudo sino complacerla. Bebió una y otra vez, espurreó y tosió. Luego reían los dos juntos; ella le cogió de la mano y le arrastró consigo. La siguió, en llamas, mientras el mundo daba vueltas en torno a él. Incluso cuando vio a donde le llevaba no sintió miedo. Era como si se hubiese abierto un abismo entre él y su temor al Lugar de las Mujeres. Ella se dejaba caer contra su hombro y era natural que él le rodeara la cintura con su brazo. Reía con él y creyó que era eso lo que la hacía reír. Llegaron a la barrera de cuero cosida con temibles conchas y él gritó y la golpeó con el puño. La mujer la levantó, invitándole a entrar. Le siguió, y ya dentro le obligó a volverse hacia ella. Se le acercó; su risa gorgoteaba como un arroyuelo. Él no veía más que el agua reluciente del río y a Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres, tan joven y hermosa contra aquel fondo. Se acercó a él, le besó con los labios y la lengua, apoyó sus senos contra la sangre de su pecho. Cuando le soltó, los labios de él buscaron aquella boca que acababa de abandonarle, sin encontrarla. La buscó, pero no veía más que una forma extraña a la orilla del río, una forma de la que brotaba como un vaho el olor pestilente, aunque en realidad ya no tan repulsivo. Luego vio aparecer allí su figura oscura. Y la vio sumergir el brazo, alzarlo, acercar algo a su cara y beber. Luego apartó el objeto de su rostro y lo arrojó de nuevo al río, con ese ademán tan femenino. Se volvió entonces, y aunque la oscuridad ocultaba su cara, él supo que lo buscaba. Onduló su cuerpo como una serpiente, y él adivinó, sin necesidad de acercarse, su suavidad, humedad y calor. Vio el contorno de la falda de hierba caer al suelo; la vio meterse en la oscuridad y desaparecer. Miró por todas partes.

—¿Dónde estás?

La risa gorgoteó de nuevo, suave como el agua que corre y brota sin una sola burbuja, fluye, danza para sí misma noche y día y deja correr una fuente de claridad y vida para las hierbas y las flores.

—Aquí.

Se arrodilló. Su cabeza se sumergió en el femíneo aroma de la cabellera y el cuello de la mujer. Los cálidos brazos de ella le acariciaban la espalda, no había dientes, sólo una oscura intimidad en la que palpitó y se hundió. Se fue de él todo pensamiento, así como cualquier posibilidad de temor. El final fue como un comienzo, y se fundió suavemente con el sueño.