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En el terreno de caza empapado de luna bullía la actividad de los animales. Pero en las lomas boscosas había poco que hacer, y nada absolutamente en los riscos desnudos. La vida se desarrollaba ruidosamente en las copas de los árboles, entre pájaros y monos. Sin embargo, los riscos parecían no tener vida, pues los pájaros habían vuelto a sus aéreas moradas o bien habían volado en el aire ligero a través de la llanura para mezclarse con las aves junto a los bebederos. Sólo había un lugar con vida visible: dos chispas que aparecían de vez en cuando, cada vez que Chimp movía la cabeza. Estaba en cuclillas en el saliente alto de un peñasco donde sólo los pájaros podían alcanzarlo, aunque no se mostraban inclinados a ello. Su lanza estaba contra las rocas a su derecha y su flauta de hueso al lado de la lanza, donde la había abandonado como si no tuviera más importancia que un palo cualquiera. De vez en cuando se acariciaba el tobillo mientras miraba de un lado a otro. Aún no se daba cuenta que había de resolver un problema. Sólo sentía ira y dolor. El instinto le había aconsejado comer algo como remedio. Por eso al llegar se acomodó sobre la roca y mordisqueó el pescado seco que le proporcionaran antes las mujeres. Sin embargo, no era aquél un alimento normal, únicamente algo que servía en casos extremos. Y era un síntoma de que quien lo comía en cierto modo había fracasado como hombre. La humillación se añadió a lo que ya sentía. No le había proporcionado ningún alivio y decidió no comer más; nuevamente se hallaba desorientado. El grupo de cazadores lo atraía y repelía al mismo tiempo. Gritó con fuerza:

—¡Hombres Peces! ¡Las muchachas os pescan en sus redes!

Como era mucho más fácil soportar la ira que la humillación, se cebó en sus antiguos compañeros, burlándose de la llanura. Su mente los dibujaba con imágenes propias de su sexo: habrían hecho brotar la flor del fuego, orlándola con un collar de cazadores. Los vio con una precisión súbita que le trajo de nuevo una ola de dolor. Se lamentó y dobló su cuerpo como si el dolor fuera físico. Sin embargo, no había otra cosa en que pensar y su pensamiento, una vez vuelto en esa dirección, no podía ir en ninguna otra. Vio el fuego, la carne asada y cortada en trozos, oyó las risas, los cantos. Vio a León Furioso tocar su tamborcillo, observó a Águila Inclinada arañar su arco de tres cuerdas. Vio a Chimp, también allí, tocando gozoso su flauta de hueso. En ese momento, la mezcla de los Chimp, el que allí disfrutaba y el que aquí sufría, trocó el dolor en verdadera angustia; gimió muy alto, y un pájaro que dormía cerca aleteó y graznó. Los vio, los oyó cantar:

¡Iremos de caza, de caza iremos!

El Chimp de aquí volvió la cabeza a la izquierda y escudriñó el llano remoto, el bosque, las vertientes de las lomas en busca de una chispa de fuego o de una vedija de humo. Arrebató la flauta, se la acercó a los labios y nuevamente la arrojó a un lado. Todo cuanto se hallaba bajo la Mujer del Cielo temblaba en el agua de sus ojos. Oyó al Jefe de Todos los Jefes cantar en su profunda y alegre voz mientras Chimp tocaba con él. Estaban todos cantando; batían palmas y gritaban en triunfo la canción de la Mujer del Cielo:

No eres recta y amarga,

no yaces boca arriba y gimes,

¡oh mujer del cielo de blancas nalgas y abultado

vientre,

déjanos en paz!

Y luego volvieron a cantar:

¡Iremos de caza, de caza iremos!

¡Ra, Ra, Ra!

Ahora, satisfechos, se entregaban al sueño y a sus parejas. Libélula, que había sido niño hacía tan poco; Manzana Madura; Lindo Pájaro y Elefante Que Embiste Cayó De Bruces Frente A Un Antílope… la serena autoridad del Jefe de Todos los Jefes… los otros dos jefes que nunca se separaban…

El Chimp de aquí gimió y las lágrimas volvieron a correr por su rostro. El otro tendió una mano a Libélula, que le sonrió, pero León Furioso agarró al bello muchacho por el tobillo. Lindo Pájaro se alzó torpemente, caminó como el Chimpancé Jefe y el Jefe de Todos los Jefes se echó a reír. Chimp se golpeó las rodillas con los puños. De repente sintió algo como el estallido de una tormenta sobre su cabeza, un viento poderoso, una llama de fuego. Cantó el dolor que sentía dentro:

—¡Soy el Leopardo Que Golpeó Con Su Garra De Agua!

Era el Leopardo de Leopardos, grande y sutil. Estaba hecho de luz de luna y de fuego. Andaba majestuosamente por el bosque con la cola enroscada, enseñando los dientes y con ojos como relámpagos. Salió de la oscuridad hacia ellos y rugieron de terror. De rodillas imploraron piedad, pero vieron que no la habría y echaron a correr. Libélula se arrodilló abatido. Estaba demasiado asustado para correr. Volvía a ser niño, tierno, delicado y temeroso. El Leopardo de Leopardos lo sujetó entre sus dientes y él chilló aterrorizado. El leopardo dejó a los cazadores escondidos tras los árboles y se adentró con el muchacho en la oscuridad…

Elefante Que Embiste era el elefante más poderoso que existió jamás. Su manada se extendía a lo lejos y a lo ancho de la llanura. Le obedecían. Era el Elefante Mayor. Entre los machos era como un hombre entre niños, y como el Jefe de Todos los Jefes entre las mujeres. Su cabeza dominaba toda la manada. Sus orejas les prestaba sombra; con sus colmillos arrancaba de raíz árboles enormes. Cuando barritaba le contestaban las montañas, pero todo lo demás guardaba silencio. Sus patas eran el terror de los que tenían dientes y garras. Incluso el Leopardo de Leopardos, el Leopardo Con La Garra De Agua, huía furtivamente al oír esas patas sobre tierra dura. Elefante Que Embiste se dispuso a limpiar el mundo. Llegó al lindero del bosque. Desgarró las ramas y sus ojos lanzaron fuego contra lo que allí vio. Eran cazadores, hombrecillos, y habían matado, pues vio las patas cortadas de su vaca junto a la hoguera. Barritó y respondieron las montañas. Arrancó árboles enteros y abrió una senda de rocas trituradas. El Jefe saltó a un árbol y lanzó un grito de terror, pero Elefante Que Embiste quebró el árbol por las raíces y lo lanzó junto con el Jefe, por encima de las montañas. Hincó sus rodillas sobre Lindo Pájaro y León Furioso. Libélula estaba en el suelo, de bruces, temblando y llorando. Elefante Que Embiste lo dejó para el final. Sus rodillas de roble cayeron sobre Luciérnaga y Rinoceronte en Celo…, ¡sobre el último de los cazadores, un hombre con una herida en el tobillo y una flauta de hueso en la mano! De la boca de ese hombre brotó sangre…

El Chimp de aquí se incorporó de un salto y gritó como si le hubiera caído encima todo un manojo de espinos. Segundos después caía por el peñasco, cada vez más y más, arañándose y golpeándose. Agarró las rocas con las manos y sintió que se le desgarraba la piel. Sus pies encontraron apoyo, y quedó con una mejilla pegada contra las piernas. En torno suyo giraban y chillaban pájaros.

Poco a poco se fueron y sólo quedó un lugar silencioso, de piedra y luz lechosa. Chimp se lamió los dedos arañados y examinó la sangre oscura de las rodillas. Más abajo, la lanza y la flauta yacían en el matorral donde su involuntario movimiento los había arrojado. Descendió, metió la flauta en el cinto y cogió la lanza con la mano izquierda. Aguardó, contemplando el bosque y la llanura en derredor suyo. La Mujer del Cielo se había posado en la cima misma de su árbol. En seguida supo que el grupo de cazadores se hallaba allí en alguna parte, distante e indiferente. Supo que él era una sola cosa, Chimp El Que Está Aquí. Las sensaciones crecieron en sus entrañas como si estuviera grávido de ellas. Lo abrumaban. Alzó la voz y aulló a las montañas y a la Mujer del Cielo, a los bosques y a la llanura, como si no fuera un Hombre Leopardo, sino un perro. Ni siquiera el peligro le importaba. Las lágrimas corrían por su rostro. Aulló una y otra vez, y el risco lo remedaba. Se golpeó la cabeza con el puño sin sentir nada. Al final, incluso los pájaros aceptaron su dolor, sin comentario alguno de sus alas o sus voces. Tan sólo se agitaron ligeramente en sus nidos mientras la voz de perro aullaba y el risco le respondía con nuevos aullidos.

Por fin ya no pudo aullar más. Gimió, y el gemido quedó en la superficie de un dolor tan profundo como antes. Luego, como si algo acabara de nacer, se hizo claro el mensaje de sus sentimientos. Le dieron un saber, una certidumbre. Empezó a correr con torpeza bajo los riscos; y al correr, gemía:

—¡Mamá, mamá!