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El poblado seguía tan despierto como los animales en la llanura.

No era solamente porque los niños, tras dormir la siesta, se habían puesto a jugar, como hacían ahora bajo el ocaso, pues esto sucedía siempre. Era más bien porque Palma y las otras mujeres sabían de qué humor estaría la Mujer del Cielo al levantarse. Era un amanecer más tardío que el de los Hombres Leopardos, pues los géiseres estaban situados a la sombra de la montaña. Por ello las mujeres decidieron deambular un rato en el crepúsculo azul. No hablaban mucho, aunque andaban en grupos. De vez en cuando brotaba en el ocaso una risa súbita. La parturienta, en su refugio, ululaba de forma más regular, con abandono total. Palma se encontraba de nuevo en la última poza donde el agua hervía y colgaba el vapor. Miraba una parte de la montaña esbozada oscuramente contra el azul cada vez más profundo del cielo crepuscular. Bajo ella, junto al río, las mujeres iban cogidas del cuello o de la cintura, o aguardaban en grupos de los que surgían carcajadas y risitas, pero no les prestaba atención. Una hoguera ardía vivamente ante el refugio de la parturienta, pero no hizo caso de él, ni de los lamentos de la mujer. Permaneció inmóvil, a poca distancia del agua hirviendo. Tenía los puños cerrados y suspiraba ante el trazo oscuro.

Unos niños empezaron a gritar cerca del río. Su cansancio había llegado a tal punto que ya ni siquiera lo apercibían. Peleaban y chillaban. Oyó a las mujeres acercárseles para intentar calmarlos. En alguna parte lloriqueaba un bebé y un niño bobo daba unos alaridos enloquecedores. De pronto cesaron las mujeres de reír y se escucharon frases enérgicas. Las vio hacer callar a los niños, reunirlos y llevarlos hasta las rocas; y los niños se aquietaron, riñendo a veces de puro cansancio. Al poco tiempo, el único sonido humano fue aquel lamento regular. En una docena de chozas, de refugios o colgadizos se les contaba a los niños que en esta noche de noches no debían salir hasta que amaneciese, porque los sueños caminaban. Palma miró con ansia la montaña y respiró violentamente.

Hubo un cambio en el cielo. Justo sobre el trazo oscuro y en el lugar esperado se iluminaba el azul. Ella lo contempló hasta que el agua de sus ojos lo borró todo; giró hacia otro lado y pestañeó para despejarlos. Media llanura y las montañas que la rodeaban estaban empapadas en una luz lechosa que se acercaba más y más al río y al poblado. Las mujeres salían nuevamente de sus viviendas. Vio chispazos y ondas brillantes que se despertaban a medida que la luz atravesaba el río con la prisa de unas muchachas vadeándolo junto a una red. La luz tocó la orilla más próxima. Los árboles en torno al Lugar de las Mujeres se cubrieron con un follaje de conchas pálidas y ramas de marfil. Allá abajo estaban las mujeres, silenciosas, esperando sus sombras. Palma se volvió y miró hacia arriba. Una diminuta semilla blanca empujó sobre el borde de la montaña, la curva de un hombro blanco. Alzó sus manos y gritó una y otra vez. La blancura la lavó toda; las conchas cobraron un blanco sorprendente sobre su piel morena; sus ojos deslumbraban como hielo. Las mujeres permanecían quietas y la luz palidecía en sus rostros. La Mujer del Cielo se liberó por fin de la montaña.

Palma bajó las manos a ambos lados. La luna cayó en el agua hirviendo y danzó sobre ella; se quebró en pedazos, se rehizo y volvió a quebrarse, como si el agua fuese igual de fría que la del río. Las mujeres reían y charlaban. Oyó una risa aguda, próxima a la histeria, un gritito, un chillido y más risitas. Pensó para sí: ¡Creen que todo está arreglado y empiezan a lamerse los labios!

En seguida le volvió aquella ansia. La veía más claramente que la luz danzando en el agua: una concha rebosante de esa bebida oscura, irresistible. La olió y contuvo la respiración. Estaba ahí, en ninguna parte, en todas partes, muy cerca, y detrás había oscuridad. Cerró los ojos y la boca y apretó los puños. Estaba temblando. La parturienta gritó de nuevo.

Cuando Palma abrió los ojos ya no temblaba, y la concha con su líquido había desaparecido, llevándose su aroma a alguna otra parte. Contempló a la Mujer del Cielo, y una especie de certidumbre helada cayó sobre ella como un viento frío. Humedeció sus labios y habló para sí misma como hacía siempre cuando soplaba ese viento helado.

—La Mujer del Cielo es sólo la Mujer del Cielo. Eso es todo. Pensar cualquier otra cosa es ser un niño…, es pensar como un hombre.

Se volvió. La Luz había llegado al Pabellón de los Hombres Leopardos y algunas de las cabezas de leopardos relucían a la luz. Veía sólo la primera hilera, pero sabía dónde estaban las otras, las más viejas, amarillas y despedazándose, las del fondo, que eran poco más que dos hileras de colmillos y dientes. De pronto, como si el viento frío que la había rozado hubiera hecho algo a sus ojos, vio el Pabellón como lo que era, sin que el desprecio, el humor o la cautela lo deformasen. Era una poza como todas las demás pero sin agua. La poza había crecido y crecido como todas suelen hacerlo y el agua había dejado capa tras capa de una sustancia pedregosa, blanca y amarilla, en los bordes; y luego por alguna necesidad de la tierra —tal vez un enfriamiento del agua— ésta abrió una salida, en la entrada angosta cerrada por una cortina de piel de leopardo. Pero la cosa no había terminado ahí, pues en el extremo interior de la poza otra empezó a crecer pero se detuvo cuando el agua abandonó el lugar por una hilera de pozas más arriba. Su visión era tan clara y precisa como si acabara de despertar de un sueño para encontrar sólo la realidad de unas pajas junto a su mejilla.

La mujer gritó. Palma recobró la gentileza y la sonrisa de antes. Se alejó del agua hirviendo. Con las manos en alto para guardar el equilibrio mientras su larga cabellera se movía suavemente en el aire que ella levantaba al caminar, bajó a terreno llano. Las mujeres corrieron hacia ella.

—¡Palma! ¡Palma! ¿Cuándo empezamos?

Caminó armoniosamente entre ellas hacia el Lugar de las Mujeres, sonriendo a cada muchacha.

—Cuando se haya dado un nombre.

Las jóvenes se pusieron a hablar con vehemencia pero no les hizo caso. Las más viejas no dijeron nada; la observaron mientras se dirigía hacia los árboles y entraba. Llegó hasta las cortinas de cuero cosidas por todos lados de conchas, cuya sola vista haría que un hombre huyera lleno de temor. Levantó la cortina y penetró dentro. El lugar estaba oscuro por los árboles que lo rodeaban de tan cerca, pero había luz suficiente proyectada desde las aguas del río que iluminaba la luna. Dos mujeres estaban al borde del río, como dibujadas contra él, trabajando en el objeto que se hallaba entre ellas. El olor de lo que contenía impregnaba el aire con su vaho. Era un pellejo abultado sujeto en un trípode de gruesas ramas. Las mujeres lo movían cantando en voz baja. Cuando la vieron, se apartaron. Ella se les acercó, inclinándose y olfateando, de modo que el olor le penetró en la garganta, y otra vez volvió a temblar. La Encargada del Brebaje le tendió un palo.

—Ya está.

Palma musitó entre el aroma, con voz ronca.

—Esperaremos.

La Mujer Abeja alzó los ojos.

—¿Esperar? ¿Hasta cuándo?

La misma voz ronca, con rápidos latidos del corazón y rodeada de oscuridad, contestó:

—Hasta que haya un nombre.

Las mujeres se miraron pero sin decir nada. ¿Es que trato de detenerme?, se dijo ella para adentro. ¿Es que capto algo? ¿Y es que yo… preferiría que hubiera… mejor que…? ¡Tengo que hacerlo! ¡Oh, sí!

Removió el líquido con el palo, echando a un lado las burbujas y la nata y miró con ansia el mejunje oscuro, el mejunje tan semejante a la oscuridad tras la cascara de coco. La Mujer Abeja hipó y después se rió tontamente. Palma la miró.

—¡Pruébalo, Palma! ¡Tienes que probarlo!

La Encargada del Brebaje se inclinó, sacó una cascara de coco llena de oloroso brebaje y se la ofreció.

—Pruébalo.

Después de todo, pensó, tengo que probarlo. Es mi obligación. Nada está más claro que eso. Incluso aunque no dé un nombre, tengo que probarlo para estar segura…

Alzó el coco hasta sus labios y sorbió delicadamente. En seguida el ansia se hizo patente; era algo casi visible, grato.

—Está bueno.

Las dos mujeres reían con ella. Sostenían cocos en la mano.

—Sí lo está. ¡Muy bueno!

Alzó la cabeza a la vez que el recipiente y lo vació. Se sentía llena de calor y de apacible felicidad. Oyó un fuerte grito en el refugio y supo de pronto que aunque la Mujer del Cielo no era más que eso, la Mujer del Cielo, no importaba; se daría un nombre, sí, un nombre, y habría una fiesta a la medianoche. El grito apenas se había extinguido cuando ya caminaba ella hacia las cortinas, consciente de que aquél había sido el grito anunciador de una nueva vida, y de que todo iría bien. Se apartó rápidamente de los árboles y las mujeres la observaron de nuevo, pero esta vez no dijeron nada. Se apresuró hasta el refugio, asomó la cabeza y entró. La mujer estaba acostada; su rostro húmedo se veía agotado, inmóvil salvo por los reflejos del fuego. Una mujer le enjugaba la frente mientras otra se ocupaba del cordón umbilical, mordido y anudado, y de la criatura. Oyó entrar a Aquella Que Da Nombre a las Mujeres y se volvió para mostrársela. Palma cogió a la criatura —una niña—, la volvió, la sostuvo por las piernas, la hurgó, la examinó detenidamente. La criatura retorció todo el cuerpo, emitiendo sonidos que parecían el maullar de un gato. Una de las mujeres le tendió una astilla. Ella la introdujo en el fuego hasta que se prendió; luego osciló la llama de un lado a otro frente a los ojos oscuros, descentrados y vio que intentaban seguirla. Arrojó el palo al fuego y meció al bebé. Sus senos palpitaban y le dolían. Acercó la cara a la cabecita vellosa, riendo. Una manita se cerró sobre su dedo meñique para apretarlo con fuerza. Palma sonrió a la madre.

—¡Tiene nombre! ¿Me oyes, Anémona? ¡Tu hija tiene nombre! ¡Es Palmerita!

Se inclinó hacia delante para depositar a la criatura en los brazos de la madre, que tendidos hacia ella la recibieron. Anémona esbozó una sonrisa con sus labios húmedos. Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres se echó hacia atrás y luego se deslizó bajo la cortina de pieles. Las mujeres se habían agolpado a la entrada. No dijeron nada, simplemente aguardaban.

—¡Palmerita! —gritó comprendiendo que fue el nombre el que había escogido a la criatura—. ¡Es Palmerita!

Después de eso, no hubo sino risas y cantos. Algunas de las mujeres se apresuraron hacia el lugar junto al río, otras se dispersaron hacia arriba, a las pozas calientes, mientras otras aún rodeaban a la madre y al nuevo bebé.

Palma caminó excitada entre ellas, hacia el Lugar de las Mujeres donde el brebaje exhalaba su vaho en la alegre oscuridad. Le dolían los senos y reía. Habló en voz alta:

—No soy demasiado vieja para tener otro hijo.